Marcelo Colussi |
Desde hace ya
unas décadas, hacia fines del siglo XX, fue estableciéndose como una táctica
militar un tipo amplio y difuso de acciones al que se le ha dado el impreciso
nombre de “terrorismo”. Quienes otorgan ese nombre tienen una idea determinada
de lo que entienden por él; pero quienes lo reciben en realidad jamás se autodefinen
como “terroristas”.
Así se expresa la Fundación sobre el peor genocidio, a la par del colombiano, en América Latina |
De hecho, el autor de estas líneas aparece
mencionado en un listado de la Fundación contra el Terrorismo en la república
de Guatemala, pudiendo afirmar que yo no me considero para nada un terrorista. ¿Lo
seré sin saberlo? ¿En qué consiste exactamente ser un terrorista?
Si bien puede haber grandes diferencias entre
los que así son designados, nadie que reciba ese mote se reconoce -mucho menos
se ufana de ser- “señor del terror” sino, en todo caso, luchador social. Con lo
que vemos que es muy difuso el término, equívoco, hasta incluso engañoso. En
verdad ¿quién es “terrorista”? ¿Qué significa con precisión ser un
“terrorista”?
Siendo estrictos, no hay una definición
unívoca del término. En todo caso, puede advertirse desde el inicio que su
nombre mismo ya presenta una carga negativa: evoca el terror. Un acto
terrorista, por tanto, más que significado político -según la lógica con que
usualmente se usa en Occidente- es sinónimo de “salvajismo”, comportando un
mensaje ético, emotivo, más cercano a lo visceral que a la conceptualización
racional. Carga que no tiene, por ejemplo, la llamada guerra convencional. Quien
mata en guerra es un héroe. Ninguna bomba inteligente de alta tecnología es
asesina, es terrorista, pero sí lo son, por ejemplo, quienes resisten a la
ocupación estadounidense en Irak. O, según las nuevas leyes antiterroristas que
vamos viendo por diversos países latinoamericanos, quienes se oponen a las
industrias extractivas de capitales globales (minería, explotación petrolera o
gasífera), o quienes simplemente alzan su voz como protesta por la carestía de
la vida. ¿Tiene sentido eso, o se trata sólo de un discurso de dominación, un
ejercicio de poder? En el Manual de Entrenamiento Militar de la Escuela de las
Américas de Estados Unidos puede leerse como una sana recomendación para sus
alumnos, por ejemplo: “aplicar torturas, chantaje, extorsión y pago de
recompensa por enemigos muertos”. ¿Eso es guerra limpia o terrorismo? Más aún:
¿es posible que haya guerra limpia? El terrorismo, ¿en qué categoría entra?
Los organismos internacionales
y la Comisión de Verdad consideran que más de 200.000
guatemaltecos fueron asesinados en la “Guerra Arrasada” entre el 1961-1996 en Guatemala. |
Pero entonces, en definitiva: ¿qué es el
terrorismo? ¿Hay alguna definición seria al respecto? De hecho se han aportado
varias, pero los mismos ideólogos que debaten sobre sus propiedades no terminan
de encontrar una versión convincente. El Departamento de Estado de los Estados
Unidos de América en uno de sus Informes anuales sobre “Tendencias del
Terrorismo Mundial”, antes de definirlo siquiera comienza diciendo que “la
maldad del terrorismo siguió azotando al mundo este año, desde Bali hasta
Grozny y hasta Mombasa. Al mismo tiempo, se libró intensamente la guerra
mundial contra la amenaza terrorista en todas las regiones, con resultados
alentadores”, con lo que, ante todo, se parte de una valoración: el terrorismo
es intrínsecamente “malo”. Acto seguido lo caracteriza diciendo que “se
constituye, tanto en el ámbito interno como en el mundial, en una vía abierta a
todo acto violento, degradante e intimidatorio, y aplicado sin reserva o
preocupación moral alguna”.
El ex presidente George Bush declaró durante
su mandato que “no se cansará, no titubeará y no fracasará en la lucha por la
seguridad del pueblo estadounidense y por un mundo libre del terrorismo. Seguiremos
sometiendo a nuestros enemigos a la justicia o les llevaremos la justicia a
ellos”. Claro que esa justicia puede ser la invasión militar, obviamente,
pasando por sobre el derecho internacional y las resoluciones de la ONU. En
nombre de la lucha contra este declarado “flagelo”, está visto que puede
hacerse cualquier cosa. ¿Tan malo es el “terrorismo” que da lugar a todo tipo
de intervención, incluidas guerras preventivas -hasta con armamento nuclear,
como llegó a pretender en algún momento la Casa Blanca contra Irán muy
recientemente- o hay ahí “gato encerrado”? Obviamente el hecho de concebir una
situación tan tremendamente compleja como ésta en los maniqueos términos de “buenos”
y “malos” (versión hollywoodense por cierto) nos advierte que ahí hay demasiada
mentira acumulada.
De acuerdo a datos suministrados por el mismo
gobierno federal de Washington, el “terrorismo” mata en el mundo, en promedio,
11 personas por día, la misma cantidad que muere por hambre… ¡en menos de un
minuto!, o que contrae el VIH cada cinco minutos. Pero curiosamente la Casa
Blanca utiliza 100 veces menos presupuesto en su lucha contra el SIDA que lo
que emplea para su guerra preventiva contra el “terrorismo”. ¿Acaso representa
una mayor amenaza a la seguridad de la especie humana el siempre mal definido e
impreciso “terrorismo” que la pandemia de SIDA que hoy día nos aqueja, o la
hambruna crónica que sigue habiendo?
El tema es complejo, y estamos dominados por
un cargado discurso ideológico que la manipulación mediática de estos últimos
años nos legó y sigue alimentando a diario: algunos soldados (en general
blancos, rubios, amantes de la libertad y la democracia según se nos dijo -y de
la Coca-Cola-) suelen ser los “buenos” en toda esta urdida historia, y los
“terroristas” -que curiosamente no son blancos…ni toman Coca-Cola- suelen ser
los “malos”.
¿Son prácticas “terroristas” las guerras de
guerrillas, las guerras de liberación nacional, las luchas anticolonialistas? ¿Cuándo
empiezan a ser “terroristas” las acciones militares? Por cierto que el campo
conceptual es amplio, difuso, cargado ideológicamente. Si lo que busca el
“terrorismo” es crear conmoción y pavor -según una sesgada visión-, eso fue lo
que logró, por ejemplo, la invasión angloestadounidense en Irak, a punto que
así se designó oficialmente la operación (“Conmoción y pavor”); y no se la
llamó “invasión terrorista”. ¿Quiénes son más “terroristas”: las guerrillas
antiimperialistas latinoamericanas o los grupos musulmanes antisionistas?, ¿el
ejército israelí o la ETA vasca?, ¿las tropas rusas en Chechenia o los comandos
chechenios en Rusia?, ¿las bombas nucleares que podrían lanzar Estados Unidos o
Israel sobre Irán o los zapatistas de Chiapas?
Como vemos, las posibilidades que pueden caer
bajo el arco de “terrorismo” son
por demás de amplias: una bomba en un
restaurante, una emboscada a una unidad de un ejército regular, un ataque aéreo
de un país contra otro, son todas acciones igualmente violentas, con resultados
similares: muerte, destrucción, terror en los sobrevivientes. ¿Cuál de ellas es
más “terrorista”? Y por otro lado -quizá esto es lo esencial-: ¿quién las
define como “buena” o “mala”?, si se quiere: como “terrorista” o como
“no-terrorista”.
Genocidio a los Pueblos de Maya y aliados con los genocidas sionistas de Israel |
Es obvio que el término no es nada inocente;
su utilización arrastra una tácita condena: habría una violencia legítima -la
que puede ejercer un Estado contra otro, o la que ejerce contra insurrectos que
se alzan contra el orden constituido-, y una violencia no legítima a la que le
cabe el mote -por cierto despectivo- de “terrorismo”. La diferencia estriba no
precisamente en una consideración ética (la violencia es siempre violencia, y
ninguna es más “buena” que otra) sino en un ordenamiento jurídico que se
desprende, en definitiva, de relaciones de poder.
El atentado contra las torres del Centro
Mundial de Comercio de New York en el 2001 es un acto terrorista, pero no lo es
-al menos así lo presenta la prensa oficial que moldea la opinión pública
mundial- un manual militar como el citado más arriba. ¿Cuál de las dos lógicas
en juego es más “terrorista”? Y si fuera cierto que la destrucción de esos
edificios fue un acto auto-provocado por el gobierno federal de Washington para
justificar su proyecto de guerras preventivas, ¿eso es terrorismo o no? Es
terrorismo de Estado, pero la prensa oficial no habla de eso. Pinochet, en su
lucha contra los “terroristas subversivos”, ¿no era él un terrorista por los
métodos empleados? ¿No fueran las peores expresiones de terrorismo de Estado
las guerras sucias que ensangrentaron los países latinoamericanos las décadas
pasadas? Pero oficialmente esas fueron guerras “contrainsurgentes” y no
“terroristas”. ¿Quién lo decide?
Si lo distintivo de un acto “terrorista” es la
búsqueda de población civil no combatiente como objetivo, el 80 % de los
muertos en las guerras habidas desde el final de la Segunda Guerra Mundial en
1945 a la fecha se encuadra en este concepto; actos, sin duda, por los que
ningún militar ni político ha sido juzgado en calidad de “terrorista”. ¿Podría
ahora abrírsele un juicio al presidente de Estados Unidos como terrorista por
las dos bombas atómicas utilizadas contra población civil? ¿Por qué no?
Hoy por hoy, en un mundo absolutamente
dominado por los montajes mediáticos, en forma insistente se ha ido metiendo la
idea del “terrorismo” como uno de los peores flagelos de la humanidad. De
manera casi refleja suele asociárselo con maldad, crueldad, barbarie; y por
cierto, en esa visión parcial e interesada, esas prácticas nos alejan de la
civilización supuestamente democrática, presunto punto de llegada de la
evolución cultural (léase: economías de mercado con parlamentos formales). Dentro
de esa lógica hemos terminado por no poder distanciarnos de la falacia
impulsada por los planes de dominación geoestratégicos de Washington de
“terrorismo = malo, estamos contra él o somos un terrorista más”. Merced al
impresionante juego manipulatorio de los medios masivos de comunicación suele
ligárselo a cualquier forma de protesta, en general conectada con los países
más pobres y postergados. En esa dimensión, hoy pasan a ser terroristas
cualquier trabajador desocupado que protesta, o quien reclama aumento de
sueldo, o un estudiante que pide más presupuesto para educación. De hecho, el
autor de estas líneas podría serlo.
Todo estos montajes son intrínsecamente
perversos, traicioneros, sádicos, propio de fanáticos fundamentalistas. Un
“terrorista” -según ese orden discursivo- es un delincuente subversivo, un
apátrida; en definitiva: un monstruo inhumano. Por supuesto que los autores del
manual de la Escuela de las Américas, aunque inciten a la tortura y a la
corrupción, no son “malos”, porque lo hacen en nombre de la guerra contra el
terrorismo, que es, a no dudarlo, una “guerra buena”.
¿Quién en su sano juicio podría alegrarse y
festejar por la muerte violenta de unos niños, de una señora que estaba
haciendo sus compras en el mercado, de un ocasional transeúnte alcanzado por
una explosión? Pero ahí está la falacia, lo perverso del mensaje sesgado con
que el poder se defiende: se presenta la parte por el todo, mostrando sólo un
aspecto -con ribetes sentimentales- de un conjunto mucho más complejo. ¿Alguna
vez los medios muestran las escenas dantescas que sobrevienen a los bombardeos
“legales” de una potencia militar? ¿Alguna vez se habla de las monstruosidades
propiciadas por la pedagogía del terror de un manual como el de la Escuela de
las Américas? ¿Sufre más una víctima que la otra? ¿Es más “buena” y
“respetable” una violencia que otra? Y fuera de un amarillismo oportunista
bastante execrable que constituye una grosera pornografía de la pobreza,
¿cuándo el hambre del mundo es considerado un verdadero problema por los
poderes tomándose acciones reales en su contra?
Está claro que la dimensión del fenómeno es
infinitamente más compleja que la malintencionada simplificación con que los
poderes fácticos presentan el problema. El maniqueísmo n juego, en definitiva,
ahoga las posibilidades de soluciones reales. Son tan víctimas los civiles que
mueren en un atentado dinamitero hecho por un grupo irregular como los que caen
bajo el fuego de un ejército regular. ¿Por qué los regulares serían menos
asesinos que los irregulares?
El mundo sigue siendo injusto, terriblemente
injusto; la distribución de la riqueza que el sistema capitalista crea es de
una inequidad espantosa. El hambre sigue siendo principal causa de muerte de la
población mundial, hambre evitable, hambre que debería desaparecer si se repartiera
algo más equitativamente el producto social que creamos los humanos. Esa
injusticia estructural en las relaciones interhumanas es el principal
exterminio que enfrentamos a diario; pero eso no es la gran noticia, de eso no
se habla mucho. Hoy el “terrorismo internacional” se presenta como el peor de
los apocalipsis concebibles, y en la lucha contra él -así nos dicen al menos-
vale todo.
Es por eso que sigue teniendo vigencia lo que,
en 1981, firmaban numerosos Premios Nobel como “Manifiesto contra el Hambre”, y
que debemos seguir levantando como principal estandarte por un mundo mejor:
“Cientos de millones de personas agonizan a causa del hambre y del
subdesarrollo, víctimas del desorden político y económico internacional que
reina en la actualidad. Está teniendo lugar un holocausto sin precedentes, cuyo
horror abarca en un sólo año el espanto de las masacres que nuestras
generaciones conocieron en la primera mitad de este siglo y que desborda por
momentos el perímetro de la barbarie y de la muerte, no solamente en el mundo,
sino también en nuestras conciencias. […] El motivo principal de esta tragedia
es de carácter político.”
Por tanto el enemigo y principal amenaza para
la humanidad no es el impreciso y siempre mal definido “terrorismo”; sigue siendo
la injusticia, aunque nos hayan querido hacer creer estos años que estaba un
tanto pasado de moda hablar de ella.