Reinaldo Spitaletta |
¿Qué nos acercó a Brasil? Por lo menos a los de mi
generación, primero sus artistas del balón, como Garrincha y Pelé, y aquella
irrepetible selección del Mundial 70. Después (¿o sería antes?) la chica de
Ipanema, Machado de Assis, la bossa nova, Heitor Villa-Lobos y Hermeto Pascoal.
Y en medio de
esa cercana lejanía que era ese país, las seductoras historias de Jorge Amado,
desde El país del Carnaval y Cacao, pasando por doña Flor y las ardientes
pieles de Teresa Batista, nos mostraron otra dimensión cultural.
Brasil, que fue
emporio colonial de la caña de azúcar y asiento de comerciantes negreros, tuvo
desgracias a granel en los sesenta, después del golpe de estado contra Janio
Quadros y Joao Goulart en 1964. La dictadura, apoyada por Estados Unidos, creó
una mano negra y la represión fue la constante, con abundancia de
desaparecidos. Por eso, una canción insignia del cantante, novelista, poeta y
compositor Chico Buarque da cuenta de aquellos tiempos de miedo.
Brasil, que
también nos sonó gracias al catalán-cubano Xavier Cugat, es más que fútbol y
macumba; más que samba y carnavales; y trasciende una gambeta de Neymar y la
leyenda de Enrico Caruso en Manaos. Ese país enorme que va más allá de la
otrora sensual estrella Sônia Braga, es hoy un hervidero de protestas contra la
exclusión social y las miserias. ¿Y qué es lo que pasa allá?
Según la
profesora Erminia Maricato, especialista en temas urbanos, hay desde hace rato
una crisis en las ciudades brasileñas provocada por el capitalismo financiero.
En los últimos tres años, la especulación inmobiliaria elevó el precio de los
alquileres y los terrenos en ciento cincuenta por ciento. Además, en los
últimos diez años no hubo inversión en transporte público, y el caos es
abrumador. “Las grandes ciudades son un infierno y la gente pierde tres o
cuatro horas diarias en el tránsito, cuando pudiera estar en familia,
estudiando o en actividades culturales”, dice.
A lo anterior se
suma, de acuerdo con la mirada de críticos brasileños, la pésima calidad de los
servicios públicos, de la educación y la salud. Los prolongados años de
neoliberalismo y corrupción, sumados a los tiempos de reconciliación de Lulla, “transformaron
a la política en rehén de los intereses del capital”, según el líder social
Joao Pedro Stedile. En Brasil (como puede ser también el caso colombiano) es “normal”
que los capitalistas paguen y los políticos obedezcan.
El asunto clave
es que los jóvenes brasileños ya están hartos de cómo se hace “política
burguesa” en su país. El sobrecosto de las obras para el Mundial (y la Copa
Confederaciones) fue una provocación para el pueblo. El estadio de Brasilia
valió mil cuatrocientos millones de reales (setecientos millones de dólares) y
en esa ciudad, diseñada por Óscar Niemeyer, no hay colectivos. El estado de Rio
pagó de dineros públicos a la cadena privada Globo, más de veinte millones de
reales para el “showcito”, como lo calificó mucha gente, de dos horas para
transmitir el sorteo de los partidos de la recién terminada Copa
Confederaciones.
En medio de las
protestas juveniles, también se hace el análisis de que la gran burguesía
brasileña tiene el objetivo de desgastar el gobierno de doña Dilma, debilitar
las formas organizativas de los trabajadores y las propuestas de cambio
estructural, para ganar las elecciones del próximo año. La muchachada está
exigiendo mejores condiciones de transporte, sanidad, seguridad y educación. “Quiero
un Brasil más justo, más saludable, más seguro y más honesto”, dijo la estrella
Neymar antes de uno de los partidos. Precisamente, la gente estaba gritando: “¡Brasil,
despierta, un profesor vale más que Neymar!”.
Brasil ha sido
un país de desmesuradas exclusiones sociales. En los últimos años se reivindicó
la democracia participativa y la inclusión social, con la reducción de la
pobreza. Sin embargo, en el gobierno de Dilma Rouseff, la brecha volvió a
crecer: “Oh, qué será, qué será que anda en las cabezas y anda en las bocas /
que están hablando alto en los bodegones…”. Lo dice Boaventura de Sousa Santos:
“el progreso sin dignidad es retroceso”.
* Reinaldo
Spitaletta | Elespectador.com