domingo, 7 de julio de 2013

Los cielos cerrados. Por William Ospina




El Espectador, domingo 7 de Julio

Parece que para las potestades europeas el indio sigue siendo el indio aunque vaya en su avión presidencial, pero el imperio sigue siendo el imperio aunque un negro sea su gobernante. Rostros del mundo que nos ha tocado.

Gustav Janouch le preguntó un día a Franz Kafka si era verdad lo que se decía en la empresa de seguros para la que trabajaba: que Kafka dedicaba sus ingresos a pagarles asesoría jurídica a los empleados, para que pudieran querellarse con la compañía. Kafka le contestó que como apoderado de la empresa no podía defender a los empleados, pero que cuando veía que el empleado tenía la razón, le ayudaba con su propio dinero para que tuviera un buen asesor jurídico. Y añadió: “Lo que pasa es que el mundo ha caído de tal manera en manos de los demonios, que muy pronto el que quiera hacer el bien tendrá que hacerlo en secreto y a solas”.

Esta semana hemos visto ese fenómeno en un escenario global: cómo un benefactor de la humanidad, que denuncia el modo como un gobierno espía a sus ciudadanos, es tratado como un criminal y anda acorralado en los pasillos de un aeropuerto sin saber a dónde correr, y los gobiernos de cuatro países por temor al perseguidor, niegan el paso por su espacio aéreo a un jefe de Estado sólo por la sospecha de que lleva con él al acusado. También el contraste entre la dignidad de los gobiernos latinoamericanos y la indignidad y la obsecuencia de unos gobiernos europeos que están hoy muy por debajo de su fama y de su orgullo.

Da mucho qué pensar ese avión de un presidente indígena que no encuentra por dónde cruzar los cielos del verano, al que no quieren recibir ni en Fiumicino, ni en Charles de Gaulle, ni en Portela ni en Barajas, sólo por la sospecha de que lleve en su cabina al hombre que reveló ese escandaloso espionaje. Dan mucho qué pensar esos cielos cerrados ante la nave soberana de un jefe de Estado, y da mucho qué pensar que sea precisamente un indígena la víctima no de una ofensa, sino de un delito contra el derecho internacional.

En cambio no tiene que extrañarnos que la red de Internet, exhibida por décadas como el tejido integrador del planeta, instrumento de aproximación entre sociedades y culturas, puerto de acceso al océano de memoria acumulada de la especie, y que nos hemos acostumbrado a ver como el cotidiano auxiliar de la vida de millones de terrícolas, nos revele su cara oculta: la de un vasto mecanismo de espionaje que husmea en los gustos y las inclinaciones de cada individuo, registra el historial de sus exploraciones, graba mensajes, dibuja el mapa de los ciudadanos, sus amistades, sus comunicaciones y sus preferencias, y convierte la vida privada en un dosier que manosean y manipulan funcionarios y empresas.

Conociendo los hábitos de la condición humana y las clásicas astucias del poder, no sería raro que estemos marchando todos, dóciles y fascinados, hacia una versión todopoderosa e hipertecnificada de la Gestapo y de la Santa Inquisición. Bien dice la prudencia que los poderes de este mundo no dan tanto a cambio de nada, y sabemos que los correos gratuitos, por ejemplo, se han ido convirtiendo en espacios donde interviene sutilmente el mercado. Uno escribe un mensaje privado sobre Samarkanda o Pernambuco, y al otro día encontrará publicidad de Pernambuco y Samarkanda; uno habla de discos o de góndolas y mañana tendrá su oferta musical o turística en el recuadro. Siempre hay alguien interesado en quiénes somos, qué pensamos o qué queremos, por razones comerciales o profesionales, y no podían tardar los que se interesaran en esos asuntos tremendos o pueriles por razones morales o políticas. Cada internauta va dejando su rastro inconfundible en la telaraña y no dejarán de aparecer las criaturas de ocho patas que le siguen la pista.

El prometedor, el celebrado, el sorprendente, el decepcionante, el muy pronto detestado Barack Obama prosigue su metamorfosis, tratando de convertirse no en el que eligieron sus votantes, sino en el que toleraron el Pentágono y las corporaciones. Si hubiera persistido en su voluntad de encarnar un nuevo paradigma ético para los Estados Unidos y para el mundo, habría contribuido a la distensión y a la convivencia, pero tal vez se habría ganado el odio de los poderes del imperio, y hasta habría terminado padeciendo la suerte de Evo Morales en su avión presidencial. Está experimentando en carne propia lo difícil que es seguir siendo humano cuando se maneja el mayor poder de este mundo, y puede terminar siendo ejemplo perfecto de la famosa sentencia: “El poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente”.

Había llegado al poder para borrar el desprestigio en que la administración de George Bush hundió a los Estados Unidos; para aliviar la conciencia de un país arrastrado a la barbarie de invasiones militares injustificadas, arrestos clandestinos, torturas infames y campos de concentración por fuera de toda legalidad. Ahora justifica el espionaje sobre sus ciudadanos, ordena las ejecuciones que obran aviones no tripulados, y permite que recomience una política internacional conspirativa e irresponsable, creyendo impedir así la pérdida de hegemonía de su imperio.

Pero América Latina lo mira con indignación, la opinión pública mundial lo mira con asombro, Snowden recorre los pasillos ciegos del aeropuerto de Moscú y, allá, lejos, en el mar del Japón, las armadas de Rusia y de China realizan maniobras militares conjuntas por primera vez en mucho tiempo.