martes, 2 de julio de 2013

Sombrero de mago. Brasil, ¡oh, qué será…! Por: Reinaldo Spitaletta

Reinaldo Spitaletta
¿Qué nos acercó a Brasil? Por lo menos a los de mi generación, primero sus artistas del balón, como Garrincha y Pelé, y aquella irrepetible selección del Mundial 70. Después (¿o sería antes?) la chica de Ipanema, Machado de Assis, la bossa nova, Heitor Villa-Lobos y Hermeto Pascoal.

Y en medio de esa cercana lejanía que era ese país, las seductoras historias de Jorge Amado, desde El país del Carnaval y Cacao, pasando por doña Flor y las ardientes pieles de Teresa Batista, nos mostraron otra dimensión cultural.

Brasil, que fue emporio colonial de la caña de azúcar y asiento de comerciantes negreros, tuvo desgracias a granel en los sesenta, después del golpe de estado contra Janio Quadros y Joao Goulart en 1964. La dictadura, apoyada por Estados Unidos, creó una mano negra y la represión fue la constante, con abundancia de desaparecidos. Por eso, una canción insignia del cantante, novelista, poeta y compositor Chico Buarque da cuenta de aquellos tiempos de miedo.

Brasil, que también nos sonó gracias al catalán-cubano Xavier Cugat, es más que fútbol y macumba; más que samba y carnavales; y trasciende una gambeta de Neymar y la leyenda de Enrico Caruso en Manaos. Ese país enorme que va más allá de la otrora sensual estrella Sônia Braga, es hoy un hervidero de protestas contra la exclusión social y las miserias. ¿Y qué es lo que pasa allá?

Según la profesora Erminia Maricato, especialista en temas urbanos, hay desde hace rato una crisis en las ciudades brasileñas provocada por el capitalismo financiero. En los últimos tres años, la especulación inmobiliaria elevó el precio de los alquileres y los terrenos en ciento cincuenta por ciento. Además, en los últimos diez años no hubo inversión en transporte público, y el caos es abrumador. “Las grandes ciudades son un infierno y la gente pierde tres o cuatro horas diarias en el tránsito, cuando pudiera estar en familia, estudiando o en actividades culturales”, dice.

A lo anterior se suma, de acuerdo con la mirada de críticos brasileños, la pésima calidad de los servicios públicos, de la educación y la salud. Los prolongados años de neoliberalismo y corrupción, sumados a los tiempos de reconciliación de Lulla, “transformaron a la política en rehén de los intereses del capital”, según el líder social Joao Pedro Stedile. En Brasil (como puede ser también el caso colombiano) es “normal” que los capitalistas paguen y los políticos obedezcan.

El asunto clave es que los jóvenes brasileños ya están hartos de cómo se hace “política burguesa” en su país. El sobrecosto de las obras para el Mundial (y la Copa Confederaciones) fue una provocación para el pueblo. El estadio de Brasilia valió mil cuatrocientos millones de reales (setecientos millones de dólares) y en esa ciudad, diseñada por Óscar Niemeyer, no hay colectivos. El estado de Rio pagó de dineros públicos a la cadena privada Globo, más de veinte millones de reales para el “showcito”, como lo calificó mucha gente, de dos horas para transmitir el sorteo de los partidos de la recién terminada Copa Confederaciones.

En medio de las protestas juveniles, también se hace el análisis de que la gran burguesía brasileña tiene el objetivo de desgastar el gobierno de doña Dilma, debilitar las formas organizativas de los trabajadores y las propuestas de cambio estructural, para ganar las elecciones del próximo año. La muchachada está exigiendo mejores condiciones de transporte, sanidad, seguridad y educación. “Quiero un Brasil más justo, más saludable, más seguro y más honesto”, dijo la estrella Neymar antes de uno de los partidos. Precisamente, la gente estaba gritando: “¡Brasil, despierta, un profesor vale más que Neymar!”.

Brasil ha sido un país de desmesuradas exclusiones sociales. En los últimos años se reivindicó la democracia participativa y la inclusión social, con la reducción de la pobreza. Sin embargo, en el gobierno de Dilma Rouseff, la brecha volvió a crecer: “Oh, qué será, qué será que anda en las cabezas y anda en las bocas / que están hablando alto en los bodegones…”. Lo dice Boaventura de Sousa Santos: “el progreso sin dignidad es retroceso”.

* Reinaldo Spitaletta | Elespectador.com