Ante la indignación, otra democracia es posible
La
Colombia actual, hija de la Constitución de 1991, no es ni será la
misma. Es una Colombia en la que cada vez más los ciudadanos están
tomando parte, a través de múltiples formas de movilización.
Por Carlos Victoria
De
la resignación pasamos a la indignación, y de esta a la impugnación.
Hoy el poder ciudadano se abre paso en pos de reivindicaciones morales,
como dice Mouffe (2009). En un hecho inesperado pero predecible, la
clase política corrupta de este país ha recibido una cuenta de cobro que
jamás podrá pagar. Ni aún con la pérdida de la investidura de los
congresistas implicados. Y el gobierno, cómplice de la maniobra que
pretendía darle un zarpazo a la Constitución, ha sido objeto de una
sanción social de la cual no se podrá recuperar, al menos en el corto
plazo.
El
poder ciudadano, el mismo que está provocando grandes transformaciones
políticas e institucionales en distintos continentes, ha surgido en
Colombia para instalarse en medio de un conjuro de conflictividades que
hacen de suelo fértil, configurando así un escenario en el cual los
partidos políticos ven amenazada su supervivencia, salvo por la
respiración artificial que le suministran las redes de clientela. La ciudadanía se ha convertido en un tribunal de opinión con un poder demoledor. ¿Querían control social? Ahí lo tienen.
La
semana que termina pasará a la historia como aquella en la que el
quiebre constitucional, propiciado por el propio Presidente al
trasgredir la división de poderes públicos, objetando una reforma que
terminó siendo un monstruo, le secundó el golpe de opinión de los
ciudadanos, merced –hay que decirlo- a uno que otro periodista,
intelectual y político sensato. El virus de la indignación
mundial llegó a Colombia para contagiar de rebeldía a millones de
ciudadanos que han manifestado su rechazo a una reforma hecha a la
medida de sus promotores: gobierno y congresistas de la Unidad Nacional,
y no propiamente a la medida de las necesidades e intereses de la
sociedad. Al final ni reforma ni justicia.
A
la vez que el gobierno hundía la reforma en el Congreso, los ciudadanos
se levantaban en desobediencia civil a través de miles de firmas con
las cuales dejaban constancia de un veto a la corrupción, el abuso de
poder, la arbitrariedad, los privilegios y gabelas. Cada firma dio
cuenta del rechazo a las mafias políticas y de paso maniatar al gobierno
y sus conmilitones, reivindicando el viejo legado de la revolución
francesa: vigilar y castigar a través de la opinión pública, ese
fenómeno que brota de lo más profundo de la sociedad para sancionar o
premiar la actuación de gobernantes y representantes.
Hoy el poder está, como si fuera un balón, en la cancha de los ciudadanos.
Los
únicos airosos de este partido por cuenta de la indignación, esa fuerza
moral que pone de pie a la gente cuando no se quiere hacer parte de la
degradación institucional. La Colombia actual, hija de la
Constitución de 1991, no es ni será la misma. Es una Colombia en la que
cada vez más los ciudadanos están tomando parte, a través de múltiples
formas de movilización. Ya sea en el campo de la salud, la
educación, el medio ambiente, el transporte, la agricultura, etc., esa
Colombia que se levanta para reclamar respeto y dignidad.
En
las actuales circunstancias de colapso institucional se palpa que otra
democracia es posible. No es la democracia de la representación que
ultraja la confianza de los electores, ni mucho menos la democracia en
cabeza de Mesías, a la postre reyezuelos y tiranos. No es la democracia
que se burla del bien común, y da la estocada mortal a los intereses
públicos. No es la democracia en manos de políticos profesionales
rapaces, ni mucho menos la democracia que prodiga un orden por cuenta de
la violación de los derechos humanos. Es una contrademocracia en el
contexto de la vigilancia y la denuncia. La democracia de control se erige en demanda de cambios radicales. Es la democracia desde abajo.
¿Y
ahora qué sigue? El poder ciudadano, el que hizo entrar en pánico a
Santos y sus bancadas, está ahí con el objetivo de construir un país en
el cual podamos vivir en paz, con dignidad y auténtica prosperidad. Las
encuestas en las que se desaprueba la gestión del gobierno y la
actuación del Congreso, son un pálido reflejo de la realidad. A lo
mejor Santos deberá hacer otras piruetas para re encantar a sus
electores, mientras que Uribe lanzará el anzuelo de una Constituyente
para pescar a la opinión autoritaria, la misma que durante sus dos periodos acolitó todo tipo de fechorías, como bien han probado los jueces de la república.
¿Y dónde está el piloto?
Según las encuestas el país va por mal camino. ¿Pero cuál país? ¿El de aquellos que lo gobiernan a diestra y siniestra? A
lo mejor es el país de la prosperidad, el de la urna de cristal, el de
los tratados de libre comercio, el de la seguridad democrática, es decir
el país que no sale de la pobreza y la desigualdad, el que está en
poder de mafias y corruptos, el de la competitividad que se traduce
en mayor inequidad. El país que no ha sido diseñado para las mayorías.
El país que concentra la riqueza en unos pocos. El país de las
corporaciones financieras.
Frente
a la crisis lo cierto es que no hay vanguardias que valgan. Escasean
los liderazgos éticos. La desconfianza es total. ¿Quién o quiénes pueden
asumir el liderazgo ante el plato servido por los altos poderes
públicos en la actual coyuntura? Aparentemente ni las otroras
vanguardias de izquierda, ni los mesías, ni otros referentes en decadencia, están a la altura de las circunstancias. Los promotores del referendo, por ejemplo, mataron el tigre y se asustaron con el cuero.
No llegaron a imaginar, tal vez, la avalancha de ciudadanos que dejaron
plasmadas sus firmas en las planillas ante un hipotético referendo
revocatorio de la reforma. Obvio que sin ellos no hubiese sido posible
la firmatón. Sin embargo hay déficit de propuestas.
Hace
mucho tiempo que los partidos políticos dejaron de ser los portadores
de visiones del porvenir, como bien argumenta Pierre Rosanvallon, en
su texto La contrademocracia, la política en la era de la desconfianza. Al contrario la
opinión pública resurge, aupada a través de las redes, como una
expresión contestataria pero con la capacidad de obstruir, criticar y
sancionar. No hay la menor duda, que sin la presión ciudadana y la
de algunos medios de comunicación, la reforma a la justicia estaría
campante.
Más
que la participación ciudadana aquí que se impuso la indignación y la
desobediencia civil. Cada firma expresa el descontento, el malestar y la
condena. Es la impronta de quienes así estiman que se debe apelar a
mecanismos que neutralicen las decisiones del ejecutivo y el
legislativo. El ciudadano envalentonado exige, propone y se atreve. Por
ejemplo: quiere que se revoque el congreso, que sea de pocos miembros,
etc. El conflicto de legitimidades no tiene antecedentes. De ahora en
adelante cada movimiento de los poderes públicos será celosamente
observado. ¿La privatización de la cosa pública puede estar llegando al final? Ahora hay más preguntas que respuestas. Eso es lo mejor.
Redes sociales y poder político
Indiscutiblemente
que las redes sociales son la nueva arena política donde a diario se
confronta, se objeta, se denuncia y donde, también, se movilizan las
ideas, paradójicamente en una sociedad cada vez más despolitizada. Esta
politización del ciber ciudadano se ha transformando en una refundación
del poder político, el que algunos llaman ahora el poder ciudadano. El
ministro de Justicia renuncia merced a la presión pública. El hijo del
expresidente Gaviria cayó en desgracia y fue ridiculizado. El Presidente
ahora es comparado con Tarzán: el rey de la selva.
Como
en otras oportunidades ha venido sucediendo, los indignados subieron a
las redes las planillas para que fueran descargadas, impresas y
diligenciadas a la velocidad del rayo. Esta acción que se desplegaría de
manera vertiginosa coaccionó al gobierno a la decisión que tomó: convocar
a extras al Congreso, en una jugada política desesperada que aún cubre
con incertidumbre constitucional la legalidad del procedimiento a la luz
de la propia Constitución.
Cientos
de caricaturas comenzaron a viajar por la red incentivando mucho más el
espectro del descontento social. Mientras los legisladores actuaron en
las sombras tras la conciliación del articulado de la reforma, con la
complicidad del gobierno, los ciudadanos se transformaron en jueces, aplicando justicia virtual al engendro constitucional. Esta
acción no fue obra exclusivamente de la oposición, ni mucho menos de
algunos dirigentes. La combinación de los verbos controlar e impedir
(Rosanvallon, 2011) lograron su cometido.
Por
cuenta de las redes sociales la fragmentación del poder ha adquirido
una nueva dimensión, al menos en los principales centros urbanos. No
obstante el hundimiento de la reforma en el Congreso, la gente seguía
firmando hasta el viernes pasado las planillas para inscribir al Comité
Promotor, en una clara demostración de propinar una sanción moral al
Presidente y a los congresistas indignos. El constituyente primario
hizo su propio plebiscito. Ya los estudiantes habían inaugurado este
camino, tumbando en las calles la reforma a la educación superior. De
ahora en adelante las políticas públicas dejarán de ser un cliché para
transformarse en un escenario de disputa ciudadana.
La
tormenta no ha cesado, a pesar de la declaración de Santos en Palmira.
La rechifla protagonizada por cientos de jóvenes en el Campus Party es
una prueba que vendavales y huracanes enrarecerán el camino de su
relección, y las mismas entrañas del régimen. Este Congreso, por
ejemplo, ha quedado impedido moralmente para tramitar cualquier ley, y
más aún aquellas como la tributaria que pretende gravar con impuestos a
los cafeteros y los artículos de la canasta familiar. Rayos y
centellas seguirán cayendo, atizando un clima social que contribuya a
sacudir las instituciones hoy capturadas, como dice Garay por los mismos
que pretendían liberar de la cárcel a más de 1.500 políticos y
funcionarios, condenados e indiciados por la comisión de múltiples
delitos, a la vez que otorgar prebendas a los magistrados de las altas
cortes. Una vergüenza.
Nadie diferente al pueblo lo rescatará de este pantano en el que estamos. Solo el pueblo salva al pueblo. Los mea culpas
del gobierno, y los “actos de perdón” ya anunciados hacen parte de una
estrategia para reconciliar a la opinión y de paso distraerla. De
este mismo lodazal deberá resurgir voces, colectivos y dirigentes que,
desde abajo, desde esa Colombia sumergida logren encausar un proceso de
transformaciones a la medida de unas circunstancias especialmente
complejas. Allí deberán estar los jóvenes, mentes lúcidas y nuevas caras
inspiradoras de ese cambio tan anhelado. Y no sólo es el Congreso, es
todo el andamiaje decadente y espúreo el que habrá que reconstruir.
¿Cómo? He ahí la pregunta.