El comandante en Jefe de las FARC-EP. |
Timochenko no juega póker,
sino ajedrez
Por Camilo de los Milagros
La situación
de guerra abierta que se vive en la región desde hace varios años tiene picos
dramáticos. Llegó a límites desbordados cuando el Ejército mató a Alfonso Cano [1] . Antes hubo
puntos álgidos como la toma guerrillera de Toribío, desastre para el gobierno
Uribe y el ataque que un año atrás voló la estación de policía en esa
población. En medio del fuego cruzado y a diferencia de lo que sucede
prácticamente en todas las demás zonas de guerra, existe un tercer actor
organizado muy fuerte en el terreno: las comunidades indígenas hastiadas de la
confrontación que quieren ejercer la autonomía dentro de su territorio [2] . Los roces
con las FARC son muy conocidos, aunque el verdadero conflicto en la zona es con
el Ejército nacional, que toma represalias continuas contra estas comunidades
desarmadas por considerarlas “colaboradoras del terrorismo”, algo que no es
cierto.
Las represalias van desde quema de casas, destrucción de cultivos,
violaciones, confiscación de alimentos y asesinatos. Estos últimos reseñados
comúnmente como “errores militares”. El Ejército intentó asesinar una de las
máximas dirigentes indígenas del Cauca, Aída Quilcué, como venganza por las
masivas movilizaciones del 2008. Aunque la comunera salió ilesa, su esposo
Edwin Legarda murió abaleado en un retén militar [3] . Por otro
lado, podría hablarse mucho sobre el recelo de algunas autoridades indígenas
hacia las FARC -el origen del movimiento indígena moderno en la región proviene
justamente de una pugna con el Partido Comunista- pero hay dos aspectos
cruciales que los mandos guerrilleros calculan para su estrategia: el Cauca
sigue siendo una de las zonas más campesinas del país, con una tradición de
rebeldía favorable a sus fuerzas. Y es el corredor geográfico que conecta todas
sus zonas de influencia en el sur del país. Eso convierte la región en un
territorio irrenunciable, obviando la voluntad de las autoridades indígenas.
Tras la muerte
de Cano las FARC emprendieron una ofensiva que se extendió por varias regiones
del país. En ese contexto la situación en el Cauca acabó por salir de control,
hasta convertirse en un problema de opinión pública: la presión de la
ultraderecha pretende convertir la crisis en oportunidad para desacreditar al
mandatario y desear de nuevo el regreso de un presidente con “mano dura”. Juan
Manuel Santos, en una reacción inmediatista y mal calculada emprendió la peor
jugada de su gobierno: una arriesgada salida en falso para entablar un pulso
con los insurgentes, en vivo y en directo bajo la cobertura absoluta de los
medios. Santos tiene un estilo característico de hacer política: cierta fama de
jugador de Póker. Asume retos arriesgados sabiendo que puede ganar, no obstante
a veces pierde como con la reforma universitaria y la reforma a la justicia.
Apuesta a la paz y apuesta a la guerra. Insinúa diálogos con las guerrillas y
al otro día pide “más plomo” como solución. Insulta a los estudiantes pero luego
dice que si tuviera 20 años marcharía con ellos. Finge como todo buen
pokerista. Le juega al Uribismo y también es “el mejor amigo” de Chávez. Y así.
Guerrillero indígena y operador de la emisora. |
Siguiendo ese
método nefasto sacó un as de la manga: utilizar la guerra como espectáculo para
elevar su popularidad, y arrancó en helicóptero hacia el Cauca a demostrar, al
mejor estilo de cierto indeseable ex presidente, que es un gobernante fuerte al
frente del las Fuerzas Militares, en el corazón mismo del combate.
Pero se le
olvidó una cosa: la guerra no es un casino. Entonces perdió la apuesta.
La tropa lleva
más de seis años perdiendo la guerra en el Cauca; no existía ninguna evidencia
real que indicara que, con o sin presidente a bordo, dejaría de perderla. Y así
fue. El presidente llegó el 11 de julio a Toribío, epicentro de los
hostigamientos subversivos, con el propósito de simular un Consejo de
Ministros. De todas las montañas aledañas le hicieron tiros; en los noticieros
afirmaban que era “una estrategia de los terroristas más para llamar la atención
que para hacer daño”. Bajo esa lógica las trincheras de tres metros y los
tanques blindados que rodean la estación de policía también pretenden nada más
que llamar la atención. Una multitud de indígenas lo abuchearon a él y su
Ministro Juan Carlos Pinzón en la plaza pública gritándoles que se largaran,
hastiados de la guerra.
Los periodistas prefirieron entrevistar los
guerrilleros que mantenían un retén sobre la vía a menos de un kilómetro de
dónde el presidente se reunía con sus ministros. Había otros dos retenes
guerrilleros más abajo controlando la entrada y salida de vehículos en la
carretera que comunica el poblado con el resto del país. Sin embargo el
desastre sobrevino cuando, como a las dos de la tarde, hora en que el
presidente debía estar saboreando el fiasco en Toribío, los insurgentes
derribaron uno de los 25 aviones de combate Super Tucano que
respaldan las tropas terrestres, en jurisdicción de Jambaló, un pueblo a media
hora del lugar. Habrían podido tumbar el helicóptero del presidente, si
hubieran tenido suerte. La presencia del mandatario en la zona sólo sirvió para
que el fiasco se amplificara, resonando más alto de lo normal. Luego la sarta
de estupideces que repitieron por igual voceros del gobierno y periodistas
tratando de encubrir el hecho es simplemente grotesca.
La cola del Supertucan derribado Ahora quedan 24. |
Y después del
desastre la vergüenza: las tropas no pudieron llegar hasta el avión derribado
aunque estaban “a doscientos metros”. La guerrilla recogió los cadáveres de los
tripulantes, se los entregó a la Cruz Roja en otro sector, luego minó el
terreno, interceptó un helicóptero en Argelia (otro pueblo al sur del Cauca) y
continuó varios días más con los hostigamientos. Los indígenas expulsaron a las
tropas en distintas partes y desmontaron las bases militares. También fueron
hasta dónde estaba el Super Tucano destrozado, lo desarmaron y
se lo llevaron, con caja negra incluida. Los periódicos no encontraron otra
frase posible: humillación al Ejército. Y es verdad, pero es una humillación
que se repite hace años. Hay mucho de humillación en que los soldados tengan
que hacer sus necesidades en las mismas trincheras donde duermen y comen por
físico miedo a los hostigamientos, o que frente a las cámaras afirmen que no
pueden caminar de día porque la guerrilla les dispara de todos lados. O que
lloren como niños pequeños cuando confirman que el pueblo al que dicen defender
los odia con furia.
Santos intentó
hacer un pulso con la guerrilla en el Cauca y perdió antes de apretar. Los
subversivos juegan ajedrez, no Póker. En ese tablero polarizado que es la
guerra colombiana, el Cauca es un enroque estratégico calculado muy bien por
los mandos insurgentes, que no han logrado romper ni los bombardeos, ni la
inteligencia militar, ni una concentración desproporcionada de tropas, ni los
intentos de cooptar a la población. Lo único que consiguió el presidente con su
aventura de Toribío fue el ridículo, atrayendo más la atención de la opinión
pública sobre una situación que es crónica hace años. El Ministro Juan Carlos
Pinzón, ese niñito prepotente de mala cara, que por ser hijo de un militar se
cree estratega esclarecido aunque no haya visto un combate en su vida, quedó en
vergüenza por culpa de un anciano astuto, que según afirma El
Colombiano, ya ni siquiera es capaz de andar a pie: Miguel Pascuas [4] . Y
adicionalmente, por unos indígenas indomables que ven a todo Ejército dentro de
su territorio como continuador de la invasión que sufren hace cinco siglos.