domingo, 2 de junio de 2013

Paz sin victoria. Por Alfredo Molano Bravo.

Alfredo Molando
El acuerdo sobre tierras firmado en La Habana por el Gobierno y las Farc es un marco, aún genérico, que amojona no sólo los límites dentro de los cuales podrán moverse las partes para avanzar sobre otros puntos, sino la almendra que deberá ser molida para convertirse en artículos concretos del tratado que la negociación busca.

La gente —para usar el lenguaje del comunicado— esperaba un texto más específico que hablara, por ejemplo, de hectáreas, platas y fechas. Con prudencia los delegados no cayeron en ese campo minado que tienen preparado el uribismo, el paramilitarismo y los latifundistas. Algo se ha aprendido de las negociaciones pasadas, razón por la cual los términos usados por las partes son distintos.

En La Habana se respira un cierto escepticismo —lo que no sólo es explicable, sino sano—, pero también una decidida voluntad de resolver el problema agrario y, por tanto, de sentar una premisa para entrar a resolver problemas como las garantías, los cultivos ilícitos y, si se afina la mirada, hasta algunas formas de participación política futura. El texto está en obra gris, lo cual permite que floten muchos interrogantes: el acceso a la tierra, su uso, su disfrute, su gozo por parte de la “gente”, pero no se traza ninguna línea roja. Y no se habla sólo de tierra, sino también de los complementos económicos y jurídicos que permiten su explotación con un criterio social. De acuerdo con “la Constitución y la ley —agrega el comunicado— se formalizarán todos los predios que ocupan o posean los campesinos”. Este es sin duda el espacio legal abierto para las zonas de reserva campesina que es la fórmula ideal para proteger la economía y las culturas campesinas. Nada se sacaría con darles hoy tierra a los campesinos para que mañana, una vez valorizadas sus fincas, caigan en manos de los negociantes por el mero efecto de la ley de oferta y demanda. El acuerdo no habla de liquidar el latifundio, pero sí de crear mecanismos para solucionar conflictos originados en el uso del suelo. En este sentido es muy valiosa la creación de “una jurisdicción agraria para la protección de los derechos de propiedad con prevalencia del bien común”. Equivale a volver a los “jueces de a caballo” de López Pumarejo y a hacer énfasis en la función social de la propiedad, cuyo desconocimiento ha sido una de las causas de la tragedia. El desarrollo de los compromisos, la mayoría de los cuales –sospecho– están ya redactados, no se conocerá hasta que “todo esté acordado”, pero, como es lógico, su cumplimiento dependerá del poder que logre tener la guerrilla una vez se haya transformado en partido político.

Hay otras pistas esperanzadoras como la creación del Fondo Nacional de Tierras para la Paz. De entrada, ese fondo estaría constituido con los pocos baldíos que quedan, con los baldíos otorgados a dedo por “el paramilitarismo anidado en Incoder” —palabras de Juan Camilo Restrepo—, con las tierras confiscadas a los narcos —propiedades que deberían ser expropiadas sin contemplación—; con aquellas tierras que puedan ser adquiridas por la Nación a través de una reforma tributaria que ponga en vigor la renta presuntiva y, por tanto, la eventual reversión del derecho de propiedad sobre tierras indebidamente explotadas. Lo digo así porque si así no fuera, ¿para qué se acuerda la actualización catastral? ¿Sólo para sanear títulos y permitir el juego del capital financiero? No creo, la cosa va por otro lado. De manera, doctor Lafaurie, que vaya usted preparando un team de abogados litigantes que le sirva más a la causa de la ganadería extensiva e improductiva que un oportunista comité de campaña para la Presidencia.

Hay que señalar, por último, que este acuerdo es el primero que firman las Farc y el establecimiento sobre el tema agrario. Falta el trabajo de cincel, pero si este paso es seguido de los cinco que faltan, el camino hacia una “paz sin victoria” quedaría despejado.

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