Francisco G.S. |
Por: Francisco
Gutiérrez Sanín, El Espectador
27 Jun 2013 / En su artículo sobre “Las razones contra la
constituyente”, Eduardo Posada Carbó (El Tiempo, 21/06/2013) dice lo siguiente:
“Me parece así mismo débil argumentar contra la constituyente porque dizque se
convertiría en el escenario de una contrarreforma orquestada por la extrema
derecha. Aceptado el mecanismo, ¿cómo objetar de antemano la eventual decisión
de quienes logren tal vez conquistar las mayorías?”.
Débil es la
contraargumentación de Eduardo. En primer lugar, se dirige contra lo que se
llama en inglés un straw man, un argumento que no ha propuesto nadie, para
después desbaratarlo. Por supuesto que la secuencia no consiste en plantear la
constituyente, y después decidir si efectivamente se convoca o no de acuerdo a
los resultados. Eso no sólo sería antidemocrático, sino sencillamente tonto.
No. La idea es ver cómo están distribuidas las preferencias dentro de la
población, para imaginar los escenarios probables que resulten de la
convocatoria, y después preguntarse por la conveniencia o no de usar el
mecanismo. La política concreta es normativa, pero también, necesariamente,
estratégica y orientada a las consecuencias. Ningún analista serio, ni ningún
político práctico, puede darse el lujo de plantear una propuesta sin detenerse
a pensar cuál es el resultado probable de lo que está promoviendo. Cuando las
Farc dicen que en la constituyente cabrían los uribistas, eso está muy bien,
porque expresa un espíritu democrático, y además simple y llano realismo.
Porque, francamente, no veo cómo sacar del sistema a la mitad, o quizás más, de
la población (y aunque fuera posible, sería completamente indeseable). Pero una
cosa es que quepan —cosa indudable, tanto desde la perspectiva de la democracia
como desde la del simple realismo—, y otra es ofrecerles a líderes con
proclividades autoritarias y violentas un escenario donde puedan torcer las
reglas de juego a su favor y desmontar políticas públicas cruciales para el
desarrollo y la paz de este país.
Eduardo ofrece
un gesto de escepticismo frente a este peligro: “dizque se convertiría en un
escenario de una contrarreforma orquestada por la extrema derecha” (“dizque”
significa, de acuerdo con la Real Academia, “murmuración, dicho”; en la otra
acepción, “supuestamente”). Creo que vale la pena convertir el gesto en un
argumento explícito. Se puede poner en duda: a) la existencia de una extrema
derecha en Colombia, y/o b) que ella se oponga al esfuerzo de redistribución de
tierras, a la reparación de las víctimas y a la paz. Con mucho gusto abordaré,
si Eduardo lo quiere, un debate sobre cualquiera de los dos puntos. Creo que
hay una masa enorme de evidencias sobre el primero. La parapolítica estuvo
claramente sobrerrepresentada en el uribismo en la primera década de este
siglo, y éste adelantó una política que consistentemente llevó a posiciones
claves dentro del Estado a elementos extremos, y a menudo conectados
orgánicamente con la criminalidad. Algunos de los líderes destacados del
uribismo desarrollaron una ideología que abiertamente hacía la apología del
proyecto paramilitar. Por ejemplo, Fernando Londoño (quien fuera, según
recordará Eduardo, ministro del Interior) escribió una columna de apología a
Carlos Castaño, sosteniendo que sólo lo había dañado su cercanía con el narco. “Es
hora —concluyó— de que resucite su elemental pero preciso ideario [el de
Castaño, FG], la única manera de recuperar el alcance y la legitimidad de la
paz” (ver http://www.semana.com/nacion/articulo/la-polemica-columna-fernando-londono/341657-3).
Que la fuerza
política que ha anidado a toda esta gente ha hecho de la oposición a la Ley de
Víctimas, a la paz con la guerrilla y a los esfuerzos de reparación adelantados
desde el Estado y la sociedad el punto central de su programa es también
público, y se puede documentar fácilmente. No se trata de una murmuración, o de
un caprichoso supuesto.