Alfredo Molando |
La gente —para
usar el lenguaje del comunicado— esperaba un texto más específico que hablara,
por ejemplo, de hectáreas, platas y fechas. Con prudencia los delegados no
cayeron en ese campo minado que tienen preparado el uribismo, el
paramilitarismo y los latifundistas. Algo se ha aprendido de las negociaciones
pasadas, razón por la cual los términos usados por las partes son distintos.
En La Habana se
respira un cierto escepticismo —lo que no sólo es explicable, sino sano—, pero
también una decidida voluntad de resolver el problema agrario y, por tanto, de
sentar una premisa para entrar a resolver problemas como las garantías, los
cultivos ilícitos y, si se afina la mirada, hasta algunas formas de
participación política futura. El texto está en obra gris, lo cual permite que
floten muchos interrogantes: el acceso a la tierra, su uso, su disfrute, su
gozo por parte de la “gente”, pero no se traza ninguna línea roja. Y no se
habla sólo de tierra, sino también de los complementos económicos y jurídicos
que permiten su explotación con un criterio social. De acuerdo con “la
Constitución y la ley —agrega el comunicado— se formalizarán todos los predios
que ocupan o posean los campesinos”. Este es sin duda el espacio legal abierto
para las zonas de reserva campesina que es la fórmula ideal para proteger la
economía y las culturas campesinas. Nada se sacaría con darles hoy tierra a los
campesinos para que mañana, una vez valorizadas sus fincas, caigan en manos de
los negociantes por el mero efecto de la ley de oferta y demanda. El acuerdo no
habla de liquidar el latifundio, pero sí de crear mecanismos para solucionar
conflictos originados en el uso del suelo. En este sentido es muy valiosa la
creación de “una jurisdicción agraria para la protección de los derechos de
propiedad con prevalencia del bien común”. Equivale a volver a los “jueces de a
caballo” de López Pumarejo y a hacer énfasis en la función social de la
propiedad, cuyo desconocimiento ha sido una de las causas de la tragedia. El
desarrollo de los compromisos, la mayoría de los cuales –sospecho– están ya
redactados, no se conocerá hasta que “todo esté acordado”, pero, como es
lógico, su cumplimiento dependerá del poder que logre tener la guerrilla una
vez se haya transformado en partido político.
Hay otras
pistas esperanzadoras como la creación del Fondo Nacional de Tierras para la
Paz. De entrada, ese fondo estaría constituido con los pocos baldíos que
quedan, con los baldíos otorgados a dedo por “el paramilitarismo anidado en
Incoder” —palabras de Juan Camilo Restrepo—, con las tierras confiscadas a los
narcos —propiedades que deberían ser expropiadas sin contemplación—; con
aquellas tierras que puedan ser adquiridas por la Nación a través de una
reforma tributaria que ponga en vigor la renta presuntiva y, por tanto, la
eventual reversión del derecho de propiedad sobre tierras indebidamente
explotadas. Lo digo así porque si así no fuera, ¿para qué se acuerda la
actualización catastral? ¿Sólo para sanear títulos y permitir el juego del
capital financiero? No creo, la cosa va por otro lado. De manera, doctor
Lafaurie, que vaya usted preparando un team de abogados litigantes que le sirva
más a la causa de la ganadería extensiva e improductiva que un oportunista
comité de campaña para la Presidencia.
Hay que
señalar, por último, que este acuerdo es el primero que firman las Farc y el
establecimiento sobre el tema agrario. Falta el trabajo de cincel, pero si este
paso es seguido de los cinco que faltan, el camino hacia una “paz sin victoria”
quedaría despejado.
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