Las palabras de este controvertido señor me hicieron
recordar un viaje que realicé a la zona del Caguán cuando estaba en curso el
famoso Plan Patriota.
Por Marta Ruiz, Revista Semana.
Hace unas pocas
semanas un general de la República que goza de buen retiro, Jaime Ruiz Barrera,
dijo en el Congreso, y luego en los micrófonos de la radio, que, palabra más,
palabras menos, el senador comunista Manuel Cepeda, asesinado hace casi 20 años
por sicarios al servicio de paramilitares, era un guerrillero de las FARC. Ese
día quedó claro que Ruiz, que lleva sobre sus hombros la representación de los
oficiales retirados, no puede distinguir entre un civil de filiación comunista
y un guerrillero de un ejército insurgente.
¿Pensará este
general que Manuel Cepeda era un blanco legítimo en la guerra?
Las palabras de
este controvertido señor me hicieron recordar un viaje que realicé a la zona
del Caguán cuando estaba en curso el famoso Plan Patriota, a mediados de la
década pasada.
Un general que
en aquel entonces comandaba la Fuerza Tarea Omega me señaló una decena de
recolectores de hoja de coca que acababan de ser capturados y me dijo muy
convencido: “Son milicianos”. ¿Cómo lo sabe? le pregunté. Para mí eran simples
raspachines. Gente “llevada” que termina en lo profundo de la selva ganándose
unos pesos, exponiendo su pellejo y su libertad en una actividad ilícita. Él me
aclaró, de manera condescendiente, que mi percepción era ingenua. Que dada su
experiencia en esa manigua, cultivadores de coca y milicianos eran la misma
cosa.
Tenía, en el
lenguaje del nuevo fuero, la convicción errada e invencible de que estos
paupérrimos campesinos eran parte de un grupo armado, a pesar de que en
realidad eran su carne de cañón.
Recuerdo
también que cuando estalló el escándalo de los falsos positivos en el 2008,
hablé telefónicamente con un brigadier general al mando de tropas en Norte de
Santander. Cuando le pregunté por los muchachos de Soacha que habían aparecido
como muertos en combate en su jurisdicción, me respondió sin vacilación: “No
eran angelitos ni estaban cogiendo café”.
Estupefacta le
pedí que me hablara de las circunstancias en las que habían muerto, que eran lo
que me interesaba. No obstante, a él sólo le interesaba dejar claro que los
muchachos eran parte de una banda de ladrones de Bogotá que tenía azotada la
sociedad de Ocaña. Estaba convencido de manera errada e invencible de que los
ejecutados eran un “blanco legítimo”.
Si esto es lo
que piensan algunos generales muy influyentes, ¿qué se puede esperar de la
tropa? ¿Pueden realmente diferenciar un combatiente de uno que no lo es? ¿Saber
que es un civil que participa en hostilidades? ¿La situación temporal y puntual
que convierte un civil en blanco legítimo?
Permítanme
dudarlo. Y encender las alarmas sobre los riesgos intrínsecos del fuero militar
aprobado esta semana en el Congreso por una aplastante mayoría.
Primero que
todo, el fuero traiciona la esencia del derecho internacional humanitario, que
es garantizar la mayor protección de los civiles en la guerra. Lo que ha hecho
esta ley es recortar esta protección, con la excusa de ofrecer una mayor
garantía jurídica a las Fuerzas Militares.
El fuero
interpreta de manera abusiva y torcida el DIH. Abusiva porque según la doctrina
internacional, el Comité Internacional de la Cruz Roja es el organismo al que
se le ha delegado esta interpretación. Y torcida porque la ley aprobada olvida
el principio básico de humanidad, al privilegiar de manera inexplicable y
aislada el principio de necesidad militar.
El summum de
esta violación de principios es la manera como se acoge la figura del blanco
legítimo, que establece como parte del enemigo los civiles que participan
directamente en hostilidades.
¿Quién decide
si un civil está implicado directamente en hostilidades? ¿Altos oficiales como
los tres que describí al principio de esta columna? ¿Con base en los criterios
“invencibles” que ellos exponen?
Otros dos
problemas que veo en el fuero militar es el contexto en el que está aprobado y
quién lo aplicará.
El contexto es
el de un país que por primera vez abraza en serio el sueño de ponerle fin a la
guerra por la vía del diálogo. Algo en lo que la propia cúpula militar dice
estar de acuerdo. Y lo aplicará una institución castrense que, tristemente, se
niega a abandonar la doctrina del enemigo interno y su arraigado anticomunismo.
Una institución que en un alto porcentaje confunde adversario y opositor, con
enemigo. Una institución fuertemente ideologizada.
El fuero
ampliado que se aprobó es anacrónico y alberga inmensas zonas grises. Aun así,
el problema de fondo no es su articulado, sino la doctrina, el pensamiento y la
visión estratégica de quienes lo pondrán en práctica. Su apego a la guerra como
fuente de poder.