lunes, 1 de abril de 2013

Cali: ¿Una guerra ajena? Ejecuciones y política estatal



Colombia: Un país donde la guerra parece no tener fin





Agencia Prensa Rural, tomado de Razón Pública

Los asesinatos recientes en centros comerciales son apenas la punta del iceberg: a falta de una política de seguridad ciudadana, florece la industria de la violencia alimentada por quienes pagan por matar.


El asesinato de cuatro personas en dos centros comerciales de Cali, a plena luz del día, el jueves 28 de febrero, llevó al alcalde de la ciudad a reconocer que había sido el peor día de su administración y a declarar que esos muertos eran producto de una guerra “ajena” o “alquilada”, importada de otras tierras, no muy lejanas, por cierto.
Pero esta guerra realmente no es ajena: el narcotráfico es un negocio global, que se desarrolla en el contexto de la guerra militar y judicial contra las drogas. No tiene territorios fijos. Ocupa y transforma todas las ciudades y regiones donde encuentra asiento. Y desde hace varias décadas, Cali hace parte integral del circuito global del narcotráfico.
Y es que – además-, no todo se reduce al narcotráfico. Hay algo más que ni el alcalde, ni el gobierno nacional, ni sus expertos mencionan: la guerra entre narcotraficantes se ha extendido — por intermedio de las bandas criminales — a actividades económicas, a regiones y a ciudades enteras, convirtiéndose en un fenómeno social de consecuencias gravísimas.
Solución equivocada
El despiste de las autoridades locales y nacionales se nota fácilmente en el carácter de los remedios que intentan. Ese mismo jueves, el alcalde lanzó la solución providencial: un bloque de búsqueda, o cuerpo élite, que se encargue de perseguir a los capos que están detrás del estallido de violencia ocurrido en Cali y en varias ciudades del Valle, en lo corrido de este año.
Desde Bogotá llegó el nombre providencial “Grupo interinstitucional contra objetivos de alto valor”. La idea es tan vieja como la guerra que el Estado colombiano, la DEA, y varias organizaciones criminales libraron, con resultados ambiguos, contra Pablo Escobar, por intermedio del célebre bloque de búsqueda.
No hay duda de que — hace casi 20 años — el capo fue efectivamente liquidado sobre el techo de una casa de clase media en Medellín. Pero tampoco hay duda alguna acerca de lo que ocurrió después: alianzas entre narcotraficantes, paramilitares y pandilleros, y entre criminales y miembros de las fuerzas de policía y militares, condujeron a la reproducción paralela y articulada de nuevas organizaciones de narcotraficantes y de múltiples bandas de sicarios y extorsionistas en ciertas ciudades del país.
Cali es una de ellas. Como también Medellín, Tuluá, Buenaventura, Palmira y, en menor medida, Bogotá. En todas ellas, el Estado colombiano — aliado a las autoridades de Estados Unidos — ha puesto en marcha la estrategia de detectar, perseguir y golpear a los jefes visibles de las organizaciones de narcotraficantes. En esa tarea ha tenido éxito: así lo confirma la larga lista de capos apresados, rendidos, muertos, detenidos o libres después de pagar cortas condenas en Estados Unidos.
Lo que queda por fuera de esta historia de éxitos es la impresionante capacidad de reproducción, tanto del narcotráfico, como de las bandas de sicarios encargadas de regular las relaciones entre los narcotraficantes: mientras un capo resulta muerto o capturado, o se rinde ante las autoridades de Estados Unidos, varias organizaciones — nuevas o producto de la recombinación de las antiguas — ya están ensayando nuevas rutas, revitalizando contactos perdidos y arriesgando sus capitales en otros negocios.
El negocio está cambiando
Pero esa no es toda la historia. Si lo fuera, no habría modo de explicar por qué esta guerra “alquilada” — como la llama el alcalde — ha penetrado la tranquilidad de las tardes caleñas.
La estrategia combinada de persecución feroz en Colombia y negociación en Estados Unidos ha modificado las condiciones de reproducción del negocio y de sus actividades criminales conexas en todas las ciudades y regiones donde actúan el narcotráfico y el crimen organizado.
La guerra entre distintas organizaciones de narcotraficantes por el control de territorios, de capitales y por causa de delaciones, ha llevado a la eliminación de intermediarios y de contactos importantes para el negocio en su conjunto, haciendo disminuir el valor agregado de la actividad y la cantidad de dinero disponible para pagar las bandas encargadas de la regulación violenta del narcotráfico y de otros negocios ilegales.
Las bandas de sicarios y las oficinas especializadas en eliminar enemigos, deudores y acreedores, debieron buscar nuevas fuentes de ingresos: la extorsión comenzó a crecer en todo el país, extendiendo la violencia a negocios antes impensados. Todo comenzó a ser extorsionado: desde el transporte hasta el comercio minorista, pasando por la pequeña producción y el llamado micro–tráfico.
Con tantas armas, tanto conocimiento criminal, tantos muchachos dispuestos a matar por unos pocos pesos, y tan poco dinero circulando por las vías regulares, la debacle que ahora tocó la paz de los centros comerciales, no es un fenómeno ni sorprendente ni foráneo. De hecho, en Cali, desde hace mucho tiempo, las víctimas caen en donde es posible encontrarlas y en donde es más fácil eliminarlas, incluyendo los centros comerciales.
Tanto en Chipichape como en Palmetto ya habían ocurrido otros asesinatos. Como ocurren, y han ocurrido, en bares, discotecas, semáforos, autopistas, andenes, librerías, salones de belleza y colegios, y en todo lugar donde las víctimas resulten vulnerables.
¿Quiénes pagan por matar?
Pero eso es sólo lo incidental y anecdótico. Lo que en verdad importa es cómo una ciudad como Cali llegó a tener tantas bandas de sicarios, cómo las pandillas de barrio se convirtieron en piezas de un engranaje criminal mayor y cómo muchos ciudadanos pagan por matar.
No sólo los narcotraficantes. Pagan por matar los extorsionistas, las víctimas de los extorsionistas, los deudores que no quieren pagar, los acreedores a quienes no les han pagado, y quienes simplemente encuentran incómodo lo que alguien esté haciendo.
No son cien o doscientos jóvenes dedicados, por error, a estas actividades criminales. Son miles de jóvenes organizados, unidos a través de vínculos económicos a organizaciones de narcotraficantes y a miles de ciudadanos que pagan por usar la violencia contra otros. Es un sistema social que ha crecido en forma virulenta en los últimos años.
La Policía lo sabe muy bien, pero no usa la información de inteligencia para desarrollar las estrategias apropiadas. No es su culpa: hasta ahora, las estrategias estatales contra el crimen organizado y su proliferación se han concentrado en la persecución de “los objetivos de alto valor”, olvidando los mecanismos profundos que explican su crecimiento, su peligrosidad y su retroalimentación.
Hoy, en lugar de grandes capos, tenemos muchos jefes pequeños y miles de pandillas, de organizaciones y de bandas que se disputan unos excedentes económicos disminuidos por el éxito de la estrategia global contra el narcotráfico.
El peor de los mundos
Mientras el Estado colombiano optó por concentrar sus mejores hombres y estrategas en la persecución de los grandes capos y en desmantelar las organizaciones visibles de narcotraficantes, la seguridad ciudadana ha quedado reducida a una lista de buenos deseos y de fórmulas inútiles.
Peor aún: los esfuerzos de las unidades de élite de la Policía Nacional hacen parte de la justicia supranacional que se ha ido conformando en silencio en el marco de la guerra global contra las drogas.
En lo que respecta al narcotráfico, el Estado colombiano cedió su papel como administrador de justicia a Estados Unidos. No sólo los narcotraficantes son sistemáticamente extraditados y juzgados en Estados Unidos, sino que tanto la política criminal como la justicia penal, prácticamente desaparecieron en materia de narcotráfico y de las actividades criminales conexas. Las condenas efectivas están basadas en la admisión del delito, sin ningún esclarecimiento de lo ocurrido.
Hoy tenemos la peor situación posible: una vez extraditados, muertos o protegidos los grandes capos del narcotráfico, nos quedó la herencia de las cientos de bandas criminales activas que luchan entre sí por menores ingresos, y dominan la vida de regiones y ciudades.
Falta una política de seguridad ciudadana
El crimen se ha hecho más barato y abundante, con una oferta casi ilimitada de jóvenes pobres y sin opciones, que tienen como escuela de formación las pandillas y las bandas de barrio, articuladas con organizaciones de sicarios y la demanda social por ejecuciones.
La cuestión está en romper los vínculos que unen a los jóvenes más vulnerables con esas organizaciones criminales, que atienden la demanda creciente. Algo que sólo es posible con una política de seguridad ciudadana de largo plazo.
Sin sistema de justicia propio, sin investigación criminal, sin políticas sociales de largo plazo, y con las mismas viejas ideas de otras épocas, la perspectiva para Cali no puede ser peor.
Durante décadas, los defensores del modelo epidemiológico de criminalidad pontificaron que el crimen organizado no importaba, que el homicidio era producto de unos cuantos factores de riesgo, agrupados bajo el rótulo de “intolerancia”. Ahora, cuando su existencia es innegable, lo convirtieron en un fenómeno “ajeno” y “alquilado”. En ambas versiones, sólo pierden Cali y sus ciudadanos.