Colombia: Un país donde la guerra parece no tener fin |
Agencia
Prensa Rural, tomado de Razón Pública
Los
asesinatos recientes en centros comerciales son apenas la punta del iceberg:
a falta de una política de seguridad ciudadana, florece la industria de la
violencia alimentada por quienes pagan por matar.
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El asesinato de
cuatro personas en dos centros comerciales de Cali, a plena luz del día, el
jueves 28 de febrero, llevó al alcalde de la ciudad a reconocer que había sido
el peor día de su administración y a declarar que esos muertos eran producto de
una guerra “ajena” o “alquilada”, importada de otras tierras, no muy lejanas,
por cierto.
Pero esta guerra
realmente no es ajena: el narcotráfico es un negocio global, que se desarrolla
en el contexto de la guerra militar y judicial contra las drogas. No tiene
territorios fijos. Ocupa y transforma todas las ciudades y regiones donde
encuentra asiento. Y desde hace varias décadas, Cali hace parte integral del
circuito global del narcotráfico.
Y es que –
además-, no todo se reduce al narcotráfico. Hay algo más que ni el alcalde, ni
el gobierno nacional, ni sus expertos mencionan: la guerra entre
narcotraficantes se ha extendido — por intermedio de las bandas criminales — a
actividades económicas, a regiones y a ciudades enteras, convirtiéndose en un
fenómeno social de consecuencias gravísimas.
Solución
equivocada
El despiste de
las autoridades locales y nacionales se nota fácilmente en el carácter de los
remedios que intentan. Ese mismo jueves, el alcalde lanzó la solución
providencial: un bloque de búsqueda, o cuerpo élite, que se encargue de perseguir
a los capos que están detrás del estallido de violencia ocurrido en Cali y en
varias ciudades del Valle, en lo corrido de este año.
Desde Bogotá
llegó el nombre providencial “Grupo interinstitucional contra objetivos de alto
valor”. La idea es tan vieja como la guerra que el Estado colombiano, la DEA, y
varias organizaciones criminales libraron, con resultados ambiguos, contra
Pablo Escobar, por intermedio del célebre bloque de búsqueda.
No hay duda de
que — hace casi 20 años — el capo fue efectivamente liquidado sobre el techo de
una casa de clase media en Medellín. Pero tampoco hay duda alguna acerca de lo
que ocurrió después: alianzas entre narcotraficantes, paramilitares y
pandilleros, y entre criminales y miembros de las fuerzas de policía y militares,
condujeron a la reproducción paralela y articulada de nuevas organizaciones de
narcotraficantes y de múltiples bandas de sicarios y extorsionistas en ciertas
ciudades del país.
Cali es una de
ellas. Como también Medellín, Tuluá, Buenaventura, Palmira y, en menor medida,
Bogotá. En todas ellas, el Estado colombiano — aliado a las autoridades de
Estados Unidos — ha puesto en marcha la estrategia de detectar, perseguir y
golpear a los jefes visibles de las organizaciones de narcotraficantes. En esa
tarea ha tenido éxito: así lo confirma la larga lista de capos apresados,
rendidos, muertos, detenidos o libres después de pagar cortas condenas en
Estados Unidos.
Lo que queda por
fuera de esta historia de éxitos es la impresionante capacidad de reproducción,
tanto del narcotráfico, como de las bandas de sicarios encargadas de regular
las relaciones entre los narcotraficantes: mientras un capo resulta muerto o
capturado, o se rinde ante las autoridades de Estados Unidos, varias
organizaciones — nuevas o producto de la recombinación de las antiguas — ya
están ensayando nuevas rutas, revitalizando contactos perdidos y arriesgando
sus capitales en otros negocios.
El negocio
está cambiando
Pero esa no es
toda la historia. Si lo fuera, no habría modo de explicar por qué esta guerra
“alquilada” — como la llama el alcalde — ha penetrado la tranquilidad de las
tardes caleñas.
La estrategia
combinada de persecución feroz en Colombia y negociación en Estados Unidos ha
modificado las condiciones de reproducción del negocio y de sus actividades
criminales conexas en todas las ciudades y regiones donde actúan el
narcotráfico y el crimen organizado.
La guerra entre
distintas organizaciones de narcotraficantes por el control de territorios, de
capitales y por causa de delaciones, ha llevado a la eliminación de
intermediarios y de contactos importantes para el negocio en su conjunto,
haciendo disminuir el valor agregado de la actividad y la cantidad de dinero
disponible para pagar las bandas encargadas de la regulación violenta del
narcotráfico y de otros negocios ilegales.
Las bandas de
sicarios y las oficinas especializadas en eliminar enemigos, deudores y
acreedores, debieron buscar nuevas fuentes de ingresos: la extorsión comenzó a
crecer en todo el país, extendiendo la violencia a negocios antes impensados.
Todo comenzó a ser extorsionado: desde el transporte hasta el comercio
minorista, pasando por la pequeña producción y el llamado micro–tráfico.
Con tantas armas,
tanto conocimiento criminal, tantos muchachos dispuestos a matar por unos pocos
pesos, y tan poco dinero circulando por las vías regulares, la debacle que
ahora tocó la paz de los centros comerciales, no es un fenómeno ni sorprendente
ni foráneo. De hecho, en Cali, desde hace mucho tiempo, las víctimas caen en donde
es posible encontrarlas y en donde es más fácil eliminarlas, incluyendo los
centros comerciales.
Tanto en
Chipichape como en Palmetto ya habían ocurrido otros asesinatos. Como ocurren,
y han ocurrido, en bares, discotecas, semáforos, autopistas, andenes,
librerías, salones de belleza y colegios, y en todo lugar donde las víctimas
resulten vulnerables.
¿Quiénes pagan
por matar?
Pero eso es sólo
lo incidental y anecdótico. Lo que en verdad importa es cómo una ciudad como
Cali llegó a tener tantas bandas de sicarios, cómo las pandillas de barrio se
convirtieron en piezas de un engranaje criminal mayor y cómo muchos ciudadanos
pagan por matar.
No sólo los
narcotraficantes. Pagan por matar los extorsionistas, las víctimas de los
extorsionistas, los deudores que no quieren pagar, los acreedores a quienes no
les han pagado, y quienes simplemente encuentran incómodo lo que alguien esté
haciendo.
No son cien o
doscientos jóvenes dedicados, por error, a estas actividades criminales. Son
miles de jóvenes organizados, unidos a través de vínculos económicos a
organizaciones de narcotraficantes y a miles de ciudadanos que pagan por usar
la violencia contra otros. Es un sistema social que ha crecido en forma
virulenta en los últimos años.
La Policía lo
sabe muy bien, pero no usa la información de inteligencia para desarrollar las
estrategias apropiadas. No es su culpa: hasta ahora, las estrategias estatales
contra el crimen organizado y su proliferación se han concentrado en la
persecución de “los objetivos de alto valor”, olvidando los mecanismos
profundos que explican su crecimiento, su peligrosidad y su retroalimentación.
Hoy, en lugar de
grandes capos, tenemos muchos jefes pequeños y miles de pandillas, de
organizaciones y de bandas que se disputan unos excedentes económicos
disminuidos por el éxito de la estrategia global contra el narcotráfico.
El peor de los
mundos
Mientras el
Estado colombiano optó por concentrar sus mejores hombres y estrategas en la
persecución de los grandes capos y en desmantelar las organizaciones visibles
de narcotraficantes, la seguridad ciudadana ha quedado reducida a una lista de
buenos deseos y de fórmulas inútiles.
Peor aún: los
esfuerzos de las unidades de élite de la Policía Nacional hacen parte de la
justicia supranacional que se ha ido conformando en silencio en el marco de la
guerra global contra las drogas.
En lo que
respecta al narcotráfico, el Estado colombiano cedió su papel como
administrador de justicia a Estados Unidos. No sólo los narcotraficantes son
sistemáticamente extraditados y juzgados en Estados Unidos, sino que tanto la
política criminal como la justicia penal, prácticamente desaparecieron en
materia de narcotráfico y de las actividades criminales conexas. Las condenas efectivas
están basadas en la admisión del delito, sin ningún esclarecimiento de lo
ocurrido.
Hoy tenemos la
peor situación posible: una vez extraditados, muertos o protegidos los grandes
capos del narcotráfico, nos quedó la herencia de las cientos de bandas
criminales activas que luchan entre sí por menores ingresos, y dominan la vida
de regiones y ciudades.
Falta una
política de seguridad ciudadana
El crimen se ha
hecho más barato y abundante, con una oferta casi ilimitada de jóvenes pobres y
sin opciones, que tienen como escuela de formación las pandillas y las bandas
de barrio, articuladas con organizaciones de sicarios y la demanda social por
ejecuciones.
La cuestión está
en romper los vínculos que unen a los jóvenes más vulnerables con esas
organizaciones criminales, que atienden la demanda creciente. Algo que sólo es
posible con una política de seguridad ciudadana de largo plazo.
Sin sistema de
justicia propio, sin investigación criminal, sin políticas sociales de largo
plazo, y con las mismas viejas ideas de otras épocas, la perspectiva para Cali
no puede ser peor.
Durante décadas,
los defensores del modelo epidemiológico de criminalidad pontificaron que el
crimen organizado no importaba, que el homicidio era producto de unos cuantos
factores de riesgo, agrupados bajo el rótulo de “intolerancia”. Ahora, cuando
su existencia es innegable, lo convirtieron en un fenómeno “ajeno” y
“alquilado”. En ambas versiones, sólo pierden Cali y sus ciudadanos.