Yezid Arteta Dávila
Lunes 1ro de abril
de 2013
Es la bonanza que nos llega. Con estas
palabras describió un pastor evangélico a la Unión Patriótica cuando la bola
llegó hasta las cumbres de la cordillera occidental caucana. Eso sucedió en un
remoto caserío del municipio del Patía, a mediados de los ochenta, cuando los
frentes de las FARC seguían a rajatablas la tregua ordenada por Manuel
Marulanda Vélez desde su cuartel general.
Las FARC se tomaron en serio el proceso
de paz iniciado por el presidente Belisario Betancur en su primer año de
mandato. La Unión Patriótica era una puerta para quienes habíamos optado por la
lucha guerrillera y creíamos de buena fe que había llegado el momento de dejar
los fierros y confiar en la legalidad. En cambio, para una franja importante de
colombianas y colombianos, la Unión Patriótica era una respuesta esperanzadora
y competente para romper la hegemonía de los dos grandes partidos que se
quedaron con todo el pastel y no le dejaron ni una molécula en la mesa a
quienes decían no pertenecer al liberalismo o al conservatismo.
El Palacio de Justicia, calcinado y
humeante, luego de la absurda toma del M-19 y la nihilista retoma de las tropas
oficiales, era el más vivo y apocalíptico retrato de la capital colombiana que,
durante aquellos días, acogía a más de 3.000 delegados. Toda la gente que
llegaba desde los cuatro puntos cardinales del país iba con un solo propósito:
crear un nuevo partido político. Era el tiempo de la Unión Patriótica. El
teatro Jorge Eliécer Gaitán fue la cuna del primer congreso. Allí los delegados
aprobaron por aclamación un programa político de veinte puntos, de los cuales
algunos fueron asumidos por la Nación años después, tales como la convocatoria
de una Asamblea Nacional Constituyente y la elección popular de gobernadores y
alcaldes.
Es absurdo mirar a través de los
cristales del siglo XXI los sucesos relacionados con la Unión Patriótica. Lo
recomendable es emplear unos lentes modelo 1985 para evitar imágenes borrosas o
distorsionadas. Colombia era gobernada entonces a través del Estado de Sitio
permanente y los tribunales militares juzgaban a los civiles acusados de
“subvertir el orden”. Un parágrafo del artículo 120 de la Carta Constitucional
dividía a la sociedad en ciudadanos de primera y segunda clase. Los primeros,
liberales y conservadores, dominaban por mandato legal toda la estructura
ejecutiva del Estado y los segundos tenían derecho al voto pero no podían
gobernar.
Batallando contra un laberinto de leyes
restrictivas y antidemocráticas nace la Unión Patriótica. Mientras sus
integrantes creían posible cambiar el statu quo a través del encanto que
despertaba su programa transformador, otros en cambio, de noche y desde las
cloacas, iban preparando una olla podrida para cocinar y pulverizar a los
“enemigos del régimen”, mientras enseñaban a la luz del día, teoría
constitucional en las facultades de derecho y citaban a Maurice Duverger.
En el mundo de las FARC los diálogos con
el gobierno de Betancur eran vistos con entusiasmo. Jacobo Arenas y otros
cuadros de la organización reunían cualidades para ganar el sufragio de la
ciudadanía. Hacia allá iban las FARC. Hacia la política abierta hasta que la
matanza de líderes de la Unión Patriótica las hizo recular. Vuélvanse a las
montañas porque nos van a exterminar, se corrió la voz entre las distintas
estructuras de la guerrilla. Vuélvanse que es una trampa, coreaban los
estafetas. Quién preparó la trampa. Quién ordenó la matanza. Quién se cargó el
proceso de paz con las FARC. Quién ordenó sacar de la contienda política a la
Unión Patriótica. Un largo etcétera de preguntas y pocas respuestas hasta
ahora.
Las FARC hubieran podido llegar a la
Unión Patriótica. No llegaron porque hubo potencias activas, enroscadas en distintas
esferas del poder, que lo impidieron. Fuerzas que hicieron suya la temeraria
teoría del “enemigo interno”, y de este modo, obtuvieron luz verde para barrer
a la oposición de izquierda por los medios que fueran, sin descartar por
supuesto, el asesinato selectivo.
Recuerdo que asistí al primer congreso de
la Unión Patriótica y recibí mi acreditación de delegado en la sede del Concejo
de Bogotá, donde funcionaba la comisión de credenciales. Llegué a Bogotá con
los brazos arañados porque días antes me había extraviado con una comisión de
guerrilleros en un nudo selvático del municipio de El Tambo, Cauca, y nos tocó
batallar contra las zarzas para salir de allí. Eran otros tiempos. Éramos una
organización modesta en hombres y recursos.
Sobre uno de mis hombros colgaba una
carabina M-1 recortada y buena parte de los integrantes del frente guerrillero
lucían bluyines e iban armados con escopetas y revólveres. Pensar que la
guerrilla podía tomarse el poder con lo que tenía en ese entonces es uno de los
más extravagantes disfraces que se emplearon como excusa para tirarse el
proceso de paz que había comenzado con expectativa en el desfiladero del río
Duda.
Cuando transcurrían los primeros meses de
la tregua, volví del congreso de la Unión Patriótica y participé en varios
actos públicos porque todo indicaba que ya nos quedaba poco tiempo en el monte,
puesto que parecía inminente y palpable el anhelado espacio que permitiera a la
guerrilla saltar a la arena política sin recurrir a las armas. Así pensábamos en
la guerrilla pero no pensaban lo mismo quienes estaban empeñados en que la
guerra fría se definiera en favor de Washington e hicieron toda suerte de
diabluras para que el proceso fracasara y así quedar con las manos libres para
ensañarse contra la gente de la Unión Patriótica.
Cuando estuve en Argelia, Cauca, sin
armas, participando en una concentración política me llamó la atención la
ambivalencia de los miembros de la policía que merodeaban el acto, ya que
algunos de ellos se comprometieron a protegerme y otros por el contrario
querían impedir mi participación. Así funcionaba la tregua en los teatros de
operaciones. Unos militares dispuestos a cumplirla y otros empeñados en
reventarla. La cuerda no aguantó el peso y al final se reventó.
Los campesinos del Macizo Colombiano y de
la alta y media bota caucana que fueron a escuchar a Jaime Pardo Leal, el
fogoso orador y candidato presidencial por la Unión Patriótica asesinado en
1987, lo vieron por última vez en la plaza de mercado del Bordo. Estaba comiéndose
una sandía mientras conversaba y carcajeaba con una vendedora de frutas. Pardo
Leal y otros miles de militantes de la Unión Patriótica, con sus meros
discursos y su fe de carboneros, seguían recorriendo el país para convencer a
la frutera del Bordo y a millones como ella que sólo la paz y la justicia
social podían redimirlos. Esa fue su culpa.
No puede tildarse más que de alevosía
todas las argumentaciones que por estos días realizan algunos analistas para
justificar el asesinato de una generación completa de la izquierda colombiana.
Varios columnistas se han puesto a la tarea de encontrarle pelos negros a un
gato blanquísimo. Pretenden asociar los orígenes y la actividad de la Unión
Patriótica con prácticas violentas. Hacen suya la expresión evangélica - el que
a hierro mata a hierro muere – para razonar cada uno de los asesinatos
cometidos contra esta colectividad. Sembraron violencia y por tanto cosecharon
violencia. Así la están contando en sus escritos.
Lo que no cuentan es que los estatutos
originales de la Unión Patriótica no daban pie a equívocos con relación a la
forma de hacer política. Todos los miembros del partido, conforme al artículo
primero de los estatutos inscritos ante el Consejo Electoral, debieron ceñirse
a la carta de derechos y obligaciones consagrados en la Constitución. Y no era
bla bla bla. Está probado, hasta el sol de hoy, que no hay una sola víctima de
la Unión Patriótica que haya perecido en un combate, y sin embargo, todos
murieron a bala. No hay un solo expediente que demuestre lo contrario. Era
gente que estaba haciendo la tarea política conforme a las leyes vigentes del
país, y sin embargo, los trataron como combatientes y con el agravante de que
los mataban a traición. Por la espalda.
Colombia: Democracia Incompleta se intitula
un libro sencillo y práctico escrito por un ex viceministro de defensa de
Colombia del actual gobierno. El ensayo que comparto a rasgos generales amén
que recomiendo su lectura, es un memorial de agravios contra lo que ha sido y
es el actual régimen político colombiano. El exfuncionario de Mindefensa niega
que en Colombia existan derechos para la oposición política y recuerda que el
Frente Nacional “pasó por alto la existencia de pequeñas expresiones políticas
como el Partido Comunista”. Lo que no entiendo ahora es por qué razón el autor
de este ensayo se opone tan fieramente en sus comentarios a que el gobierno y
la guerrilla puedan llegar a un acuerdo para destapar el actual sistema
político que, como él bien lo argumenta en su investigación, es “cerrado,
excluyente y golpea a la oposición”.
Todo esto lo cuento porque el tema de la
Unión Patriótica salió a flote en estos días tan extraños en los que los
antiguos pacificadores se volvieron generales de la noche a la mañana y sin
haber echado un tiro en su vida, no ven la manera de demoler los diálogos con
las FARC. Lo cuento también porque ya se perfila en el horizonte el tema de la
participación y las garantías políticas en Colombia y bien vale la pena echar
una mirada desde el retrovisor al reguero de muertos que quedaron a la orilla
del camino. La Unión Patriótica estuvo dando la cara y la vida cuando muchas de
las oenegés que tanto ruido hacen ni siquiera existían. Algo que nadie debe
olvidar: los cientos de militantes de la Unión Patriótica martirizados fueron
leales a su destino. No todos los políticos colombianos pueden decir lo mismo.