Indígena guetamalteca con su hijo. |
Comunidades de Población en
Resistencia en Guatemala: un ejemplo de democracia de base
Marcelo Colussi
Pocos
conceptos hay tan manipulados como el de “democracia”. En su nombre se puede
hacer cualquier cosa, por ejemplo, invadir países y masacrar a gran cantidad de
población. Su supuesta “defensa” irrestricta permite las peores tropelías, y la
guerra “por la democracia” es una de sus más incomprensibles formulaciones:
¿matar a otro para defender la libertad? No hay dudas que la imaginación humana
da para mucho.
El
sistema capitalista actual, dominante largamente a escala planetaria, se
atribuye como una de sus notas distintivas el ejercicio de la democracia. Así,
dicho con cierta cuota de ampulosidad (“democracias de mercado”, por ejemplo),
la democracia sería un bien en sí mismo, y su sola mención tendría un poder
casi mágico, sinónimo de corrección, buen camino y luz en el medio de las
tinieblas. De todos modos –la historia de la humanidad nos lo confirma– las
relaciones de poder entre los miembros de nuestra especie son el núcleo
problemático por excelencia. Nada hay más dificultoso ni plagado de tensiones
en el orden humano que las relaciones en torno a la construcción del poder. El
poder no sólo como expresión de la clase dominante a través de su aparato de
dominación, el Estado (quizá la forma tradicional de entenderlo), sino el poder
en su faceta definitoria de la cotidianeidad, como aquello que está siempre
presente y actuando cuando se juntan dos o más individuos; el poder como
aspiración de infinitud y completud de nosotros los humanos, por definición
finitos e incompletos; el poder que se da entre géneros, entre etnias, entre adultos
y jóvenes, etc., etc.
Es
decir: el poder, en su amplísima gama de posibilidades de las interrelaciones
humanas y que termina con la idea moderna de Estado como expresión de las
relaciones políticas que subsume todas las otras, tendría según esta concepción
como punto máximo de llegada “la democracia” en tanto nivel superior de toda
nuestra construcción histórica. Dicho de ese modo, “la” democracia sería un
bien supremo al que algunos, pareciera, ya han llegado (¿los desarrollados?), y
otros aún están camino de alcanzar (¿los subdesarrollados?). La idea implícita
es que fuera de “la democracia” –punto máximo de nuestro desarrollo como
sociedad política– lo demás es atraso, primitivismo, salvajismo.
Si
fuera necesariamente cierto, hasta inclusive valdría la pena tomar en serio el
debate. Pero estando tan asquerosamente manipulado como está el concepto,
hablar de democracia debe llevarnos, ante todo, a su crítica radical, a su
problematización. ¿De qué hablamos cuando decimos “democracia”?
“Con la democracia también se
come”, expresaba vehemente en su campaña proselitista Raúl
Alfonsín antes de convertirse en el primer presidente constitucional luego de
la dictadura militar que asoló Argentina entre 1976 y 1982. La promesa
levantaba grandes expectativas; tantas, que le permitió ganar las elecciones.
Hoy, ya con tres décadas del así llmado ejercicio democrático, el país no puede
salir de la peor crisis de su historia (aumentó exponencialmente el índice de
suicidios y de disfunción sexual masculina como una de las tantas consecuencias
derivadas de esa crisis, valga adelantar sólo como mínimo ejemplo), y no es
infrecuente que muchos de sus habitantes deban comer de los tarros de basura,
así como no fueron tan raros, en estos últimos años, saqueos a parques
zoológicos para comerse algún animal. Parece ser que la democracia no ha dado
para comer como se esperaba.
Mucha
gente en Latinoamérica –de hecho una investigación
de Naciones Unidas del 2004: “La
democracia en América Latina. Hacia una democracia de ciudadanas y ciudadanos”
lo estudió en profundidad dando cifras elocuentes: el 55 % de la población–
apoyaría de buen grado un gobierno dictatorial si eso le resolviera los
problemas de índole económica, lo cual llenó de consternación a más de un
politólogo. Sin ningún lugar a dudas décadas de dictaduras militares y
regímenes totalitarios dejaron una profunda marca política en la región, por lo
que no espanta la idea de un gobierno no democrático. Pero ello no habla sólo
de una cierta vocación autoritaria de las poblaciones latinoamericanas,
transformada ya hoy en hecho cultural; habla, más que nada, del fracaso de
estas democracias formales aparecidas alrededor de la década de los 80, luego
de los tristemente célebres gobiernos militares, donde la mano de Washington no
fue ajena.
Democracia: gobierno del pueblo; es
tan amplio que lo dice todo y no dice nada. Una rápida mirada de la historia, o
de cualquier situación actual, nos confronta con que lo que menos tenemos como
experiencia concreta en nuestro largo y tortuoso proceso civilizatorio es,
justamente, “gobierno del pueblo”.
Con
el ascenso del capitalismo y el triunfo político de la nueva burguesía hace un
par de siglos, la democracia representativa toma su mayoría de edad, y hoy,
doscientos años después de haberse impuesto a partir de la cabeza guillotinada
de los monarcas franceses, se presenta como el modelo más desarrollado de
organización social. En ese sentido se autoerige como condición de la
prosperidad. Pero ¿quién dice que es el más “desarrollado”? ¿Desde qué
parámetros?
Un informe del Banco Mundial reveló que la República Popular
China sacó de la marginación a 200 millones de personas en 20 años sin que sus
reformas se apegaran a las recetas neoliberales en boga, pero más aún, con una
organización política abominada por las democracias occidentales en la que
brillan por su ausencia todas las libertades esgrimidas como logros
democráticos. Como dijo Luis Méndez Asensio: “El ejemplo chino nos incita a una de las preguntas clave de nuestro
tiempo: ¿es la democracia sinónimo de desarrollo? Mucho me temo que la
respuesta habrá que encontrarla en otra galaxia. Porque lo que reflejan los
números macroeconómicos, a los que son tan adictos los neoliberales, es que el
gigante asiático ha conseguido abatir los parámetros de pobreza sin recurrir a
las urnas, sin hacer gala de las libertades, sin amnistiar al prójimo.”
¿Tienen poder los que votan? Los regímenes autocráticos terminan
siendo agobiantes, todos, no importa el color ideológico en juego. Visto el
panorama mundial, en ningún país –ni en los pobres, la gran mayoría del
planeta, por cierto, ni en los ricos– la masa mayoritaria detenta el poder
real. Sucede que en algunos, los menos, la riqueza alcanza para que todos vivan
con el mínimo de dignidad que, hoy por hoy, la gran mayoría de la humanidad no
tiene (comida, agua potable, educación básica, vivienda). Si esas necesidades
primarias no se resuelven, es improcedente pensar –como lo hiciera el por ese
entonces Secretario General de la ONU, Kofi Annan, refiriéndose al mapa de
Latinoamérica luego de conocidas las conclusiones del referido estudio– que “la solución para sus problemas no radica
en una vuelta al autoritarismo sino en una sólida y profundamente enraizada
democracia”. Por supuesto que las dictaduras no resolvieron
los problemas de pobreza y exclusión social (no estaban para eso, por cierto).
Pero tampoco los han resuelto las actuales democracias a cuentagotas.
En cola para votar en las elecciones de septiembre de 2011. |
Tan elástico es este vapuleado concepto de “democracia” que sirve
para cualquier propósito: para comer –según Alfonsín–, para mantener un bloqueo
contra Cuba, para invadir Irak, para deponer al presidente Aristide en Haití o
Chávez en Venezuela, democráticamente electos por cierto… ¿No será que, por tan
elástico, en realidad no significa nada de nada?
Es hora de cambiar el concepto de democracia representativa, aquél
con el que se ha venido explotando a las grandes masas desde hace dos siglos,
por algo nuevo: democracia genuina, democracia desde abajo, directa. ¿A quién
representan los representantes? Si el propio pueblo no es artífice de su
destino, no hay salida para los problemas que ya conocemos de memoria en
Latinoamérica.
En
la olvidada Guatemala, en Centroamérica, cuna de una de las civilizaciones más
antiguas y esplendorosa de la historia: los mayas (seguramente “de moda” en los
próximos meses, dada la manoseada “profecía maya” del fin del mundo, que moverá
bastante turismo) hay un ejemplo encomiable de democracia directa: las Comunidades
de Población en Resistencia (CPR).
Es sabido que en
ese país una guerra civil dejó daños inconmensurables, siendo la nación
latinoamericana más golpeada por las estrategias contrainsurgentes que se
desarrollaron en el marco de la Guerra Fría con la Estrategia de Seguridad
Nacional. La población campesina, de origen maya, fue la más golpeada. En
muchos casos, para sobrevivir a las políticas genocidas de tierra arrasada, por
miles se internaron en las selvas, protegiendo así lo único que les quedaba: su
vida, dado que dejaron tras de sí todo, casa, ganado de subsistencia, sus
mínimas parcelas, enseres domésticos. Así, en condiciones de extrema pobreza
vivieron años, muy organizados, en un sistema de democracia directa que es
digno de admiración. Estas Comunidades de Población en Resistencia estaban formadas
por campesinos humildes, que en realidad no eran miembros activos del
movimiento guerrillero, y que por la misma necesidad de sobrevivencia en
condiciones extremas fueron desarrollando modos organizativos fabulosos.
“Elevaron mucho su nivel de capacitación en
educación y de organización en la producción y con pocos recursos producían
mucho. A futuro podían ser un ejemplo para otros colectivos en ese sentido”,
afirmó Enrique Corral, ex cura y luego integrante del movimiento armado
guatemalteco, actualmente de la Fundación Guillermo Toriello, vinculado siempre
a las CPR. Tras la firma de los Acuerdos de Paz en 1996, estas
poblaciones se fueron asentando en diversos puntos del territorio nacional, ya
sin el acoso perpetuo de vivir guerra, pero sin ver materializado ninguno de
los compromisos tomados en esa firma. Mantuvieron su organización de democracia
viva, aunque sin el más mínimo apoyo por parte del Estado en créditos,
infraestructura, facilidades diversas, etc., su situación actual los arroja a
la pobreza profunda.
“Como población civil se logró establecer un
sistema de organización democrática dando vida a los valores y principios humanos
de sobrevivencia, haciendo de la resistencia la forma de organización comunitaria,
organizando el trabajo colectivo, la distribución equitativa de lo que
producimos y de lo que se recibía de la Solidaridad [internacional]”, explicaba un miembro de las CPR. Sin
ningún lugar a dudas si un grupo en condiciones tan tremendamente extremas pudo
sobrevivir dignamente, más allá de la pobreza material, esto muestra que la
organización real desde abajo es posible. Es más: sin esa organización
democrática de base, real, genuina, no hubieran podido sobrellevar la
situación. ¿Qué nos dice todo esto? Que la democracia de base sí es posible, y
que la organización política actual que impone “el desarrollo” no es más que
formalidad. Una vez más: ¿a quién representan los representantes?
En esta búsqueda
de encontrarle caminos reales al fabuloso proyecto de darle forma concreta a la
utopía, estudiar en detalle la historia de las CPR puede ser un paso de gran
importancia. Tal como dice el cura-guerrillero Enrique Corral, sin dudas que “A futuro podían ser un ejemplo para otros
colectivos”. Este breve escrito no es sino: a) una expresión de júbilo en
relación a que otra democracia sí es posible, más allá del formalismo de la
democracia representativa. Y además, b) una invitación a académicos,
científicos sociales y actores políticos a que se profundice en el estudio de
esa construcción de base de la democracia en que vivieron las Comunidades de
Población en Resistencia en lo más adverso de la guerra. Aprender de las
“buenas prácticas”, como se dice hoy día, es inteligente.