La almendra de la negociación con la guerrilla es el tema de las armas,
tanto las que hoy se enfrentan como las que mañana garantizarían el
cumplimiento del acuerdo.
Tomado de El Espectador, 2012-09-30
El asunto es esencialmente
militar, aunque el punto no se haya hecho explícito en la agenda. En este
sentido, los principales negociadores deberían ser, en una primera etapa, los
militares. Y por eso la propuesta de las Farc parece razonable: militares
activos deberían estar sentados negociando con comandantes de la guerrilla.
Frente a frente. No son suficientes los exgenerales Mora y Naranjo, aunque sean
representantes válidos de las Fuerzas Militares. Podrán tener ascendencia sobre
los soldados, pero no mando. Y lo que se necesita, en primer lugar, es negociar
un cese al fuego.
Horacio Serpa, negociador en
Tlaxcala, recordó esta semana, en el lanzamiento de la propuesta de Samper para
humanizar la guerra, los fracasos de los intentos anteriores con Betancur,
Barco, Pastrana, de todo pacto en medio de la balacera. Imposible. La mesa se
convierte en un tribunal que termina comiéndose la negociación. Si se trata de
no repetir errores, ese caos se debe evitar y por tanto ir de entrada a
silenciar los fusiles. El acuerdo entre Belisario Betancur y Marulanda no se
pudo cumplir más que en la prensa porque era imposible de controlar. La
iniciativa de Samper parece ser la manera de llegar al cese al fuego por etapas.
Mauricio Jaramillo, El Médico, uno de los negociadores de la guerrilla, lo
sugiere cuando propone la suspensión de atentados contra el sector energético a
cambio de la suspensión de bombardeos. Sin duda, una sucesión de acuerdos para
humanizar la guerra mientras se firma la paz es el camino para detener la
plomera mientras se negocian las soluciones políticas definitivas al desangre.
Desde luego que el cese al
fuego supondrá una estricta vigilancia por parte de un agente neutral y fuerte
que dé garantías a las partes. Hoy la supervisión mediante satélite —y otras
formas electrónicas de espionaje— resuelve los obstáculos que impidieron a
Chucho Bejarano e Iván Márquez encontrar mecanismos de verificación y que
terminaron en la reactivación de los combates. No se trata ahora de descubrir
el agua tibia, sino de acordar el cumplimiento estricto del Derecho
Internacional Humanitario (DIH) que ninguna de las partes beligerantes ha
cumplido. En el fondo, el DIH es un código de naturaleza militar para sacar a
los civiles de la pelea e impedir la guerra sucia. Algunas de esas normas, como
propone Samper, aclimatarían el cese al fuego. Los bombardeos, la desaparición,
el secuestro, el reclutamiento de menores, se pueden convertir en temas de una
agenda compartida para llegar con decisión a firmar un cese al fuego y,
entonces sí, entrar a la negociación de fondo: el problema del poder. Se
trataría de definir el cumplimiento progresivo de reglas específicas y
obligatorias, rigurosamente vigiladas por un organismo acordado y competente.
El papel de la comunidad internacional, y más específicamente de la
latinoamericana, es en este punto decisivo.
Un cese al fuego supone
necesariamente la participación de todo movimiento insurgente. Hablo del Eln,
pero también de los restos del Epl —con Megateo incluido—. Más aún, estas dos
fuerzas tendrán que entrar, tarde o temprano, a negociar su participación en la
mesa que se instalará en Oslo y se desarrollará en La Habana, pero un acuerdo
sin su participación resultaría espurio.
El cese al fuego debe ser tan
sólido como para seguir vigente después de la firma del acuerdo general. Será
la verdadera prueba de la negociación. Quizá no haya una garantía más real del
pacto que la profunda recomposición en un solo cuerpo de las fuerzas que se
enfrentaron durante medio siglo. Las guerras civiles deben terminar en un
ejército nacional unificado y único. La negociación es, de hecho, una
invitación obligada a tragar sapos.