La Guardia indígena, ¿al servicio a quién debería
estar?
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Debate:
Lo que faltaba: macartismo indigenista
Por José Antonio Gutiérrez Dantón
Lunes
27 de mayo de 2013 / “Las
organizaciones populares, los grupos armados, son nuestros hermanos, y hombro a
hombro combatiremos con ellos para vencer a nuestros enemigos (…) ¡Vivan las
luchas indígenas y las luchas de todo el pueblo colombiano!”
(Manifiesto
de Santander de Quilichao, Comando Quintín Lame, 1984)
Hay
líneas que no deberían cruzarse ni diez centímetros. La Asociación de Cabildos
Indígenas del Norte del Cauca (ACIN) y el Consejo Regional Indígena del Cauca
(CRIC), acaban de cruzar una de ellas diez kilómetros. Una cosa es que
personeros de gobierno, generales y ganaderos señalen a organizaciones
populares de ser áulicos de la “guerrilla”. Otra cosa muy diferente es que lo
hagan dos organizaciones que vienen del mundo popular, que han participado de
diversos espacios de convergencia política de diversos sectores sociales, que
participan de plataformas político-sociales más amplias, que han recibido la
solidaridad de todo el campo popular en sus movilizaciones del pasado. Resulta
que, cuando creíamos haberlo visto todo, ahora tenemos lo que hacía falta: que
la ACIN y el CRIC, de la mano de la ONIC (Organización Nacional de Indígenas de
Colombia) se sumen desvergonzadamente a la campaña de señalamiento contra las
zonas de reserva campesina y de otras expresiones organizativas indígenas y
agrarias.
Señalamientos
Cuando
la ACIN o el CRIC han sido señalados de “fachada de la guerrilla” en el pasado
(por ejemplo durante la Minga del 2008 o la expulsión de las tropas del Cerro
Berlín el 2012), todo el movimiento popular se ha solidarizado con ellos; sus
caciques se han rasgado sus vestidos denunciando esta satanización del
gobierno, porque entienden lo delicado de estas acusaciones. Pero ahora estas
mismas organizaciones creen perfectamente natural el estigmatizar y señalar a
organizaciones que osan discrepar con sus caciques de la misma manera en que
ellas han sido denunciadas en el pasado.
Un
comunicado del ACIN, fechado 29 de Abril, condena a los “ideólogos de las FARC”
por supuestamente auspiciar “al interior de las comunidades, grupos organizados
denominados AVELINOS, RESERVAS CAMPESINAS, entre otros. Los cuales tiene (sic)
como único fin el dominio territorial, ideológico, político y hegemónico para
obstruir el desarrollo de nuestras organizaciones propias. Otra de las
estrategias de estas organizaciones PARA GUERRILLERAS ha sido la económica,
aprovechándose de la necesidad de las comunidades y comprando conciencia a los
comuneros, ofreciendo préstamos e impulsando proyectos productivos que buscan
romper la estructura de los cabidos indígenas” [1]. Todo un retorno al
pensamiento maniqueo que divide a los indios en buenos y malos (obedientes vs.
guerrilleros), enmarcado en la ideología contrainsurgente de “quitar el agua al
pez” cueste lo que cueste.
Hasta
el lenguaje que han utilizado es vergonzosamente semejante al que utilizan los
uribistas. El 2007, Uribe vociferaba que “cada vez que las guerrillas y sus
áulicos sienten que se les puede derrotar, el recurso al cual apelan es la
denuncia de violación de derechos humanos". Hoy en día, en el marco del
“juicio” indígena a seis comuneros por su supuesta pertenencia a las FARC-EP,
Alcibiades Escué, dirigente del CRIC que el 2004 estuviera detenido por el
presunto desvío de fondos del sistema de salud indígena para financiar al
paramilitarismo, en términos no muy diferentes a los de Uribe, ataca a una
organización defensora de derechos humanos: "el juicio que hoy se va a dar
es para castigar comuneros (…) pero no demoran en sacar un comunicado diciendo
que el cabildo viola los derechos humanos (...) y hasta esta ONG defensora de
Derechos Humanos Francisco Isaías Cifuentes, diciendo eso es violación de
derechos humanos y del derecho internacional humanitario".
Esto
no es nuevo. El año pasado, en medio del conflicto por el desalojo del Cerro
Berlín en el Cauca y de múltiples tensiones entre campesinos, indígenas y
afros, apareció un artículo llamado “El Cauca y el resarcimiento de la memoria”
firmado por Efraín Jaramillo, un antropólogo que afirma haber sido asesor del
CRIC. En ese artículo, junto a una serie de imprecisiones, acusaciones
temerarias y ataques gratuitos a sectores del movimiento popular, acusa a
organizaciones como el “Movimiento Sin Tierra Nietos de Quintín Lame” y la
“Asociación Indígena Avelino Ul” de ser fachadas del movimiento guerrillero.
Las acusaciones infundadas e imprecisiones de ese artículo ya han sido
refutadas en otra ocasión y no me detendré en ellas [2]. Contribuyendo con este
ambiente de desconfianza y criminalización de la protesta popular, Feliciano
Valencia, líder del CRIC afirmó, en una entrevista con Semana, que la pelea con
los campesinos era por el control de la economía del narcotráfico (sic) y que
los “indios” habían decidido “tomar cartas en el asunto” [3].
Persecución
Y en
verdad que han tomado “cartas en el asunto”. En un frenesí macartista, el CRIC
y el ACIN han movilizado a sus guardias indígenas para adelantar una verdadera
ofensiva contrainsurgente, delatando a muchachos que tienen simpatías reales o
imaginarias con la insurgencia y hostigando a los campamentos guerrilleros.
Dicho sea de paso, la ONIC, en boca de Luis Evelis Andrade condenó que las
guardias indígenas “tomaran cartas en el asunto” contra la presencia militar en
los territorios, llamando a sanciones contra ellos [4] y el propio Feliciano
Valencia, en la citada entrevista, reconoce como un “error” sacar a los
soldados del Cerro Berlín, más no así enfrentarse a la guerrilla. ¿Es
exagerado, entonces, afirmar, como la hace un comunicado de las FARC-EP, que el
movimiento indígena se ha plegado al Estado y sus organismos de seguridad, así
como de constituir una eficaz avanzada contrainsurgente? [5]
Al
parecer, la retórica oposición a todos los “violentos”, se traduce
sencillamente en oposición activa a la insurgencia, oposición que encaja
firmemente en el modelo de cooperación cívico-militar del actual gobierno. No
en vano, León Valencia recomendaba al gobierno de Santos, después del incidente
del Cerro Berlín, utilizar al movimiento indígena articulado alrededor del ACIN
y del CRIC precisamente como una avanzada contrainsurgente. Decía en su columna
en Semana, que Santos tiene en estas organizaciones “a la mano un auténtico
movimiento pacifista con el cual puede pactar unas reglas de juego para
contener a las fuerzas irregulares sin dañar para nada el orden constitucional
y la soberanía nacional” [6]. Al parecer, el gobierno escuchó sus consejos y el
movimiento indigenista siguió obedientemente esa línea de conducta.
El
incidente que ha desatado esta serie de recriminaciones epistolares entre las
dirigencias indigenistas y organizaciones campesinas e indígenas, así como con
la insurgencia fariana, fue la captura y “juzgamiento” de seis presuntos
milicianos por parte de la guardia indígena el día 29 de Abril. Evento
ampliamente publicitado por toda la prensa del régimen, el cual fue aplaudido
entusiastamente por la comandancia de la III División del Ejército. El juicio
en cuestión estuvo lleno de irregularidades, incluyendo que no hubo garantías
para la debida defensa, que se limitó el uso de la palabra a los acusados, que
la asamblea fue manipulada y no se permitió el ingreso de la comunidad local de
Toribío, siendo llenado el salón con unas 800 personas traídas de 19 cabildos y
que la parte acusadora jamás dio pruebas contra los acusados. Esta parodia de
justicia, terminó su “linchamiento” seudo-jurídico con la entrega de dos de los
acusados al Estado para encerrarlos en una de las cárceles del INPEC. Así de
“autónoma” opera esta “justicia”. Las penas impartidas a estos dos
desafortunados fueron de 40 años, pena que no está pre-establecida, habiendo
sido sacada de debajo de la manga por un dirigente del CRIC quien consultó a
los que gritaban más fuerte en la primera fila si querían 10, 20, 30 ó 40 años
para los acusados, tal cual Pilatos consultaba a la turba si querían que se
crucificara a Jesucristo o a Barrabás [7]. Lo mismo podrían haber sido víctimas
de flagelos medievales que nada tienen que ver con los “usos y costumbres”
indígenas sino más bien con tradiciones coloniales, tales como el uso del cepo,
el látigo, privación de agua o enterrar a los condenados hasta el cuello. Estas
“bellezas” se disfrazan como justicia indígena: no sabemos por qué deberíamos
aceptar que derechos humanos básicos como el derecho a la debida defensa o la
protección de la tortura se suspendan entrando apenas a una comunidad indígena.
Contención
Más
allá del debate en torno a los usos y costumbres así como las credenciales
democráticas de las propias autoridades indígenas, este juicio fue revelador de
un grave problema: como sectores del movimiento popular son cooptados por el
Estado para la lucha contrainsurgente y para la contención de la rebeldía
popular. Esto se viene haciendo desde la época de los “limpios”, los
guerrilleros liberales convertidos en feroces anti-comunistas después de ser
“pacificados” por Rojas Pinilla en 1953. A veces, los sectores de punta de la
contrainsurgencia son sectores que alguna vez fueron guerrilleros o
revolucionarios y que tras pactar con el Estado, se vuelven “más papistas que
el Papa” como se dice en criollo, pues tienen su prestigio político y sus
privilegios hipotecados en el mantenimiento del status quo. Si no, mírese
algunos de los asesores que tuvo Álvaro Uribe y que hoy tiene Juan Manuel
Santos. Aunque ni el CRIC ni el ACIN puedan todavía ser comparados con un
Carlos Franco ni con un Obdulio Gaviria, el lenguaje que utilizan se asemeja
cada día más al de ellos, como ya hemos señalado, salvo por salpicar sus
comunicados con algo de fraseología progresista.
El
ejercicio de la “autonomía” tan cacareado por los movimientos indigenistas es,
en el mejor de los casos, relativo. Mientras se muestra impotente ante el
Estado, es inflexible con sectores de la resistencia popular (tanto de la
resistencia sin armas como de la armada) que muestran diferencias con las
autoridades y métodos del CRIC o de la ACIN. Hasta colaboran abiertamente con
el Estado (INPEC, Ejército) cuando se trata de contener a estos sectores y se
dejan instrumentalizar plenamente por los planes contrainsurgentes del
establecimiento, lo que les vale el reconocimiento de los medios, de los mandos
militares y políticos. Es más, podemos decir que, en última instancia, el
ejercicio de esta autonomía está garantizado por un Estado corrupto, mafioso y
paramilitarizado. Lo que revela una patología más profunda que afecta a parte
de la izquierda colombiana desde el “contrato social” firmado en 1991 a través
de la nueva Constitución –importantes sectores del movimiento popular, por lo
menos a nivel de dirigencias, fueron cooptados dentro del sistema y hoy tienen
un interés objetivo en su mantención. Quienes más vehemente atacan hoy a los
sectores sociales en resistencia y a la insurgencia son, a veces, quienes desde
la izquierda “progresista” se creen guardianes del sacrosanto estado de
derecho. El movimiento indigenista, desde que el “Movimiento Armado Quintín
Lame” depusiera las armas a cambio de la institucionalización de ciertos
beneficios en el marco de la nueva Constitución, cada día se enrumba en este
camino de manera más decidida.
En el
marco de esa institucionalización, los caciques indígenas hablan con el Estado
de “autoridad a autoridad”, en una situación de ficticia equivalencia y
lisonjas mutuas, que crea una distancia entre esa dirigencia privilegiada (que
puede pensar hasta en candidatearse a la presidencia de esta república
decadente) y las bases de las comunidades, las cuales frecuentemente les
resienten y a las que utilizan como grupo de presión cuando toca re-negociar
los términos del “contrato” de 1991. Así es que hemos visto situaciones como el
ritual indígena de inauguración de Santos en la Sierra Nevada, el Congreso
Embera en el cual la dirigencia de la ONIC aplaudió frenéticamente a Santos
mientras éste llamaba a una “minga por la prosperidad democrática” [8] y ahora
la denuncia y entrega de supuestos insurgentes.
La
cooptación del movimiento indigenista va de la mano de esta
institucionalización a través de una ficticia “autonomía” así como de la
oenegización del movimiento indigenista, del influjo de capitales de la
cooperación internacional, los cuales (sobre todo en los casos de la
cooperación europea y de USAID, que financian al movimiento indigenista -CRIC,
ACIN, ONIC) tienen condicionantes políticos. Uno de esos condicionantes es el
asumir una posición activamente contrainsurgente mediante discursos falaces
como la “neutralidad” y la “simetría” en la condena a todos los “violentos” por
igual –obviando que “todos” no son iguales, ni en su origen, ni en sus fines,
ni en sus métodos. Esa simetría falaz, por la misma dinámica del poder, termina
siempre criticando y cuestionando a los “actores” subalternos más que al mismo
Estado, al cual finalmente se le termina aceptando como garante del sacrosanto
estado de derecho [9]. En esa inercia de complacer a la “cooperación
internacional” (la cual está dominada por gobiernos que comparten intereses
estratégicos y objetivos con el Estado colombiano y que promueven esa agenda
común mediante sus programas de financiación) hemos visto al movimiento indígena
oenegizado terminar acusando a la insurgencia de “crímenes de lesa humanidad” y
de un delirante “plan de exterminio” de los pueblos indígenas. Toda esta
estridencia se da cuando, curiosamente, el propio Fiscal Montealegre ha dicho
que no hay sentencias por crímenes de lesa humanidad contra los dirigentes
guerrilleros, ante lo cual los uribistas más recalcitrantes han redoblado la
estridencia de sus denuncias. ¿Cuáles son los elementos para culpar a la
insurgencia de un plan de exterminio? La existencia de un conflicto social y
armado que tiene repercusiones en el seno de las comunidades indígenas como de
todas las comunidades rurales en Colombia –conflicto que no inició la
insurgencia y conflicto en el cual muchos indígenas toman parte activa. Bien
decía el abatido comandante de las FARC-EP, Carlos Patiño “Caliche”, en una
entrevista con Hollman Morris el 2005, que eso de la neutralidad de las
autoridades indígenas era ignorar la realidad del país –ahora vemos que tras
esa supuesta “neutralidad” hay una toma de partido consciente.
Que
haya muchachos que opten por entrar a la insurgencia porque buscan liderazgos
alternativos en su rebeldía contra el sistema, sobre todo las muchachas,
cansadas muchas veces de prácticas patriarcales, clientelistas y burocráticas,
no constituye un plan por destruir a los pueblos indígenas. Estas simpatías que
despierta la insurgencia entre los indígenas de a pie, como lo describe el
comandante de las FARC-EP Timoleón Jiménez, “por alguna razón que podríamos
definir y aclarar, parece producir algún grado de irritación en cierto sector
de sus autoridades” [10]. Que haya críticas a las dirigencias del CRIC y del
ACIN, organizaciones con apenas unas cuantas décadas de existencia, no
significa cuestionar el valor de las culturas milenarias de nuestra tierra. Que
en ocasiones se den golpes aislados a personas acusadas de colaborar con el
ejército o el paramilitarismo, en el marco de este conflicto (golpes que uno
puede no compartir y que los movimientos sociales no comparten, pero que hay
que demostrar con evidencia y no con señalamientos temerarios), no es lo mismo
que un “etnocidio”. Decir que la orden de las FARC-EP de que sus efectivos no
se dejen capturar por las guardias indígenas está muy lejos de la acusación
delirante de que se ha convertido al movimiento indígena en “objetivo militar”
[11]. De la misma manera, que haya indígenas que muchas veces decidan estrechar
sus manos con afros y con campesinos en otras organizaciones, hastiados de sus
organizaciones tradicionales o de visiones etnocéntricas estrechas (muchas
veces azuzadas desde la academia), o que decidan formar organizaciones
indígenas diferentes al CRIC y al ACIN porque no ven en ellas instrumentos
efectivos de lucha, no las convierten en “organizaciones para-guerrilleras”.
Tampoco eso las convierte en enemigos de las comunidades indígenas, comunidades
que existen desde mucho antes que el CRIC, el ACIN o la ONIC. Sin embargo,
según denuncia la Coordinadora de Asociaciones Indígenas del Cauca (CAIC),
muchos de sus miembros y dirigentes han sido calumniados y amenazados por estas
dirigencias [12], hecho que no dudo dado el grueso calibre de los señalamientos
que hemos escuchados estas semanas.
Los
dirigentes indigenistas oenegizados terminan, como lo denuncia un comunicado de
las organizaciones campesinas del Cauca, representando al Estado ante las
comunidades, afirmación compartida por muchos comuneros de a pie [13]. Son los
guardianes de la comunidad ante el establecimiento, hecho que es exacerbado en
el actual régimen autoritario y contrainsurgente. Decía Gramsci, al analizar el
fascismo italiano, que en él se buscaba forzar a que todas las organizaciones
de la “sociedad civil” cumplieran roles de policía política:
“[Debe
entenderse a] la policía en sentido amplio, es decir, no simplemente la del
servicio del Estado destinada a la represión de la delincuencia, sino el
conjunto de las fuerzas organizadas por el Estado y los particulares (…) para
proteger la dominación política y económica de las clases dirigentes. En este
sentido es en el que lo mismo algunos partidos políticos que algunas
organizaciones económicas o de otro género deben ser por entero consideradas
como organizaciones de policía política, por tener un carácter de investigación
y de prevención.” [14]
Esto
es exactamente lo que vemos que está ocurriendo en el Cauca. En este marco, lo
que nos preocupa, es que hasta donde sabemos existe temor de que las guardias
indígenas puedan movilizarse nuevamente para atacar a sectores de izquierda en
las comunidades, particularmente a sectores vinculados a la CAIC, a iniciativas
como las zonas de reserva campesina, a la Red de Derechos Humanos Francisco
Isaías Cifuentes y a la Marcha Patriótica. Esperamos que estos temores no se
materialicen en nuevas agresiones, señalamientos y entregas, pero estamos
atentos.
Unidad
Siempre
hemos planteado la importancia de la unidad para el avance del movimiento
popular. Tenemos un enemigo formidable, que pese a ser una minoría ínfima de la
sociedad, está bien organizado y detenta el monopolio del poder económico y
político. Los sectores populares, pese a ser la mayoría, están divididos,
enfrentados a veces entre sí por conflictos secundarios, desorganizados y bajo
el influjo de la ideología de los grupos dominantes. Sin embargo, asistimos a
un momento en que la conciencia, la organización y las luchas populares avanzan
en Colombia. La unidad es una tarea política que está a la orden del día, y si
bien la izquierda colombiana así como muchos movimientos populares continúan en
una dinámica antropófaga y sectaria, se han dado pasos importantes como la Ruta
Social Común por la Paz, Comosocol y las plataformas político-sociales como el
Congreso de los Pueblos, Marcha Patriótica y Comosoc, entre otras. Sin embargo,
estas iniciativas hacia la unidad, pese a que buscan renovar los métodos de la
política, terminan muchas veces reproduciendo los mismos vicios de los partidos
tradicionales. Sigue siendo un error el que muchas de estas iniciativas, a
pesar de las intenciones y los esfuerzos de muchos militantes de base, se
siguen concibiendo desde una perspectiva superestructural. La pauta de muchas
de estas valiosas iniciativas sigue siendo la unidad desde arriba hacia abajo,
donde a veces se reparten los cargos y las pre-candidaturas antes de que se
solidifiquen las bases de los movimientos.
Se
necesita repensar la política y repensar la unidad como horizonte para el
movimiento popular. Muchas veces hemos callado las críticas a las dirigencias
en aras de la unidad. Así se terminó aceptando como un mal menor la corrupción
de la alcaldía de Samuel Moreno en Bogotá, por ejemplo. Así también hemos
callado las críticas al movimiento indigenista en aras de esa misma unidad,
solamente para terminar recibiendo señalamientos y malos tratos. En ambos casos,
el resultado de este silencio ha sido desastroso. Sabemos que la unidad de las
resistencias de los afros, de los campesinos y de los indígenas es hoy una
cuestión de primordial importancia en el Cauca. Mi pregunta es si acaso esta
unidad deba seguirse pensando en función de las autoridades tradicionales que
denuncian, persiguen, señalan y amenazan a otras expresiones del movimiento
popular que les disputen su hegemonía.
Con
el argumento de la unidad no se puede dar cabida a prácticas perniciosas que
dañan los objetivos de las luchas populares a mediano y largo plazo. La
amplitud de un movimiento puede incluir a una amplia gama de opiniones
políticas, pero no puede incluir ni la traición, ni la corrupción, ni el
clientelismo. No se puede tampoco caer en equívocas alianzas con quienes tienen
un pie en el movimiento popular y otro firmemente clavado en las instituciones
putrefactas, con quienes dicen hablar desde el pueblo pero cuya agenda política
está comprometida con intereses ajenos y muchas veces no especificados. No
puede haber unidad con quienes hablan en código progresista pero tienen
intereses objetivos en mantener el status quo: la unidad que concebimos es para
que la marea humana de los de abajo, de los desposeídos, de los marginados, de
los explotados, de los discriminados arrase con las estructuras económicas,
políticas y sociales que les oprimen, para que haya una transformación radical
del presente de miseria, caiga quien caiga, aunque ni siquiera la sacrosanta
constitución del ’91 quede en pie si hace falta.
Tampoco
podemos creer que la unidad sea un tinto que se tomen las dirigencias para
decir a espaldas de sus bases. La unidad, ante todo, debe ser realizada desde
abajo y en la lucha, desde las resistencias de las mismas comunidades de a pie.
La unidad es un deber con esas bases indígenas abandonadas a su propia suerte;
unidad que será necesariamente de todas las sangres y culturas, en el marco del
mutuo respeto y entendimiento, sin hegemonías ni posiciones autoritarias.
Ejemplo de esta unidad lo han dado las mesas interculturales para solucionar
problemas de territorio, como ha ocurrido recientemente en Itaibe, municipio de
Paez, Cauca –referente de cómo los afros, indígenas y campesinos mestizos
pueden dialogar con argumentos y no con garrotes, como tristemente ha ocurrido
en el pasado, confrontaciones que claramente son funcionales a los que
mantienen su poder gracias a la división del campo popular [15]. Es por ello,
que elevamos una acalorada protesta ante el macartismo de sectores supuestamente
populares, que mella a las mismas comunidades que estas organizaciones dicen
defender, que siembra desconfianza y desunión en el movimiento popular, que
exacerba tensiones étnicas (política que siempre han buscado los colonialistas
para dividir y reinar), que va a contravía de los esfuerzos del actual momento
de conformar un bloque popular que pueda disputar un proyecto alternativo para
la sociedad colombiana, a riesgo de ser arrollados por las locomotoras
santistas.
Notas:
[7] Un relato sobre este juicio hecho
en base a grabaciones y testimonios fue hecho por la Red de Derechos Humanos
“Francisco Isaías Cifuentes” http://reddhfic.org/index.php? optio...
[9] Estas teorías de la simetría y la
neutralidad han sido suficientemente cuestionadas por las obras del padre
Javier Giraldo (ver Guerra o Democracia, por ejemplo), así como por el Proyecto
Colombia Nunca Más (ver sobre todo el Capítulo V del Tomo I). El efecto
perverso de esta supuesta simetría y cómo termina necesariamente siendo un
instrumento contrainsurgente, se desprende de una carta enviada recientemente
por la ONIC y el CRIC al gobierno y a las FARC-EP en el marco de las
negociaciones de paz. Mientras al gobierno piden apenas respetar el DIH, con la
insurgencia no se limitan a ello, sino que detallan una larga lista de
prácticas que supuestamente realizarían (lo que es cuestionable en muchos
casos). Sin especificar, claro, que el Estado hace lo mismo y diez veces peor. http://www.cric-colombia.org/ portal...
[14] Poulantzas, Nicos “Fascismo y
Dictadura”, Ed. Siglo XXI, 2005, p.393