Por: Cristina de la Torre.
No se sacude Colombia el lastre de la Iglesia en el poder
público. Caverna contra la sociedad plural y el Estado laico que desde nuestra
frustrada revolución liberal de los años 30 redobla su ofensiva contra el poder
civil, una mayoría de senadores hundió el matrimonio gay, más a embates de
biblia que de código civil.
Rebaño del abominable Ordóñez, se
brincó el derecho de igualdad que a todos cobija, minorías incluidas. Así lo
prescribe la democracia, para desdicha de mayorías que suelen imponerse a golpe
de tumulto, y de devotos siempre prestos al golpe por la fe. Pero nuestra
democracia anda en pañales, pues la historia se repite sin cesar
Cuandoquiera que los segregados
levantaron la cabeza, se atrincheró la reacción en su territorio de privilegio
moral, bajo la égida de un dios despótico. Dios hechizo a la medida del
integrismo católico de un monseñor Builes para fustigar a la mujer que exigía
ciudadanía y voto. Dios hechizo para potenciar el griterío de un Laureano
contra el divorcio y el matrimonio civil.
Dios hechizo de las Ilva Myriam y
políticos-pastores para bloquear el matrimonio igualitario y el aborto
terapéutico de ley. Dios hechizo con pasajes que el Ku Klux Klan rebuscaba en
la biblia para justificar el asesinato y la esclavitud eterna de los negros en
EE UU. Hasta 1964 vivieron ellos segregados en el lema “iguales pero
separados”. Como en Colombia quedó para las parejas homosexuales: tendrán ellas
los mismos derechos jurídicos y patrimoniales de las heterosexuales; pero, eso
sí, no se llamará lo suyo matrimonio sino unión solemne. El rótulo discrimina,
pues se le asigna en exclusiva a una minoría repudiada. Es fórmula paternalista
de mera tolerancia: reconozco que, a mi pesar, existes; no te mato pero tampoco
te incluyo; tu destino es el gueto. Gueto fue el de los negros en EE UU.
Campeó en el Congreso, en la plaza y
en las redes la misma intransigencia religiosa que aquí se resolvió en guerras,
en violencia moral sobre la familia, en ataque al postulado liberal formulado
hace siete siglos por Marcilio según el cual la vida civil ha de regirse por la
ley civil, no por la divina. El canonizado obispo Ezequiel Moreno,
contribuyente de las tropas conservadoras en la guerra de los Mil Días, parecía
hablar ahora por boca de nuestra jerarquía eclesial y política. Como reavivando
la “sana y recta aversión” del santo a las ideas liberales que “son pecado”,
monseñor Falla desconceptuó a la Corte Constitucional y, en defensa de la
familia patriarcal, condenó el matrimonio igualitario. El senador Gerlein logró
síntesis feliz del Estado confesional, premoderno: “política y religión deben
ser aliadas; la Iglesia Católica iluminó a quienes han escrito nuestras Cartas
políticas para definir el matrimonio entre hombre y mujer”.
Hoy se reedita el acoso contra el liberalismo
y el laicismo. Contra la igualdad de derechos, el respeto a las minorías y a la
diversidad creciente en los modelos de pareja y de familia. Diversidad que
adquiere legitimidad, visibilidad y voz. E incluye el paradigma de la pareja
homosexual, que una nueva ley ha de reconocer y proteger, con igual
denominación del vínculo y derecho de adopción. Como en el caso del aborto,
este debate no remite a la moral religiosa sino a los derechos civiles. No
puede dirimirse entre Dios y el Diablo, sino entre Estado laico y teocracia.
Así vocifere todavía la república clerical.
Mea culpa. Por error que lamento,
escribí en mi columna pasada que se habría realizado reunión política en casa
del concejal Argote para oponerse a un proyecto del Alcalde. Se trataría –según
La Silla Vacía- del apartamento de Julio César Acosta y no del concejal Álvaro
Argote Muñoz. Rendidas disculpas.