Miguel Ángel Beltrán Villegas / Martes 7 de mayo de 2013
“Para
este caso el señor juez ha considerado que asistir a la primera comunión de su
hijo Felipe Nule, es un acto trascendental para el interno, y al Inpec lo que
le corresponde es cumplir con la orden del señor juez”. Con estas palabras el
general Gustavo Adolfo Ricaurte justificó ante los medios de comunicación su
decisión de permitir la salida de la cárcel del empresario Manuel Nule,
recluido en La Penitenciaría La Picota de Bogotá, con el fin de participar en
la ceremonia de primera comunión de su hijo en Cartagena. Un viaje que costó
cinco millones de pesos (unos 2.700 dólares) y que pagaremos los contribuyentes
colombianos.
En
esta ocasión el interno no tuvo que recurrir a tutelas, ni a jornadas de
desobediencia civil, mucho menos a extenuantes huelgas de hambre. El juez 38
penal del circuito de Bogotá obró en derecho; eso sí, en su argumentación
jurídica no adujo -como suele hacerse cuando se trata de un “preso común”- “que
el traslado no constituye un derecho fundamental para el recluso y que apenas
tiene la calidad de derecho legal, por lo que solamente puede hacerse efectivo
cuando se observa la totalidad de los requisitos que exige la ley penitenciaria
y carcelaria para lograr su efectividad”.
Sin
duda para el honorable servidor de la justicia que autorizó el permiso y para
la ley penitenciaria y carcelaria que se aplica en Colombia el señor Manuel
Nule cumple a cabalidad con los requisitos que le hacen merecedor de dicho
permiso: próspero empresario, acostumbrado a una vida de lujos, asiduo
visitante de los mejores hoteles del mundo y emparentado con reconocidos
políticos de la costa que han ejercido cargos de representación nacional y
regional, seguramente en estrechos vínculos con jefes paramilitares.
Pero
no sólo sorprende la rigurosidad con que el mencionado juez se ciñe a la ley,
sino la celeridad con que los funcionarios de esta institución acataron la
decisión judicial. Esta vez, brillaron por su ausencia los reiterados
argumentos sobre la inexistencia de recursos presupuestales para el traslado de
presos; menos aún, se atrevieron a decir –como suele hacerse cuando se trata de
un preso común- “que la separación o afectación que hubiere sufrido el núcleo
familiar del recluso en mención, tuvo su origen en circunstancias no
atribuibles al INPEC, pues como es claro, la misma se dio con ocasión del
comportamiento contrario a la normatividad penal desplegado por el interno,
toda vez que al incurrir en conductas punibles, implícitamente propició ese
alejamiento”.
Seguramente
consideran los impartidores de justicia y los administradores penitenciarios
que el robo a centenares de familias de bajos recursos; la evasión de impuestos
al Estado; el peculado y el robo de 250 millones de dólares al erario público
en el llamado “carrusel de la contratación”, son delitos de poca monta, frente
al “peligro” que representan para la sociedad los jóvenes desempleados de los
estratos populares que recurren al hurto, el tráfico de estupefacientes y el
crimen organizado para sobrevivir a las políticas neoliberales del capitalismo
salvaje que los condena a la miseria.
Ya
uno de los hermanos Nule –Guido- obtuvo acercamiento familiar y ahora disfruta
de otro cómodo sitio de reclusión en Barranquilla. Y aunque el general Ricaurte
pretenda hacer creer a la opinión pública que esta es una política que se
aplica indiscriminadamente a todos los reclusos, es otra la realidad que se
vive en los centros penitenciarios. Ancianas, y madres con niños menores de
edad, o de brazos, tienen que realizar largos viajes por la geografía nacional,
para poder ver a sus hijos, padres o hermanos cuatro horas (o menos, si se
tienen en cuenta las largas filas que deben hacer) y luego esperar un año o más
para emprender un nuevo viaje de visita. Quienes no pueden realizar el esfuerzo
económico que estos encuentros supone, terminan con sus familiares presos
prácticamente abandonados y sumidos en una profunda desesperanza y frustración
psicológica que los sumerge, aún más, en el mundo delincuencial.
No
hay cuadro más doloroso que el de un preso que ha perdido a uno de sus seres
queridos. En estas situaciones invariablemente las directivas de la cárcel
niegan a los internos el permiso para asistir al sepelio. Con suerte, éstos
pueden obtener autorización para que despidan el cadáver de sus allegados desde
las rejas del penal. Esto siempre y cuando sus dolientes logren juntar los
recursos necesarios para pagar el trayecto adicional que supone el
desplazamiento del cortejo fúnebre al centro de reclusión. De lo contrario
tendrán que resignarse a recordar las últimas imágenes retenidas en su cerebro.
Ni
qué decir cuando se trata de presos políticos y prisioneros de guerra. Para
ellos (y ellas) no existen “consideraciones humanitarias”. Las violaciones a
sus derechos empiezan con la afectación misma al “debido proceso”. Algunos
prisioneros –como en el caso de José Marbel Zamora (“Chucho”)- se le ha
obligado a asistir a audiencias virtuales, menoscabando sus garantías
procesales y negándole la posibilidad de acercamiento familiar en Bogotá, pese
a tener un bebé en etapa de lactancia. De esta manera castiga el INPEC a
quienes ejercen un liderazgo en la lucha por los derechos fundamentales en las
cárceles.
Ni
siquiera cuando está de por medio la vida de un preso político, las directivas
del INPEC facilitan la salida o el traslado de un interno. Por lo que esta
institución es directa responsable de los más de ochenta muertos que han
fallecido en el transcurso de un año por falta de asistencia médica. Él último
de ellos, Juan Camilo Lizarazo, permaneció cerca de seis meses con su cuerpo
semiparalizado, con graves limitaciones para hablar y comer, antes que fuera
autorizada su remisión a un centro hospitalario, donde finalmente falleció
debido a la negligencia de las autoridades penitenciarias; porque en Colombia
es más fácil que atiendan un resfrío de los Nules, que el cáncer de un preso
político que ha alzado su grito de rebeldía contra estas profundas injusticias.
Con
razón decía el carismático líder del M-19, Jaime Bateman Cayón, en entrevista
concedida a la periodista Patricia Lara: “Eso es lo que pasa siempre a la gente
que está más jodida en este país: [La ley del Embudo] lo angosto siempre es pa’
ella y lo ancho es pa’ los otros...”