Nicolás Maduro, presidente de Venezuela |
Marcelo
Colussi
mmcolussi@gmail.com
“La
invencibilidad reside en la defensa, las oportunidades de victoria, en el
ataque”.
Sun-Tzu
“La
tarea es formar revolucionarios y no consumistas, culminar una revolución y no
competir en una subasta de votos”.
Luis
Britto-García
Una
elección reñida
Más
allá de la interesada y tendenciosa matriz de opinión con que la derecha, tanto
nacional como internacional, quiso presentar las recientes elecciones en
Venezuela proclamando fraude a los cuatro vientos, la realidad es que Nicolás
Maduro, aunque sea con estrecho margen, ganó.
De
ello se pueden sacar varias conclusiones.
Por
lo pronto, que la derecha está desesperada por terminar de una buena vez por
todas con ese experimento político que es la Revolución Bolivariana. Ya lo
probó de diversas maneras, hasta con golpe de Estado (en el histórico abril de
2002) y nada le funcionó. Ahora, ante el apretado triunfo del candidato del
PSUV, vio una nueva oportunidad de asaltar el poder político que perdió desde
la llegada de Chávez a la presidencia –continuado en la ocasión por Maduro– y
no vaciló en intentar armar un nuevo escenario golpista.
El
grado de desesperación por el poder que perdió desde hace ya algunos años no lo
oculta. Curiosamente, el gobernador del Estado Miranda y ahora candidato
presidencial, Henrique Capriles, contradiciendo lo dicho por él mismo unos
pocos meses atrás, llamó a la sublevación: “«Más nunca los venezolanos
tendremos guerra. No seré quien le pida a nuestro pueblo que salga a la calle a
matarse unos con otros», dijo en su discurso al reasumir la gobernación del
Estado Miranda hace unos días”, publicaba el diario La Nación el 17/01/2013. El
14 de abril por la noche, viendo que la “pesadilla” chavista continuaba,
olvidándose de esas pasadas declaraciones no dudó en generar una movilización
violenta que intentara cerrarle el paso al triunfo del PSUV (no puede
asegurarse que operadores del gobierno estadounidense hayan estado
involucrados, pero no sería de extrañar). La jugada no salió como se previó,
pero fue suficiente para mostrar el odio de clase contenido que hay ahí: 8
muertos, 70 heridos y varios edificios destruidos patentizan el estado
político-emocional de la derecha venezolana. La magra diferencia de votos
obtenida por Maduro sirvió de excusa para que esa derecha, que se siente herida
y desplazada en términos políticos, pueda dar rienda suelta a su vehemencia. El
pedido de fraude, aunque estaba condenado a morir pues, de hecho, no lo hubo
(así lo atestiguaron infinidad de observadores internacionales), fue un intento
más de reconquistar la casa de gobierno.
Que
la derecha tradicional venezolana, en sintonía con la de Estados Unidos y la
del resto del mundo, odien visceralmente al proceso bolivariano, no es ninguna
novedad. No podría ser de otra manera, puesto que ese proceso, aún siendo un
socialismo muy tibio, más bien aguado, no deja de tener como sujeto de
referencia un pobrerío difuso, que para la derecha es siempre sinónimo de
“chusma peligrosa”. Esto, seguramente, no es ninguna conclusión nueva.
Pero
de todo esto sí pueden marcarse elementos nuevos, de los que es posible extraer
nuevas conclusiones, o más bien, abrir nuevos debates
¿Hay
chavismo para rato?
Todo
indica que el chavismo está a la baja. Lo cual no significa que va a su
disolución; eso sería lo que anhela la derecha. Pero sí ha perdido la dinámica
que tuvo un tiempo atrás. La ausencia del líder, Hugo Chávez, seguramente tiene
mucho que ver con esa merma, lo cual, desde una lectura minuciosa desde la
izquierda, debe llevar a plantearse fuertes autocríticas como movimiento: ¿todo
dependía de su figura carismática entonces? Si así fuera, se está ante un grave
peligro: ¿será ahora cada vez más difícil mantener la revolución sin el líder?
Pero…. ¿y el poder popular, garantía misma del proceso transformador?
No
hay dudas que el caudal electoral del movimiento bolivariano sigue siendo
grande; de hecho –le guste o no a la derecha– continúa siendo la mayoría, así
sea por un uno por ciento de diferencia. Sigue manteniendo además la mayoría
parlamentaria, con 95 diputados sobre 165, y tiene 20 de las 23 gobernaciones.
Pero todo ese aparato burocrático-estatal no significa que la revolución, en
términos políticos, esté avanzando. Según estudia pormenorizadamente el
fenómeno Luigino Bracci, “entre 2006 y 2012 los votos del chavismo crecieron en
882.052 votantes, es decir, 12 por ciento. Muy por debajo de lo que esperaba la
dirigencia chavista. En ese período, los opositores crecieron en 2.298.838
votantes, es decir, 54 por ciento”.
Aún
haya ganado esta nueva elección (17 triunfos sobre 18 justas electorales), esta
victoria tiene algo de pírrica, y forzosamente debe hacer prender las luces de
alarma llamando a la reflexión autocrítica. “Sectores del pueblo pobre votaron
por sus explotadores de siempre”, fue una primera reacción del Presidente de la
Asamblea Nacional, Diosdado Cabello, leyendo los resultados. Seguramente la
explicación es más compleja que eso. En las dos últimas elecciones, la que ganó
Chávez en octubre del año pasado y las que ganó Maduro en abril del 2013, el
caudal de electores del movimiento bolivariano desciende. Eso tiene que tener
alguna causa profunda, y no sólo la “presunta estupidez” de los votantes que
prefieren a sus “explotadores”.
¿Cómo
en sólo seis meses pudo el bolivarianismo perder 685.794 votos y la oposición
neoliberal ganar 679.099? ¿En verdad esos electores detestan que uno de cada
tres venezolanos esté estudiando, y en forma gratuita? ¿Aborrecen el servicio
médico sin costo de Barrio Adentro? ¿Les amarga que los patronos deban pagarles
prestaciones sociales? ¿Les subleva que seamos el país más feliz y con menor
desigualdad social en América Latina? ¿Odian tener pensión para su vejez? ¿Les
repugna que la Misión Milagro devuelva la vista? ¿Les duele que el gobierno
construya para los sin techo quinientas viviendas por día? Si tantas ventajas
los molestan, nada les impide rechazarlas ¿Pero tienen que votar para que sus
compatriotas también las pierdan?, se preguntaba José Manuel Rodríguez
inaugurando así la crítica, tan indispensable en estos momentos.
La
caída en el caudal de votos se debe a una sumatoria compleja de factores. La
ausencia física de Chávez cuenta, por supuesto. Con él los problemas también
estaban, pero su gran carisma y su enorme muñeca política, al menos hasta
ahora, habían servido para ir solventándolos. O, al menos, posponiéndolos. Es
importante no perder de vista que los problemas estructurales del país, en la
década y media de su presidencia, nunca se abordaron de raíz. Hubo, sin ningún
lugar a dudas, un notable mejoramiento en la calidad de vida de la población,
debido a la más equitativa repartición de la renta petrolera. Pero el poder
económico nunca dejó de estar en manos de la derecha tradicional. “Según las
Cuentas Nacionales, explicitadas por el Banco Central de Venezuela (BCV), el
PIB privado (el porcentaje de la actividad económica del país en manos directas
del empresariado) corresponde al 71% del total (año 2010). En el año de 1999 el
PIB privado era de 68%. Es decir que, a pesar de las nacionalizaciones, el PIB
sigue siendo mayoritariamente privado, y comparado con países que nada tienen
que ver con el comunismo –como Suecia, Francia e Italia, donde el PIB es
mayoritariamente público (estatal)–, el estado venezolano no tiene en sus manos
(salvo el petróleo) ningún resorte económico importante de la economía”, nos
informa un economista marxista como Manuel Sutherland. El enriquecimiento de
los banqueros nunca fue tan grande como en este período.
Si la derecha levantó
todas las armas posibles contra el proceso bolivariano, fue porque perdió su
supremacía política. La económica nunca le fue cuestionada realmente.
Justamente
por esa ambivalencia, porque los resortes básicos de la economía nacional
siguieron en manos de la oligarquía vernácula, siempre ligada política,
cultural y hasta emotivamente a la derecha estadounidense, el chavismo no
avanzó en la construcción de una verdadera opción socialista con poder popular
que levantara un proyecto de transformación radical. Más allá de un intento
redistributivo y bastante retórica, la burguesía nacional no fue tocada. De ahí
esa suma complicada de causas que hacen que el panorama económico-social se
torne hoy tan dificultoso: inflación siempre creciente, una impopular
devaluación del 46% en febrero pasado y un dólar paralelo por las nubes,
desabastecimiento crónico de productos de primera necesidad, la siempre
omnipresente dependencia del petróleo, el escaso desarrollo industrial propio
que fuerza a importar casi un 50% de los alimentos. A lo que se suma, no como
males menores sino, quizá, con mayor fuerza en la percepción de las grandes
masas populares, una generalizada y abrumadora corrupción así como una
delincuencia y una inseguridad ciudadana prácticamente fuera de control.
Ante
este panorama la pérdida de 685.794 votos no significa simplemente que “los
pobres son masoquistas y optaron por el candidato de los explotadores”. Esa
corrida de votos tuvo mucho de mensaje, de voto castigo por todo este entramado
de problemas que se van acumulando y a los que no se les da real solución desde
el gobierno. Si los problemas estaban con Chávez (también la última enorme
devaluación, por ejemplo), la presidencia que se le abre a Nicolás Maduro se
vislumbra como mucho más complicada aún.
Por
lo pronto, el caudal de votos con que llega a Miraflores, sin poner ya en
discusión como quiere la derecha si es mayoría legítima o no (por supuesto lo
es, así sea por un voto de diferencia), augura un panorama muy problemático:
gobernará sobre una sociedad profundamente dividida. Y dividida, además, en
partes iguales. Chávez siempre tuvo una diferencia electoral notoria sobre sus
contrincantes; pero además –quizá es esta la cuestión básica– tenía total
ascendiente sobre las Fuerzas Armadas, garantía última de la continuidad del
chavismo. Maduro, no se sabe.
Está
claro que Nicolás Maduro inicia su período presidencial en condiciones de mayor
debilidad que Chávez. Más allá de la cuestionable campaña electoral donde se
presentó como “el delegado” del Comandante, su “hijo dilecto”, su “ungido
sucesor”, es evidente que, para bien y/o para mal, Maduro no es Chávez. Lo cual
puede abrir interesantes oportunidades: no toda decisión habida y por haber en
Venezuela tendrá que pasar por él, con lo que pueden ir pensándose nuevas
formas de conducción, quizá no tan centralizadas como fue el caso en vida de
Chávez.
Que
Maduro sabe de todos los problemas con que va a enfrentarse (inflación,
inseguridad, corrupción) es evidente. Por lo pronto habló de la puesta en marcha
de un cuerpo secreto especialmente dedicado a la persecución de malversaciones,
lo cual, por supuesto, sería un gran paso. Pero como dijo Mario Hernández: “El
único problema que veo es que habla permanentemente de las medidas que va a
tomar pensando solamente en el aparato estatal, en las fuerzas de seguridad, en
las Fuerzas Armadas pero no piensa, ni menciona, desgraciadamente, la
auto-organización de la gente, es decir, el desarrollo del poder popular, de
las misiones, la profundización de la revolución”.
Y
esto, justamente, nos lleva a la otra conclusión importante.
La
Revolución debe ser más que un proceso electoral
“Las
carencias del poder popular pueden ser fatales, puesto que allí se concentran
los embriones de la construcción socialista. Ese poder es el gran resguardo de
continuidad del proyecto revolucionario, frente a los imprevisibles vaivenes de
la disputa electoral. Por esta razón cuando se cierra un acto comicial no sólo
hay que contar los votos obtenidos. Se necesita saber cuánto se avanzó en la
organización de la estructura popular”, decía acertadamente Claudio Katz
siguiendo el proceso en Venezuela.
Si
algún mérito a nivel internacional tuvo el proceso que abre Hugo Chávez, fue el
de volver a dar esperanzas. En medio de una marea neoliberal salvaje, y luego
de las sangrientas dictaduras militares que habían barrido Latinoamérica en las
décadas de los 70 y los 80 del siglo pasado, el retomar banderas que parecían
condenadas al olvido –socialismo, revolución, imperialismo– dio nuevas esperanzas,
fue volver a creer que los cambios son posibles, que no estamos condenados
ineluctablemente a un mundo de injusticias regido por los capitales. Esto será
su gran aporte a la historia, sin dudas.
En
la construcción del proclamado socialismo del siglo XXI fue mucho más errático,
y ahí su legado es más difuso, quizá cuestionable incluso. Pero en el medio del
mar de desesperanza que cundía para los 90, ganar elecciones con propuestas
medianamente populares ya fue un logro. La sucesión de “presidentes progresistas”
que se viene dando en Latinoamérica en estos últimos años, y las propuestas de
integración alternativas a la égida de Washington que se vive (proyecto del
ALBA, Petrocaribe, UNASUR, Telesur, Radio del Sur, CELAC), tienen en la figura
de Hugo Chávez un referente obligado.
Si
algo caracterizó a la Revolución Bolivariana –cosa que el mismo Chávez se
esforzaba en remarcar constantemente– fue la continua apelación a lo que hoy
entendemos por democracia, a las elecciones periódicas. Para taparle la boca a
la derecha, que vivía vilipendiando al chavismo tachándolo de “dictadura”, los
procesos electorales pasaron a ser casi una gimnasia cotidiana en la vida de
los venezolanos en estos últimos años. De hecho, hubo más de una elección
anual: 18 en total desde que se abrió este complejo proceso que pasó a llamarse
“chavismo”, o Revolución Bolivariana. La vida política colectiva pasó a tomar
la forma de elecciones (presidenciales, legislativas, de gobernadores,
referéndum revocatorio), expresando en las urnas las contradicciones de clase,
las que se pusieron al rojo vivo.
Todo
pasó a tomar la forma de elecciones; lo cual, en principio, puede verse como un
fenomenal avance. Pero bien analizado, y quizá como una réplica de lo que
sucedía en el ámbito económico, más allá de la apariencia de hiper politización
y participación cívica que este continuo llamado a elecciones podía dar, eso no
construyó una verdadera opción de poder popular revolucionario.
Democracia
formal, sí; democracia de base, faltó. Porque democracia de base no es llenar
una plaza con simpatizantes. Ahí está la enorme diferencia.
En
vez de un partido político revolucionario con propuesta de transformación de
base y poder popular real asentado en las asambleas comunitarias, desde la
dirección del proceso (Chávez en cuenta) el esfuerzo estuvo más bien encaminado
a reforzar la maquinaria electorera. Como bien lo dijo Luis Britto-García: en
vez de forjar cuadros revolucionarios se terminó generando una subasta de votos
al peor estilo de cualquier candidato burgués. Incluso se llegó a la
cuestionable situación –aparentemente muy amplia y democrática– de transformar
la vida política venezolana en un continuo plebiscito donde las opciones eran
votar por sí o por no, a favor o en contra. Y se entiende que…. a favor o en
contra del comandante. “Están conmigo o están con el imperialismo”, pudo decir
Chávez en alguna oportunidad en una campaña presidencial.
“La
invencibilidad reside en la defensa, las oportunidades de victoria, en el
ataque”, dijo sabiamente Sun-Tzu hace 2.500 años. Una revolución, un proceso de
profunda transformación del estado actual de cosas, ¿debe consistir sólo en
defenderse invenciblemente, o debe atacar, debe destruir cosas viejas para
establecer un nuevo orden? La forma casi plebiscitaria que se construyó –con 17
elecciones ganadas sobre 18 llamados electorales– no terminó de servir para
construir verdaderos mecanismos de poder popular de base. Más allá de la
declamación, todo se vertebró de arriba hacia abajo. El Palacio de Miraflores
era el absoluto centro de gravedad de la vida política nacional, y no el
barrio, la comunidad, el sindicato. De hecho, todo el chavismo fue una
construcción surgida a partir de una propuesta palaciega, una “revolución” de
arriba hacia abajo, y no al revés, como han sido otras revoluciones, con la
población en las calles forjando el cambio.
Es
cierto que ese chavismo tuvo fulgurantes momentos populares, revolucionarios.
Se ha dicho, por lo pronto, que el mismo Chávez fue el representante del
volcánico descontento –chispa revolucionaria, por cierto– contenido en el
Caracazo de 1989; su revolución palaciega sería así la puesta en acto de un
proceso revolucionario que estaba en la población venezolana, por cierto la
primera que reaccionó contestatariamente a los infames planes neoliberales
(capitalismo salvaje, mejor dicho) que se implementaban en la región para los
años 80 del siglo pasado. Montado en esa ola de descontento, protesta y fervor
revolucionario, Hugo Chávez llevó a Miraflores esa vena de cambio (“astucias de
la razón”, diría Hegel). Y también se “olfateó” revolución en la memorable
reacción popular y espontánea (tal como son las verdaderas revoluciones
político-sociales) de abril del 2002, cuando el golpe de Estado de la derecha,
al salir al rescate del líder. Por esos puntos de quiebre, por el “peligro
real” que con olfato de clase la derecha vernácula, la Casa Blanca y toda la
derecha internacional perciben esos momentos y lo que en alguna medida
representó el chavismo, es que todo el proceso se demonizó, se atacó, se vio
como una verdadera amenaza. Se lo hizo con la figura de Chávez, y seguramente
se lo seguirá haciendo con la de Nicolás Maduro, porque lo que realmente está
en juego es la posibilidad que esa “chusma” abra los ojos y se quiera sentir
dueña del poder. Es esa posibilidad la que realmente atemoriza a la derecha
porque, hoy por hoy, los negocios los sigue haciendo, y quizá mejor que nunca;
pero la posibilidad de transformación real que ahí está presente con la marea
de franelas rojas puesta en la calle le quita el sueño. La reacción de Capriles
llamando a incendiar el país la noche misma de las elecciones lo deja ver con
claridad meridiana.
Ahora
bien: con esa sucesión casi mecánica de elección tras elección, siempre con
previas plazas llenas de simpatizantes ataviados con sus tradicionales franelas
rojas, no se hace revolución. El siglo pasado, para las fuerzas revolucionaras
era casi un chiste pensar en la opción de participación en el ruedo político
convencional como una verdadera posibilidad de transformación. Cambiar
administraciones (presidentes, gobernadores, alcaldes, legisladores) cada
cierto tiempo no era sino un superficial cambio cosmético. Las estructuras de
base no cambiaban un milímetro. Y si algo se iba medianamente de control, ahí
estaban las fuerzas represivas (policía, ejército, parapoliciales o
paramilitares si era necesario) para componer el desorden.
Pensar en transformar
algo desde ese esquema era, y sigue siendo, sumamente difícil, casi imposible,
dado que se trabaja contra todo el poder de una clase, contra su dinero, su
casi infinita presencia mediática y, en muy buena medida, contra una ideología
dominante muy difícil de torcer. De ahí que esos 685.794 votos emigraron quizá
hacia Capriles, lo que rápidamente pudo hacer decir a Diosdado Cabello que “la
gente vota por sus explotadores”. Pero lo social nunca es tan sencillo; para
apelar una vez más a Hegel: “el esclavo piensa con la cabeza del amo”. Una
revolución, si realmente se precia de tal, debe apuntar a eso: a cambiar las
cabezas, a modificar hondamente nuestras formas de ver y entender las cosas, a
“¡formar revolucionarios y no consumistas, culminar una revolución y no
competir en una subasta de votos!”. Y las maquinarias electorales no son
precisamente escuelas revolucionarias.
Es
evidente que competir en la arena electoral contra todo el poder de la clase
dominante de un sistema que ya lleva varios siglos amasando capital,
conocimiento y mañas, muchísimas mañas, es una tarea monumental, quijotesca.
Toda la izquierda que lo intentó, terminó mal. La socialdemocracia europea, en
los inicios del siglo XX, como opción no violenta que se opuso al sistema y
entró en el juego electoral, terminó siendo cooptada. Hoy no pasa de ser un
mecanismo más del sistema imperante, el “rostro amable” de una explotación
inmisericorde. O el caso del Chile de Salvador Allende, con su intento de
construcción del socialismo por la vía electoral… Generales Pinochet que juran
fidelidad a la Constitución y luego terminan dando golpes de Estado por la
espalda, sobran. ¿Los habrá también entre las filas castrenses chavistas?
Si
el movimiento bolivariano, con Maduro a la cabeza en este momento, o con quien
sea, intenta mantenerse como opción dentro de los límites de estas democracias
restringidas, deberá terminar volviéndose cada vez “menos revolucionario” y más
complaciente con el sistema dentro del cual se mueve. Eso quizá le permitirá
sobrevivir como opción electoral, como partido político institucionalizado.
Podría sucederle como le pasó al peronismo en Argentina, o al MNR en Bolivia, o
incluso al PRI en México: mantendrá un discurso populista, pero de
transformación revolucionaria, nada. Pero si el chavismo no avanza realmente
hacia un poder popular de base y, por el contrario, se alinea cada vez más con
un pensamiento de derecha (la “boliburguesía” imperante en sus filas ya lo deja
ver), terminará siendo una opción aguada, que podrá ganar elecciones quizá,
pero que no podrá ir más allá de hacer repartos más populistas de la renta
petrolera. Y las posibilidades de transformación real que se abrieron con una
población envalentonada como en abril del 2002, se habrán esfumado.
Hoy,
aún en medio de la marea neoliberal que nos azota, con bases militares de
Estados Unidos que acordonan toda América Latina, y luego de los terribles
golpes sufridos por el campo popular en las décadas recientes, es difícil
pensar en los caminos de transformación del actual estado de cosas. No es
imposible, pero sí se ve difícil. Luego de años (décadas) de gobiernos
militares, la vuelta de las democracias formales se puede percibir como un gran
avance. Y por cierto, en un sentido lo es. Pero pensar que la lucha revolucionaria
se agota en un sufragio es muy limitado, si no erróneo. Las 18 elecciones
continuas del proceso bolivariano, por sí solas, no sirvieron para construir un
auténtico poder popular desde abajo. Para que haya revolución, de eso se trata.
Y junto a ello, cambiar sustancialmente la estructura económica. Desde el
Parlamento o la casa de gobierno está visto que no se puede.
Es
evidente que las democracias formales son un avance sobre las dictaduras; pero
tampoco ellas por sí solas resuelven nada. De hecho en un estudio realizado por
Naciones Unidas en el año 2004, buena parte de la población latinoamericana
dijo no importarle vivir en un sistema democrático o autoritario si este último
le resolvía sus históricas penurias socio-económicas. Pensar en las elecciones
periódicas como un arma para el cambio es limitado.
La invitación de este
pequeño texto es encontrarle vías de posibilidad a la democracia parlamentaria
como un momento en la construcción de la verdadera democracia participativa, de
base. En ese sentido la experiencia de Venezuela nos convoca como un
laboratorio y como un desafío.