viernes, 3 de mayo de 2013

Venezuela post Chávez: prueba de fuego y laboratorio para la izquierda (venezolana y mundial)


Nicolás Maduro, presidente de Venezuela


Marcelo Colussi
mmcolussi@gmail.com

“La invencibilidad reside en la defensa, las oportunidades de victoria, en el ataque”.

Sun-Tzu

“La tarea es formar revolucionarios y no consumistas, culminar una revolución y no competir en una subasta de votos”.

Luis Britto-García

Una elección reñida

Más allá de la interesada y tendenciosa matriz de opinión con que la derecha, tanto nacional como internacional, quiso presentar las recientes elecciones en Venezuela proclamando fraude a los cuatro vientos, la realidad es que Nicolás Maduro, aunque sea con estrecho margen, ganó.

De ello se pueden sacar varias conclusiones.

Por lo pronto, que la derecha está desesperada por terminar de una buena vez por todas con ese experimento político que es la Revolución Bolivariana. Ya lo probó de diversas maneras, hasta con golpe de Estado (en el histórico abril de 2002) y nada le funcionó. Ahora, ante el apretado triunfo del candidato del PSUV, vio una nueva oportunidad de asaltar el poder político que perdió desde la llegada de Chávez a la presidencia –continuado en la ocasión por Maduro– y no vaciló en intentar armar un nuevo escenario golpista.

El grado de desesperación por el poder que perdió desde hace ya algunos años no lo oculta. Curiosamente, el gobernador del Estado Miranda y ahora candidato presidencial, Henrique Capriles, contradiciendo lo dicho por él mismo unos pocos meses atrás, llamó a la sublevación: “«Más nunca los venezolanos tendremos guerra. No seré quien le pida a nuestro pueblo que salga a la calle a matarse unos con otros», dijo en su discurso al reasumir la gobernación del Estado Miranda hace unos días”, publicaba el diario La Nación el 17/01/2013. El 14 de abril por la noche, viendo que la “pesadilla” chavista continuaba, olvidándose de esas pasadas declaraciones no dudó en generar una movilización violenta que intentara cerrarle el paso al triunfo del PSUV (no puede asegurarse que operadores del gobierno estadounidense hayan estado involucrados, pero no sería de extrañar). La jugada no salió como se previó, pero fue suficiente para mostrar el odio de clase contenido que hay ahí: 8 muertos, 70 heridos y varios edificios destruidos patentizan el estado político-emocional de la derecha venezolana. La magra diferencia de votos obtenida por Maduro sirvió de excusa para que esa derecha, que se siente herida y desplazada en términos políticos, pueda dar rienda suelta a su vehemencia. El pedido de fraude, aunque estaba condenado a morir pues, de hecho, no lo hubo (así lo atestiguaron infinidad de observadores internacionales), fue un intento más de reconquistar la casa de gobierno.

Que la derecha tradicional venezolana, en sintonía con la de Estados Unidos y la del resto del mundo, odien visceralmente al proceso bolivariano, no es ninguna novedad. No podría ser de otra manera, puesto que ese proceso, aún siendo un socialismo muy tibio, más bien aguado, no deja de tener como sujeto de referencia un pobrerío difuso, que para la derecha es siempre sinónimo de “chusma peligrosa”. Esto, seguramente, no es ninguna conclusión nueva.

Pero de todo esto sí pueden marcarse elementos nuevos, de los que es posible extraer nuevas conclusiones, o más bien, abrir nuevos debates

¿Hay chavismo para rato?

Todo indica que el chavismo está a la baja. Lo cual no significa que va a su disolución; eso sería lo que anhela la derecha. Pero sí ha perdido la dinámica que tuvo un tiempo atrás. La ausencia del líder, Hugo Chávez, seguramente tiene mucho que ver con esa merma, lo cual, desde una lectura minuciosa desde la izquierda, debe llevar a plantearse fuertes autocríticas como movimiento: ¿todo dependía de su figura carismática entonces? Si así fuera, se está ante un grave peligro: ¿será ahora cada vez más difícil mantener la revolución sin el líder? Pero…. ¿y el poder popular, garantía misma del proceso transformador?

No hay dudas que el caudal electoral del movimiento bolivariano sigue siendo grande; de hecho –le guste o no a la derecha– continúa siendo la mayoría, así sea por un uno por ciento de diferencia. Sigue manteniendo además la mayoría parlamentaria, con 95 diputados sobre 165, y tiene 20 de las 23 gobernaciones. Pero todo ese aparato burocrático-estatal no significa que la revolución, en términos políticos, esté avanzando. Según estudia pormenorizadamente el fenómeno Luigino Bracci, “entre 2006 y 2012 los votos del chavismo crecieron en 882.052 votantes, es decir, 12 por ciento. Muy por debajo de lo que esperaba la dirigencia chavista. En ese período, los opositores crecieron en 2.298.838 votantes, es decir, 54 por ciento”.

Aún haya ganado esta nueva elección (17 triunfos sobre 18 justas electorales), esta victoria tiene algo de pírrica, y forzosamente debe hacer prender las luces de alarma llamando a la reflexión autocrítica. “Sectores del pueblo pobre votaron por sus explotadores de siempre”, fue una primera reacción del Presidente de la Asamblea Nacional, Diosdado Cabello, leyendo los resultados. Seguramente la explicación es más compleja que eso. En las dos últimas elecciones, la que ganó Chávez en octubre del año pasado y las que ganó Maduro en abril del 2013, el caudal de electores del movimiento bolivariano desciende. Eso tiene que tener alguna causa profunda, y no sólo la “presunta estupidez” de los votantes que prefieren a sus “explotadores”.

¿Cómo en sólo seis meses pudo el bolivarianismo perder 685.794 votos y la oposición neoliberal ganar 679.099? ¿En verdad esos electores detestan que uno de cada tres venezolanos esté estudiando, y en forma gratuita? ¿Aborrecen el servicio médico sin costo de Barrio Adentro? ¿Les amarga que los patronos deban pagarles prestaciones sociales? ¿Les subleva que seamos el país más feliz y con menor desigualdad social en América Latina? ¿Odian tener pensión para su vejez? ¿Les repugna que la Misión Milagro devuelva la vista? ¿Les duele que el gobierno construya para los sin techo quinientas viviendas por día? Si tantas ventajas los molestan, nada les impide rechazarlas ¿Pero tienen que votar para que sus compatriotas también las pierdan?, se preguntaba José Manuel Rodríguez inaugurando así la crítica, tan indispensable en estos momentos.

La caída en el caudal de votos se debe a una sumatoria compleja de factores. La ausencia física de Chávez cuenta, por supuesto. Con él los problemas también estaban, pero su gran carisma y su enorme muñeca política, al menos hasta ahora, habían servido para ir solventándolos. O, al menos, posponiéndolos. Es importante no perder de vista que los problemas estructurales del país, en la década y media de su presidencia, nunca se abordaron de raíz. Hubo, sin ningún lugar a dudas, un notable mejoramiento en la calidad de vida de la población, debido a la más equitativa repartición de la renta petrolera. Pero el poder económico nunca dejó de estar en manos de la derecha tradicional. “Según las Cuentas Nacionales, explicitadas por el Banco Central de Venezuela (BCV), el PIB privado (el porcentaje de la actividad económica del país en manos directas del empresariado) corresponde al 71% del total (año 2010). En el año de 1999 el PIB privado era de 68%. Es decir que, a pesar de las nacionalizaciones, el PIB sigue siendo mayoritariamente privado, y comparado con países que nada tienen que ver con el comunismo –como Suecia, Francia e Italia, donde el PIB es mayoritariamente público (estatal)–, el estado venezolano no tiene en sus manos (salvo el petróleo) ningún resorte económico importante de la economía”, nos informa un economista marxista como Manuel Sutherland. El enriquecimiento de los banqueros nunca fue tan grande como en este período. 

Si la derecha levantó todas las armas posibles contra el proceso bolivariano, fue porque perdió su supremacía política. La económica nunca le fue cuestionada realmente.

Justamente por esa ambivalencia, porque los resortes básicos de la economía nacional siguieron en manos de la oligarquía vernácula, siempre ligada política, cultural y hasta emotivamente a la derecha estadounidense, el chavismo no avanzó en la construcción de una verdadera opción socialista con poder popular que levantara un proyecto de transformación radical. Más allá de un intento redistributivo y bastante retórica, la burguesía nacional no fue tocada. De ahí esa suma complicada de causas que hacen que el panorama económico-social se torne hoy tan dificultoso: inflación siempre creciente, una impopular devaluación del 46% en febrero pasado y un dólar paralelo por las nubes, desabastecimiento crónico de productos de primera necesidad, la siempre omnipresente dependencia del petróleo, el escaso desarrollo industrial propio que fuerza a importar casi un 50% de los alimentos. A lo que se suma, no como males menores sino, quizá, con mayor fuerza en la percepción de las grandes masas populares, una generalizada y abrumadora corrupción así como una delincuencia y una inseguridad ciudadana prácticamente fuera de control.

Ante este panorama la pérdida de 685.794 votos no significa simplemente que “los pobres son masoquistas y optaron por el candidato de los explotadores”. Esa corrida de votos tuvo mucho de mensaje, de voto castigo por todo este entramado de problemas que se van acumulando y a los que no se les da real solución desde el gobierno. Si los problemas estaban con Chávez (también la última enorme devaluación, por ejemplo), la presidencia que se le abre a Nicolás Maduro se vislumbra como mucho más complicada aún.

Por lo pronto, el caudal de votos con que llega a Miraflores, sin poner ya en discusión como quiere la derecha si es mayoría legítima o no (por supuesto lo es, así sea por un voto de diferencia), augura un panorama muy problemático: gobernará sobre una sociedad profundamente dividida. Y dividida, además, en partes iguales. Chávez siempre tuvo una diferencia electoral notoria sobre sus contrincantes; pero además –quizá es esta la cuestión básica– tenía total ascendiente sobre las Fuerzas Armadas, garantía última de la continuidad del chavismo. Maduro, no se sabe.

Está claro que Nicolás Maduro inicia su período presidencial en condiciones de mayor debilidad que Chávez. Más allá de la cuestionable campaña electoral donde se presentó como “el delegado” del Comandante, su “hijo dilecto”, su “ungido sucesor”, es evidente que, para bien y/o para mal, Maduro no es Chávez. Lo cual puede abrir interesantes oportunidades: no toda decisión habida y por haber en Venezuela tendrá que pasar por él, con lo que pueden ir pensándose nuevas formas de conducción, quizá no tan centralizadas como fue el caso en vida de Chávez.

Que Maduro sabe de todos los problemas con que va a enfrentarse (inflación, inseguridad, corrupción) es evidente. Por lo pronto habló de la puesta en marcha de un cuerpo secreto especialmente dedicado a la persecución de malversaciones, lo cual, por supuesto, sería un gran paso. Pero como dijo Mario Hernández: “El único problema que veo es que habla permanentemente de las medidas que va a tomar pensando solamente en el aparato estatal, en las fuerzas de seguridad, en las Fuerzas Armadas pero no piensa, ni menciona, desgraciadamente, la auto-organización de la gente, es decir, el desarrollo del poder popular, de las misiones, la profundización de la revolución”.

Y esto, justamente, nos lleva a la otra conclusión importante.

La Revolución debe ser más que un proceso electoral

“Las carencias del poder popular pueden ser fatales, puesto que allí se concentran los embriones de la construcción socialista. Ese poder es el gran resguardo de continuidad del proyecto revolucionario, frente a los imprevisibles vaivenes de la disputa electoral. Por esta razón cuando se cierra un acto comicial no sólo hay que contar los votos obtenidos. Se necesita saber cuánto se avanzó en la organización de la estructura popular”, decía acertadamente Claudio Katz siguiendo el proceso en Venezuela.

Si algún mérito a nivel internacional tuvo el proceso que abre Hugo Chávez, fue el de volver a dar esperanzas. En medio de una marea neoliberal salvaje, y luego de las sangrientas dictaduras militares que habían barrido Latinoamérica en las décadas de los 70 y los 80 del siglo pasado, el retomar banderas que parecían condenadas al olvido –socialismo, revolución, imperialismo– dio nuevas esperanzas, fue volver a creer que los cambios son posibles, que no estamos condenados ineluctablemente a un mundo de injusticias regido por los capitales. Esto será su gran aporte a la historia, sin dudas.

En la construcción del proclamado socialismo del siglo XXI fue mucho más errático, y ahí su legado es más difuso, quizá cuestionable incluso. Pero en el medio del mar de desesperanza que cundía para los 90, ganar elecciones con propuestas medianamente populares ya fue un logro. La sucesión de “presidentes progresistas” que se viene dando en Latinoamérica en estos últimos años, y las propuestas de integración alternativas a la égida de Washington que se vive (proyecto del ALBA, Petrocaribe, UNASUR, Telesur, Radio del Sur, CELAC), tienen en la figura de Hugo Chávez un referente obligado.

Si algo caracterizó a la Revolución Bolivariana –cosa que el mismo Chávez se esforzaba en remarcar constantemente– fue la continua apelación a lo que hoy entendemos por democracia, a las elecciones periódicas. Para taparle la boca a la derecha, que vivía vilipendiando al chavismo tachándolo de “dictadura”, los procesos electorales pasaron a ser casi una gimnasia cotidiana en la vida de los venezolanos en estos últimos años. De hecho, hubo más de una elección anual: 18 en total desde que se abrió este complejo proceso que pasó a llamarse “chavismo”, o Revolución Bolivariana. La vida política colectiva pasó a tomar la forma de elecciones (presidenciales, legislativas, de gobernadores, referéndum revocatorio), expresando en las urnas las contradicciones de clase, las que se pusieron al rojo vivo.

Todo pasó a tomar la forma de elecciones; lo cual, en principio, puede verse como un fenomenal avance. Pero bien analizado, y quizá como una réplica de lo que sucedía en el ámbito económico, más allá de la apariencia de hiper politización y participación cívica que este continuo llamado a elecciones podía dar, eso no construyó una verdadera opción de poder popular revolucionario. 
Democracia formal, sí; democracia de base, faltó. Porque democracia de base no es llenar una plaza con simpatizantes. Ahí está la enorme diferencia.

En vez de un partido político revolucionario con propuesta de transformación de base y poder popular real asentado en las asambleas comunitarias, desde la dirección del proceso (Chávez en cuenta) el esfuerzo estuvo más bien encaminado a reforzar la maquinaria electorera. Como bien lo dijo Luis Britto-García: en vez de forjar cuadros revolucionarios se terminó generando una subasta de votos al peor estilo de cualquier candidato burgués. Incluso se llegó a la cuestionable situación –aparentemente muy amplia y democrática– de transformar la vida política venezolana en un continuo plebiscito donde las opciones eran votar por sí o por no, a favor o en contra. Y se entiende que…. a favor o en contra del comandante. “Están conmigo o están con el imperialismo”, pudo decir Chávez en alguna oportunidad en una campaña presidencial.

“La invencibilidad reside en la defensa, las oportunidades de victoria, en el ataque”, dijo sabiamente Sun-Tzu hace 2.500 años. Una revolución, un proceso de profunda transformación del estado actual de cosas, ¿debe consistir sólo en defenderse invenciblemente, o debe atacar, debe destruir cosas viejas para establecer un nuevo orden? La forma casi plebiscitaria que se construyó –con 17 elecciones ganadas sobre 18 llamados electorales– no terminó de servir para construir verdaderos mecanismos de poder popular de base. Más allá de la declamación, todo se vertebró de arriba hacia abajo. El Palacio de Miraflores era el absoluto centro de gravedad de la vida política nacional, y no el barrio, la comunidad, el sindicato. De hecho, todo el chavismo fue una construcción surgida a partir de una propuesta palaciega, una “revolución” de arriba hacia abajo, y no al revés, como han sido otras revoluciones, con la población en las calles forjando el cambio.

Es cierto que ese chavismo tuvo fulgurantes momentos populares, revolucionarios. Se ha dicho, por lo pronto, que el mismo Chávez fue el representante del volcánico descontento –chispa revolucionaria, por cierto– contenido en el Caracazo de 1989; su revolución palaciega sería así la puesta en acto de un proceso revolucionario que estaba en la población venezolana, por cierto la primera que reaccionó contestatariamente a los infames planes neoliberales (capitalismo salvaje, mejor dicho) que se implementaban en la región para los años 80 del siglo pasado. Montado en esa ola de descontento, protesta y fervor revolucionario, Hugo Chávez llevó a Miraflores esa vena de cambio (“astucias de la razón”, diría Hegel). Y también se “olfateó” revolución en la memorable reacción popular y espontánea (tal como son las verdaderas revoluciones político-sociales) de abril del 2002, cuando el golpe de Estado de la derecha, al salir al rescate del líder. Por esos puntos de quiebre, por el “peligro real” que con olfato de clase la derecha vernácula, la Casa Blanca y toda la derecha internacional perciben esos momentos y lo que en alguna medida representó el chavismo, es que todo el proceso se demonizó, se atacó, se vio como una verdadera amenaza. Se lo hizo con la figura de Chávez, y seguramente se lo seguirá haciendo con la de Nicolás Maduro, porque lo que realmente está en juego es la posibilidad que esa “chusma” abra los ojos y se quiera sentir dueña del poder. Es esa posibilidad la que realmente atemoriza a la derecha porque, hoy por hoy, los negocios los sigue haciendo, y quizá mejor que nunca; pero la posibilidad de transformación real que ahí está presente con la marea de franelas rojas puesta en la calle le quita el sueño. La reacción de Capriles llamando a incendiar el país la noche misma de las elecciones lo deja ver con claridad meridiana.

Ahora bien: con esa sucesión casi mecánica de elección tras elección, siempre con previas plazas llenas de simpatizantes ataviados con sus tradicionales franelas rojas, no se hace revolución. El siglo pasado, para las fuerzas revolucionaras era casi un chiste pensar en la opción de participación en el ruedo político convencional como una verdadera posibilidad de transformación. Cambiar administraciones (presidentes, gobernadores, alcaldes, legisladores) cada cierto tiempo no era sino un superficial cambio cosmético. Las estructuras de base no cambiaban un milímetro. Y si algo se iba medianamente de control, ahí estaban las fuerzas represivas (policía, ejército, parapoliciales o paramilitares si era necesario) para componer el desorden. 

Pensar en transformar algo desde ese esquema era, y sigue siendo, sumamente difícil, casi imposible, dado que se trabaja contra todo el poder de una clase, contra su dinero, su casi infinita presencia mediática y, en muy buena medida, contra una ideología dominante muy difícil de torcer. De ahí que esos 685.794 votos emigraron quizá hacia Capriles, lo que rápidamente pudo hacer decir a Diosdado Cabello que “la gente vota por sus explotadores”. Pero lo social nunca es tan sencillo; para apelar una vez más a Hegel: “el esclavo piensa con la cabeza del amo”. Una revolución, si realmente se precia de tal, debe apuntar a eso: a cambiar las cabezas, a modificar hondamente nuestras formas de ver y entender las cosas, a “¡formar revolucionarios y no consumistas, culminar una revolución y no competir en una subasta de votos!”. Y las maquinarias electorales no son precisamente escuelas revolucionarias.

Es evidente que competir en la arena electoral contra todo el poder de la clase dominante de un sistema que ya lleva varios siglos amasando capital, conocimiento y mañas, muchísimas mañas, es una tarea monumental, quijotesca. Toda la izquierda que lo intentó, terminó mal. La socialdemocracia europea, en los inicios del siglo XX, como opción no violenta que se opuso al sistema y entró en el juego electoral, terminó siendo cooptada. Hoy no pasa de ser un mecanismo más del sistema imperante, el “rostro amable” de una explotación inmisericorde. O el caso del Chile de Salvador Allende, con su intento de construcción del socialismo por la vía electoral… Generales Pinochet que juran fidelidad a la Constitución y luego terminan dando golpes de Estado por la espalda, sobran. ¿Los habrá también entre las filas castrenses chavistas?

Si el movimiento bolivariano, con Maduro a la cabeza en este momento, o con quien sea, intenta mantenerse como opción dentro de los límites de estas democracias restringidas, deberá terminar volviéndose cada vez “menos revolucionario” y más complaciente con el sistema dentro del cual se mueve. Eso quizá le permitirá sobrevivir como opción electoral, como partido político institucionalizado. Podría sucederle como le pasó al peronismo en Argentina, o al MNR en Bolivia, o incluso al PRI en México: mantendrá un discurso populista, pero de transformación revolucionaria, nada. Pero si el chavismo no avanza realmente hacia un poder popular de base y, por el contrario, se alinea cada vez más con un pensamiento de derecha (la “boliburguesía” imperante en sus filas ya lo deja ver), terminará siendo una opción aguada, que podrá ganar elecciones quizá, pero que no podrá ir más allá de hacer repartos más populistas de la renta petrolera. Y las posibilidades de transformación real que se abrieron con una población envalentonada como en abril del 2002, se habrán esfumado.

Hoy, aún en medio de la marea neoliberal que nos azota, con bases militares de Estados Unidos que acordonan toda América Latina, y luego de los terribles golpes sufridos por el campo popular en las décadas recientes, es difícil pensar en los caminos de transformación del actual estado de cosas. No es imposible, pero sí se ve difícil. Luego de años (décadas) de gobiernos militares, la vuelta de las democracias formales se puede percibir como un gran avance. Y por cierto, en un sentido lo es. Pero pensar que la lucha revolucionaria se agota en un sufragio es muy limitado, si no erróneo. Las 18 elecciones continuas del proceso bolivariano, por sí solas, no sirvieron para construir un auténtico poder popular desde abajo. Para que haya revolución, de eso se trata. Y junto a ello, cambiar sustancialmente la estructura económica. Desde el Parlamento o la casa de gobierno está visto que no se puede.

Es evidente que las democracias formales son un avance sobre las dictaduras; pero tampoco ellas por sí solas resuelven nada. De hecho en un estudio realizado por Naciones Unidas en el año 2004, buena parte de la población latinoamericana dijo no importarle vivir en un sistema democrático o autoritario si este último le resolvía sus históricas penurias socio-económicas. Pensar en las elecciones periódicas como un arma para el cambio es limitado. 

La invitación de este pequeño texto es encontrarle vías de posibilidad a la democracia parlamentaria como un momento en la construcción de la verdadera democracia participativa, de base. En ese sentido la experiencia de Venezuela nos convoca como un laboratorio y como un desafío.