Riqueza en el Vaticano y Jesús nació en un pesebre... |
por Silvia Guiard*
Hatuey (y la mano del papa)
En 1512, el cacique taíno Hatuey fue
quemado vivo en Cuba. En La Española, su
isla natal, había visto de cerca el rostro de los conquistadores: crueles,
hipócritas, codiciosos, violadores de mujeres. Derrotado su pueblo, pasó a
Cuba, para alentar allí a la resistencia y luchar, junto a los pocos que se le
unieron, con tácticas de la guerra de guerrillas.
Pero fue capturado y condenado. Un
instante antes de que encendieran el fuego, se adelantó un sacerdote para
ofrecerle el bautismo. De ese modo, le dijo, y solo de ese modo, podría, una
vez muerto, llegar al cielo. “¿Hay hombres como ustedes en el cielo?”, preguntó
Hatuey. “Desde luego que sí”, le
respondieron. “Entonces no quiero ir”, dijo Hatuey, “nada quiero saber con un
dios que permite semejantes crueldades”.
Y Hatuey ardió. Y en esa misma hoguera
ardieron, de allí en más, millones de seres humanos; ardieron pueblos, dioses,
lenguas, cantos, poemas, pensamientos, mundos. Aun hoy siguen ardiendo, empujados al fuego por el despojo, el hambre,
la discriminación o el desprecio.
Tras la mano que encendió aquella
hoguera, hubo una mano de Papa. Fue en
efecto Alejandro VI (antes Rodrigo
Borgia) quien en 1493, emitió las cuatro bulas que otorgaban a los reyes de
Castilla y de León, ”con la autoridad de Dios omnipotente que detentamos en la
tierra y que fue concedida al bienaventurado Pedro y como Vicario de
Jesucristo”, el dominio perpetuo de
“todas y cada una de las islas y tierras predichas y desconocidas que hasta el
momento han sido halladas por vuestros enviados y las que se encontrasen en el
futuro”, mandándoles además “instruir en
la fe católica e imbuir en las buenas costumbres a sus pobladores y habitantes”.
Resulta
imprescindible en estos días recordar esa siniestra intervención papal
en la conquista de América. Pero más
imprescindible todavía es evocar la inquebrantable dignidad de Hatuey, su
valiente y conmovedora lucidez, y confrontarla con la gelatinosa inconsistencia
de quienes hoy se entusiasman, desde un supuesto “progresismo”, con el nuevo
Papa “latinoamericano”… ¿Es necesario
recordarles que también fueron latinoamericanos Pinochet, Stroessner, Videla,
Massera, Banzer, Batista , tantos otros…? Sí. Es necesario recordarles que, sin
importar su lugar de origen, un dictador
es un dictador, un cretino es un cretino y un Papa siempre será… un Papa.
Dicho esto, reconozcamos que Jorge
Bergoglio merece ser Papa.
Méritos
Lo merece como miembro de esa Iglesia
argentina que, continuando la labor evangelizadora de la Conquista, inspiró, alentó, acompañó y reivindicó el
genocidio conocido como “Campaña del
Desierto”, perpetrado en la Pampa y la Patagonia a fines del XIX, así como a comienzos del XX,
la conquista del Chaco. En ambas campañas estuvo el Ejército Argentino
acompañado o precedido por sacerdotes, dispuestos a bautizar prestamente a los
indios una vez derrotados, sometidos y
hambreados.
Lo merece como miembro de esa Iglesia
argentina cuya jerarquía fue, por acción u omisión, salvo honrosas excepciones,
cómplice de todas las dictaduras, en particular de la última; tan cómplice como
lo fue el entonces nuncio papal, Pío Laghi, que disfrutaba su estadía en Buenos
Aires jugando al tenis con Massera, y como el Papa Pío XII lo había sido frente
a los crímenes del nazismo.
Lo merece
como miembro de esa Iglesia argentina cuya jerarquía permitió, inspiró o alentó la represión y la
tortura en nombre de la defensa del mundo occidental y cristiano, prestando
incluso algunos de sus miembros
(capellanes militares) para tales tareas. Porque la Iglesia local seguía
en esto los caminos de la Iglesia de Roma, creadora no solo de la Inquisición -con su caza de brujas,
herejes y disidentes y sus refinadísimas torturas para el cuerpo y el alma- ,
sino también del Infierno, destinado a mantener la conciencia humana sometida a
la amenaza de torturas eternas.
Lo merece como miembro de esta Iglesia
argentina que supo ser fiel al oscurantismo de Roma, oponiéndose siempre a la
libertad de pensamiento, a la imaginación y la libre creación, al amor, la
sexualidad y el placer, intentando siempre, con variable suerte, mantener las costumbres y las leyes del país
y la expresión de sus habitantes sometidas a su dirección y censura.
No hay duda, pues, de que la Iglesia
argentina estaba a la altura del Papado. Pero a estos méritos corporativos,
suma Bergoglio merecimientos propios. Cierto es que algunos se empeñan hoy en
negarlos. A cada rato brotan debajo de las baldosas “progresistas”
más-papistas-que-el-papa que no cesan de vomitar papa-rruchadas.
Dicen, por ejemplo, que no puede hablarse
de la complicidad de Bergoglio con la dictadura porque no ha sido probada por la justicia. Ninguno de
ellos negaría con el mismo argumento hipócrita la complicidad de los directivos
de Ford, Mercedes Benz y otras empresas, o de la Sociedad Rural, los dueños de
diarios, periodistas, banqueros o jueces
que tampoco han sido condenados por la justicia.
Por otra parte, ¿qué hay que probar?
Parecen de repente haber olvidado todos al mismo tiempo que Bergoglio,
arzobispo de Buenos Aires desde 1998, fue nada menos que presidente de la Conferencia Episcopal
Argentina entre 2005 y 2011. Jefe máximo de una Iglesia que en todos esos años
no realizó ninguna autocrítica ni revisión
de su pasado. Una Iglesia que cuando, en
2007, fue condenado a prisión perpetua el sacerdote Von Wernich por 34
secuestros, 37 casos de tortura y siete homicidios calificados en el marco de
un genocidio, se limitó a emitir un escueto comunicado expresando su dolor por
el hecho. Pero que hasta el día de hoy no sancionó al genocida que continúa, en
la prisión, en pleno ejercicio de su sacerdocio. Una Iglesia que no hizo nada
para esclarecer la intervención del Movimiento
Familiar Cristiano, de las monjas de
Cristo Rey, de sacerdotes y obispos en la apropiación y distribución de
niños, ni para rastrear el paradero de los mismos. Si esto no se llama
encubrimiento, complacencia, complicidad, ¿cómo se llama?
En
cuanto a su actuación personal durante la dictadura, ahí están todos esos ex
paladines de la justicia, tránsfugas, luchadores arrepentidos, contorsionistas
de la conciencia, chupamedias o cobardes que vienen hoy a afirmar con tono
sentencioso que todas las sospechas o acusaciones… no son ciertas. ¿Y qué saben ellos? ¿Saben más que Estela de
la Cuadra que, en el juicio por el plan sistemático de apropiación de bebés,
contó ante el Tribunal Oral Federal nº6 que en 1977 su familia obtuvo por
intermedio del propio Bergoglio y del obispo Picchi respuestas sobre su
desaparecida hermana Elena (“lo suyo es irreversible”, les dijo Picchi) y sobre
la beba nacida en cautiverio y aun desaparecida (“No busquen más. La tiene una
familia de bien”)? ¿Saben más que los hermanos de Orlando Yorio? ¿Saben más que
el propio Orlando Yorio? En el juicio a las Juntas de julio del 85, Yorio
declaró: “Bergoglio nunca nos avisó del peligro que corríamos. Estoy seguro de
que él mismo les suministró el listado con nuestros nombres a los marinos”.
Habemus capucham
Ningún premio Nobel trabajó en la “villa
miseria” del Bajo Flores, ni estuvo allí el día en que los jesuitas Orlando
Yorio y Francisco Jalics fueron secuestrados. Yo, sí. Fui una de los siete
adolescentes secuestrados con ellos. “Siete elementos”, dijo en la radio el tipo
que pedía las capuchas. Suvbersivos, se entiende. Como tales nos tuvieron,
encadenados y encapuchados hasta soltarnos en una oscura autopista hacia la
madrugada, no sin dejarnos su dulce despedida: “No vuelvan a pisar esa villa si
no quieren ser boleta y aparecer en un zanjón”.
Hacía un año que trabajaba con los chicos
de la villa, que pasaba todos los sábados a la mañana por la casa de los curas,
en el barrio Rivadavia, pegado a ella. Nunca hubiera imaginado ese desenlace,
sin embargo conocía por boca de ellos mismos (Yorio, Jalics y el entonces
también jesuita Luis Dourron), desde algún momento del 75, la difícil situación
que los tres atravesaban en la compañía, el permanente hostigamiento por parte
del Provincial de la misma, Jorge Bergoglio, y de sus sectores más
conservadores, las críticas a su manera de vivir y ejercer el sacerdocio, los
rumores, las maledicencias, el arbitrario desplazamiento de Yorio de su cátedra
en el Colegio Máximo. Por boca de ellos me enteré, y nos enteramos todos los
que los rodeábamos, cuando finalmente Bergoglio los forzó a salir de la
compañía, cuando empezaron a buscar un obispo que los recibiera, cuando el
arzobispo de Buenos Aires, Aramburu, les quitó las licencias para oficiar en su
diócesis.
Apenas unos días después, el 23 de mayo del 76, primer domingo en el
que Orlando Yorio no podía dar la misa en la humilde capilla de chapas, tuvo
lugar el gigantesco operativo a cargo de la Marina. Recién cuando los curas
fueron liberados, unos seis meses después, supimos con certeza que a los
jóvenes nos habían llevado al mismo lugar donde ellos estuvieron los primeros
días: la ESMA; y que de allí, ellos habían sido trasladados a una casa
operativa donde permanecieron todo el tiempo encapuchados y encadenados.
Ni nosotros ni los curas ni los amigos
que los rodeaban tuvimos entonces la menor duda sobre la íntima conexión entre
estos hechos: Bergoglio los deja afuera-Aramburu les quita las licencias-la
Marina los (nos) secuestra. Conexión, coherencia, consecuencia. Co-incidencia,
recordando que “incidir” significa influir, intervenir, actuar. El resultado
obtenido - que saliéramos todos de la villa-
era un objetivo sin duda compartido por los militares, Aramburu y
Bergoglio. Pero además: ¿Quién era la
persona experta en teología que, según contaron Yorio y Jálics, participó de los interrogatorios que les
hicieron en la ESMA? ¿Por qué se cuestionaba a Orlando sobre su interpretación
teológica de la palabra “pobres” o sobre su forma de dar misa?
¿Lo acusaban de
subversión? ¿O de herejía? ¿Los militares o los inquisidores?
¿Quién les llevó
la comunión a la ESMA? ¿Quién fue la persona “importante” cuya visita les
anunciaron sus guardianes en la casa operativa, poco antes de liberarlos? Ellos
no pudieron verlo, porque estaban, como siempre, encapuchados. Orlando contó
más tarde: “Jálics sintió que era Bergoglio”. En una reciente entrevista, su
hermano Rodolfo sostuvo otra hipótesis: quizás era el nuncio papal. Era, en
todo caso, un “importante” personaje de la Iglesia. ¿Quién? Turbias cuestiones,
turbios hechos, turbias relaciones. ¿Quién las explicará? ¿El Espíritu Santo?
¿Dios? ¿Su Emisario en la tierra? Demasiado tiempo hace que este calla, oculta
o deforma lo que sabe. Así quedó claro en 2010 cuando, en el transcurso de la
causa ESMA, las querellas pidieron su declaración testimonial. Pretendió usar
todos sus privilegios de Cardenal para evitarla y cuando finalmente, fue
interrogado (para lo cual el tribunal debió trasladarse a la Curia), sus
respuestas fueron elusivas, imprecisas y vagas. No supo decir cómo ni a través
de quiénes había sabido enseguida que Yorio y Jalics estaban en la ESMA, ni
quiénes ni por qué hablaban mal de ellos entre los jesuitas. Mintió, sin duda,
cuando dijo que recién se había enterado del robo de bebés hace unos… diez
años. Sin embargo, debió reconocer, que, cuando los dos curas fueron liberados, supo por ellos que en la
ESMA había muchos otros detenidos ilegales sometidos a tortura. ¿Y qué hizo
entonces?
Solo comunicarlo a sus superiores en la
Compañía de Jesús y en la Iglesia...
¿Ninguna denuncia pública? No, ninguna. Ni denuncia ni declaración
alguna hasta esa declaración… en 2010. A regañadientes y
treinta y cuatro años después… “Ocultar
algo o no manifestarlo. Impedir que llegue a saberse algo.” Tal es la muy sencilla definición que da la
Real Academia Española para el verbo: “encubrir”.
¿Paz?
Dicen que Franciso Jalics, desde el
monasterio de Alemania en el que vive, declaró estar en paz con aquellos
hechos, quizás hasta con Bergoglio. Mejor para él. Bien merece sentirse en paz
a los 85 años quien, en la juventud, padeció en Hungría los horrores de la
guerra mundial y en la madurez, los de la dictadura argentina. Pero su
evolución espiritual o moral no dice nada de los hechos en sí, no desmiente a quienes
los vivimos ni a quienes los investigaron. Bien distinta fue la situación de
Orlando Yorio. Prestó declaración ante la justicia y presentó querella. Bregó
incansable (e inútilmente) ante la Compañía de Jesús, de la que había sido
formalmente expulsado por Bergoglio tres días antes de su secuestro (sin que él
mismo lo supiera en ese momento) para obtener las explicaciones y la
rehabilitación que él y sus compañeros merecían. Tan lejos estaba de sentirse
en paz con Bergoglio que emigró al Uruguay cuando este fue nombrado obispo
auxiliar de Buenos Aires en el 92. Allí murió, de un infarto, en el 2000. Para
entonces ya Bergoglio era arzobispo, cardenal y candidato a Papa.
En noviembre de 1977, durante su exilio
en Roma, Orlando envió una carta de 27 páginas al secretario General de la
Compañía de Jesús, P. Moura. En ella relataba detalladamente las presiones y
maniobras en su contra, las intrigas, la manipulación, la duplicidad de
Bergoglio, las “gravísimas” acusaciones secretas que este decía tener contra
ellos, sin explicar nunca de qué se trataba o quién los acusaba, los rumores
“provenientes de la compañía” que los vinculaban con la guerrilla.
Sobre esto último, escribía: “Como
estaban las cosas en Argentina, una afirmación así salida de bocas importantes
(como ser la boca de un jesuita) podía significar lisa y llanamente nuestra
muerte”. Y más adelante: “En ese mes de diciembre (1975) dado la continuación
de los rumores sobre mi participación en la guerrilla, el P. Jalics volvió a
hablar seriamente con el P.Bergoglio. El P.Bergoglio reconoció la gravedad del
hecho y se comprometió a frenar los rumores dentro de la compañía y a
adelantarse a hablar con gente de las
fuerzas armadas para testimoniar sobre nuestra inocencia.” Pero, todavía más adelante, cuando el relato se acerca al
desenlace, dice Orlando:
“El Provincial no hacía nada por defendernos y ya
nosotros empezábamos a sospechar de su honestidad. Estábamos cansados de la
provincia y totalmente inseguros” [i] Esta carta, que terminaba con una larga,
y casi desesperada, serie de preguntas, nunca recibió respuesta. De este lado
del océano, en ese mismo mes de noviembre de 1977, la Universidad del Salvador,
perteneciente a los jesuitas y una de cuyas máximas autoridades era entonces
Jorge Bergoglio, otorgaba al Almirante Massera un doctorado honoris causa… Vaya
casualidad.
Aun estando lejos en el tiempo –y lejos,
por mi parte, de las creencias de mis dieciocho años- la muy especial
irradiación personal, humana, de Orlando Yorio, sigue siendo un recuerdo
entrañable, presente en mí junto a las imborrables vivencias de aquellos días
en el Bajo Flores: los chicos, su ansiedad y sus risas, sus abrazos y su
desamparo; sus madres compartiendo entre mates relatos de amor, soledad y lucha
cotidiana; nuestra propia mirada
adolescente, inquisidora -en el buen sentido- de las cosas, los lugares, las
personas, buscadora de sentidos, de explicaciones, de caminos que, entre los
pasillos estrechos de la villa, se abrieran paso hacia un mundo nuevo, menos
cruel y más justo. ¿Y una vez más vienen las topadoras a pasarnos por encima, a
reducirlo todo a barro, a pisotear los recuerdos, a sepultar o ningunear las
huellas, los testimonios, las palabras? ¿Una vez más pretenden aplastar las
conciencias como antes aplastaron las casillas, proclamando que estas cosas no
pasaron, que no fueron así? Una vez más, sí, (¡y ya van cuántas!), los grandes
tergiversadores de la historia pretender darnos vuelta de un golpe (de gracia)
el sentido del mundo; trastocan, invierten el signo de las cosas, convierten
los lobos en corderos.
Las ovejas, como suele ocurrir, se dejan
engañar. Los lobos, no. Por eso ya hemos visto a las bestias carniceras, con
Luciano Benjamín a la cabeza, lucir con beatífico júbilo los colores papales...
Se exhiben ellos, sale la gran gilada nacional mezclando papas, balones de oro
y máximas reinas holandesas en un pestilente guiso de “argentinidad al palo”,
sale la legión de reaccionarios a empapelar las calles de amarillo y blanco,
salen los fieles a cantar hosannas, afilando misales, listos para lanzarse a
combatir infieles y a imbuirnos nuevamente de sus “buenas costumbres”, salen
los “buscas” a vender camisetas e imprimir estampitas, salen los creyentes, los
crédulos o los oportunistas a copar los micrófonos y los altoparlantes con su
largo rosario de elogios, alabanzas y promesas de felicidad... Difícil es oír,
entre los balidos piadosos y el anacrónico repicar de las campanas, las voces
disidentes. Y sin embargo, no somos pocos los que no entramos en la procesión.
Nos da en el hígado, nos sube por las tripas una profunda convulsión interna,
mezcla de vergüenza, indignación, impotencia, bronca, tristeza e infinita
náusea. Una vez más, o quizás, como siempre, nos toca sentir, pensar y hablar a
contrapelo.
*
(Docente. Poeta. Testigo en la causa ESMA)
[i] Este documento fue presentado en 2011
ante el TOF nº 5 por Rodolfo Yorio, hermano de Orlando, durante su declaración
testimonial en la causa ESMA. Accedí al mismo por gentileza del Dr. Luis
Zamora, uno de los abogados querellantes en la causa.