Por William Ospina
La
primera Oración por la Paz fue pronunciada por Jorge Eliécer Gaitán, dirigente
del Partido Liberal Colombiano el 7 de febrero de 1948 durante la Marcha del
Silencio en Bogotá, contra la persecución y represión desatada por el gobierno
conservador de Mariano Ospina Pérez . Esta segunda "Oración por la
Paz" escrita por el poeta, novelista y ensayista colombiano, William
Ospina, fue leída en la Plaza de Bolívar, en el acto central de la Movilización
por la Paz y la Democracia, por la ex senadora Piedad Córdoba, este 9 de abril
de 2013.
Hace 65 años se alza desde esta tribuna
un clamor por la paz de Colombia.
65 años es el tiempo de una vida
humana. Eso quiere decir que toda la vida hemos esperado la paz. Y la paz no ha
llegado, y no conocemos su rostro.
Es un pueblo muy paciente un pueblo que
espera 65, 70, 100 años por la paz. Cien años de soledad. Un pueblo que
trabaja, que confía en Dios, que sueña con un futuro digno y feliz, porque, a
pesar de lo que digan los sondeos frívolos, no vive un presente digno y no vive
un presente feliz.
Aquí no nos dan realidades, aquí se
especializaron en darnos cifras. El pueblo tiene hambre pero las cifras dicen
que hay abundancia, el pueblo padece más violencia pero las cifras dicen que
todo mejora. El pueblo es desdichado pero las cifras dicen que es feliz.
Ahora comprendemos que un pueblo no
puede sentarse a esperar a que llegue la paz, que es necesario sembrar paz para
que la paz florezca, que la paz es mucho más que una palabra.
El verdadero nombre de la paz es la
dignidad de los ciudadanos, la confianza entre los ciudadanos, el afecto entre
los ciudadanos. Y donde hay tanta desigualdad, y tanta discriminación, y tanto
desprecio por el pueblo, no puede haber paz. Allí donde no hay empleo
difícilmente puede haber paz. Allí donde no hay educación verdadera, respetuosa
y generosa, qué difícil que haya paz. Allí donde la salud es un negocio, ¿cómo
puede haber paz? Donde se talan sin conciencia los bosques, no puede haber paz,
porque los árboles, que todo lo dan y casi nada piden, que nos dan el agua y el
aire, son los seres más pacíficos que existen.
Donde los indígenas son acallados,
donde son borradas sus culturas, donde es negada su memoria y su grandeza,
¿cómo puede haber paz? Donde los nietos de los esclavos todavía llevan cadenas
invisibles, todavía no son vistos como parte sagrada de la nación, ¿a qué
podemos llamar paz?
La paz parece una palabra pero en
realidad es un mundo. Un mundo de respeto, de generosidad, de oportunidades
para todos.
Y hay que saber que lo que rompe
primero la paz es el egoísmo.
El egoísmo que se apodera de la tierra
de todos para beneficio de unos cuantos, que se apodera de la ley de todos para
hacer la riqueza de unos cuantos, que se apodera del futuro de todos para hacer
la felicidad de unos cuantos. De ahí nacen las rebeliones violentas, y de ahí
nacen los delitos y los crímenes.
Hemos ido aprendiendo a saber qué es la
paz… haciendo la suma de lo que nos falta.
La paz es agua potable en todos los
pueblos y agua pura en todos los manantiales. No hay paz con los ríos
envenenados, con los bosques talados y con los niños enfermos por el agua que
beben.
La paz es trabajo digno para tantos
brazos que quieren trabajar y a los que sólo se les ofrecen los salarios de
sangre de la violencia y del crimen.
La paz son pueblos bellos y ciudades
armoniosas, que se parezcan a esta naturaleza. Porque las montañas, los ríos,
las llanuras, las selvas y los mares de Colombia son la maravilla del mundo, y
no hemos aprendido a habitarlas con respeto, a aprovecharlas con prudencia, a
compartirlas con generosidad.
Porque la idea de generosidad que
tienen muchos grandes dueños de la tierra tiene un solo nombre: alambre de
púas. Esa idea medieval de tener mucha tierra, mientras las muchedumbres se
hacinan en barriadas de miseria.
Pero es que la paz verdadera exige no
sólo un pueblo respetado y grande y digno sino una dirigencia verdadera. Y no
es una gran dirigencia la que se esfuerza veinte años por que le aprueben un
Tratado de Libre Comercio, y cuando le aprueban el Tratado la sorprenden con un
país sin carreteras y sin puertos, con una agricultura empobrecida, con una
industria en crisis, confiando sólo en vender la tierra desnuda con sus metales
y sus minerales para que la exploten a su antojo las grandes multinacionales.
Ahí no sólo falta generosidad sino inteligencia, ahí faltan grandeza y orgullo.
En cualquier país del mundo un tratado
de libre comercio se negocia poniendo como primera prioridad qué necesitan y
qué consumen los propios nacionales. ¿Por qué tiene que ser la prioridad poner
oro en las mesas de otros antes que poner alimentos en nuestras propias mesas?
Hoy el mundo se ha lanzado a un obsceno
carnaval del consumo. Pero esos países que divinizan el consumo, como los
Estados Unidos y Europa, por lo menos han tenido la prudencia de garantizarles
primero a sus pueblos agua limpia, vivienda digna, educación seria y gratuita,
salud para todos, trabajo y salarios decentes, una economía que se esfuerza por
ofrecer empleo de calidad, que no llama trabajo como aquí al rebusque
desesperado, ni a la mendicidad, ni al tráfico violento de todas las cosas.
Si por lo menos cumpliéramos con
brindar a los ciudadanos las prioridades básicas de una vida digna, no sería
tan absurdo que nos predicaran ese evangelio loco del consumo, pero aún así
tenemos que pensar con responsabilidad en el planeta, para el que ese consumo
indiscriminado es una amenaza. Tenemos climas frágiles porque tenemos
ecosistemas ricos y preciosos, que producen agua y oxígeno para el mundo
entero.
Colombia es un país de tierras
bellísimas y de climas benévolos, esto no es Europa ni los Estados Unidos,
donde el clima exige millones de cosas, aquí podemos vivir una vida sencilla en
un paisaje maravilloso, aquí no habría que refugiarse en ciudades malsanas y
estridentes, el país es de verdad La Casa Grande. ¿Qué nos impide esa
felicidad? La desigualdad y la violencia. La codicia que pasa por encima de
todo.
La naturaleza no es una mera bodega de
recursos sino un templo de la vida. Pero una lectura equivocada del país y una
manera mezquina de administrarlo han convertido este templo de la vida en una
casa de la muerte.
Hace 65 años Gaitán clamaba aquí por la
paz. Sus enemigos no sólo lo mataron sino que llevaron al país a una guerra, a
una violencia que acabó con 300.000 personas. El país entero entró en una orgía
de sangre. Y perdimos el sentido de humanidad, y casi nos acostumbramos al
horror, y dejamos de estremecernos con la muerte. El tabú de matar se perdió,
Colombia se volvió tolerante con el crimen, y en el último medio siglo es
posible que por falta de paz y de solidaridad haya muerto en Colombia otro
medio millón de personas.
Y cada día que tardan en firmar un
acuerdo el gobierno y las guerrillas, más muertos de todos los bandos, más
víctimas, se suman a esa lista. Porque no es sólo el conflicto en los campos:
bajo la sombra de ese conflicto prosperan las guerras de supervivencia en las
ciudades, la violencia de las mafias, el delito, el crimen, la violencia
intrafamiliar, el desamparo, la ignorancia.
Pero es que lo único que detiene a la
mano homicida es sentir que lo que le hace a su víctima se lo está haciendo a
sí mismo. Lo único que detiene esa mano es la compasión, y para que haya
compasión hay que sentir al otro como a un hermano, como a un milagro de la
vida, efímero, precioso, irrepetible. Si no sentimos eso no sentimos nada. Sin
ese respeto profundo por los otros nadie siente verdadero amor por sí mismo.
Pero para que haya ese afecto profundo
por los conciudadanos hay que haber sido educados en la generosidad, bajo unas
instituciones generosas, hay que haber sido querido. Al que no es valorado en
su infancia, respetado, apreciado, ¿cómo pedirle que quiera, que respete, que
valore a los otros?
Por eso es tan ciega una sociedad que
no da nada y en cambio pide todo. Que da adversidad, obstáculos,
discriminación, pero pide a los ciudadanos que se comporten como si hubieran
sido educados por Sócrates o por Francisco de Asís. El estado se volvió
irresponsable, los ciudadanos le perdieron el respeto al estado, y el estado
les perdió el respeto a los ciudadanos. En ningún país se exigen tantos
trámites para cualquier cosa. Y el que está en desventaja es el que no tiene
recursos para sobornar, para abreviar los trámites, para correr con éxito de
oficina en oficina. Con mucha frecuencia el estado no facilita la vida sino que
es un estorbo para las cosas más elementales.
Las cárceles están llenas de seres que
no recibieron nada, que fueron educados en la dureza y en la precariedad, y a
los que la sociedad les exige lo que nunca les dio. Porque aquí sólo les
exigimos respeto a los que nunca fueron respetados.
Es necesario gritar que nuestro pueblo
no es un pueblo malo sino un pueblo maltratado. Y todavía a ese pueblo
maltratado y admirable vamos a pedirle, aunque no tenemos derecho a hacerlo,
vamos a pedirle que nos dé un ejemplo de su espíritu superior; vamos a pedirle
que, a cambio de un acuerdo esperanzador entre los guerreros, sea capaz de
perdonar.
No hay ceremonia más difícil y más
necesaria que la ceremonia del perdón. Pero es el pueblo el que tiene que
perdonar: no la dirigencia mezquina ni la guerrilla violenta que tomó las armas
contra ella. Y sin embargo todos tendremos que participar, humilde y
fraternalmente, en la ceremonia del perdón, si con ello abrimos las puertas a
un país distinto, más generoso, que deponga las armas fratricidas, que abandone
los odios y que construya un futuro digno para todos, pero sobre todo un futuro
de dignidad para los que siempre fueron postergados.
Desde hace 65 años pedimos la paz,
suplicamos la paz, esperamos la paz. Hoy ya no podemos pedirla ni suplicarla ni
esperarla. Si se logra un acuerdo entre el gobierno y las guerrillas, tenemos
que construir la paz entre todos, la paz con una ley justa, la paz con una
democracia sin trampas, la paz con un afecto real en los corazones, la paz con
verdadera generosidad. Y la única condición para que esa paz se construya es
que no maten la protesta, que no aniquilen la rebeldía pacífica, que dejen
florecer las ideas, que permitan a este país grande y paciente ser dueño de sí
mismo y de su futuro.
Esa paz que construiremos será un
bálsamo sobre esos miles de muertos que se fueron del mundo sin amor, a veces
sin dolientes, a veces sin un nombre siquiera sobre su tumba.
Entonces sabremos que la paz no es sólo
una palabra, que la paz es convivencia respetuosa, prosperidad general,
justicia verdadera, campos cultivados, empresas provechosas, bosques y selvas
protegidos, ríos que tenemos que limpiar y manantiales a los que tenemos que
devolver su pureza.
Y que otra vez haya venados en la
Sabana y bagres sanos en el río, que salvemos la mayor variedad de aves del
mundo, que vuelen las mariposas de Mauricio Babilonia, y que los caballos de
Aurelio Arturo vuelvan a estremecer la tierra con su casco de bronce, y que
haya hombres y mujeres pescando de noche en la piragua de Guillermo Cubillos, y
que el viajero que encontremos por los campos a la luz de la luna no nos
produzca terror sino alegría.
Que haya cantos indios por las sabanas
de Colombia, y arrullos negros en los litorales, y que las armas se fundan o se
oxiden, y que haya carreteras y puertos, y barcos y trenes que nos lleven a
México y a Buenos Aires, y que nuestros jóvenes tengan amigos en todo el
continente, y que sólo una industria se haga innecesaria y necesite ayuda para
cambiar su producción: la industria de las chapas y los cerrojos y los candados
y las rejas de seguridad, porque habremos logrado que cada quien tenga lo necesario
y pueda confiar en los otros.
Porque la paz se funda en la confianza
y en la sencillez, y en cambio la discordia necesita mil rejas y mil trampas y
mil códigos. Aquí, por todas partes, están los brazos que van a construir ese
país nuevo, los pies que van a recorrerlo, los cerebros que van a pensarlo, y
los labios del pueblo que lo van a cantar sin descanso.
Que hasta los que hoy son enemigos de
la paz se alegren cuando vean su rostro.
Que llegue la hora de la paz, y que
todos sepamos merecerla.