Carlos Castaño, paramilitar, asesino |
Una
reflexión "pura" de uno de los ideólogos del "Puro Centro
Democrático"
Agencia
Prensa Rural / Martes 30 de abril de 2013
El
exministro del Interior -durante el mandato de Álvaro Uribe- Fernando Londoño
Hoyos y protagonista del robo de Invercolsa , publicó hece siete años en el
diario El Colombiano de Medellín, esta alegoría nostálgica del paramilitarismo.
Una prueba más de que el paramilitarismo si fue y es una política de Estado y
de que el establecimiento compartía claramente las masacres de miles de
colombianos inermes y el sicariato del narcoparamilitarismo por todo el país.
El
siguiente es el texto completo de la columna:
Lo
que murió con Castaño
Por:
Fernando Londoño Hoyos
Hace
mucho tiempo supimos que Carlos Castaño había sido asesinado por los sicarios
de las autodefensas. Ahora sabemos que lo mató su propio hermano -la vieja
historia de Caín y Abel, otra vez- quiénes fueron los verdugos y en cuáles
atroces condiciones cumplieron su encargo siniestro. Lo que hoy corresponde
examinar es otro asunto bien distinto, y de mucha mayor entidad, a saber, qué
murió con Carlos Castaño.
Las
autodefensas existen porque existe la guerrilla marxista, valga decir, el
ataque. Esa perogrullada suele pasarse por alto, y no por accidente. En su
origen, están, pues, atadas a dos hechos fundamentales: el oprobioso vejamen al
que estaban sometidos los campesinos colombianos, y la ineptitud del Estado
para garantizarles la vida, la honra y los bienes, que es exactamente aquello
para lo que el Estado existe.
Pero
las cosas se complicaron, por donde peor complicadas pudieran verse. Y es que
aparecieron en la escena de nuestra tragedia los mafiosos, disfrazados de
campesinos. Lo mismo que andaban en las selvas celebrando con la guerrilla la
más vil de las alianzas posibles, ahora aparecían en las zonas agrícolas más
ricas, posando de hacendados y de mártires. Para defender el producto de sus ganancias
miserables, se tomaron las organizaciones que los campesinos habían montado
para ejercer el sagrado derecho a defenderse. Y así quedó planteada nuestra
desventura: la guerrilla era fuerte por el auxilio de la cocaína, y las
autodefensas se hicieron fuertes por la cocaína. En el fondo, esa sería la
guerra entre hijos de la misma despreciable madre, auspiciada por la ineptitud
del Estado para hacer lo suyo.
Quien
tenga alguna duda sobre este planteamiento puede recordar el reportaje que
Carlos Castaño le concedió a Claudia Gurisati, uno de los documentos
periodísticos más importantes que se hayan producido en Colombia. Carlos
Castaño, intelectual hecho a pulso, en el desorden metodológico y conceptual
que puede suponerse, era la ortodoxia plena de las autodefensas originales, que
de mal grado admitían valerse del narcotráfico, y solo como de un instrumento
indispensable para sobrevivir. Pero que no perdían y no querían perder el norte
de su naturaleza política antisubversiva y anticomunista.
Pero
el dinero es mal aliado, hasta de las causas más limpias. Y además es poderoso
y capaz de envilecerlas y de dominarlas. Que fue lo que pasó con las
autodefensas, que se convirtieron de señoras en siervas, y trocaron su vocación
política por su concupiscencia por la riqueza fácil. Y ahí se armó la gresca
entre los que en medio de los excesos y contradicciones de las autodefensas no
querían renunciar a su sentido prístino, y los que preferían convertirlas en
mafias fabulosamente rentables.
Lo
que murió con Carlos Castaño fue el significado político de las autodefensas,
su sentido como medio para enfrentar las Farc y sostener el derecho de
propiedad en el campo y con ese derecho una manera de concebir la vida. Los que
mataron a Castaño querían recoger el legado detestable de Pablo Escobar, de
quienes fueron amigos y servidores algunos de los que hoy se llaman, tan
injustamente, paramilitares.
Cuando
en los acuerdos de paz se toleraron los mellizos, los bernas, los macacos y
valoyes, la suerte quedó echada. Y cuando se olvidó proponer como condición
primera y esencial la entrega de la droga, sus caminos, sus medios, sus
cómplices, para acceder a un beneficio jurídico cualquiera, se abrieron las
compuertas del desastre. Castaño murió físicamente, Ernesto Báez ha sido
silenciado y Mancuso pareciera ser el próximo Castaño. Mientras los cultivos de
coca subsisten, los laboratorios pululan y nadie toca las desafiantes riquezas
de los supuestos negociadores de la paz, que apenas son delincuentes horrorosos
en busca de impunidad.
Castaño
murió. Ya lo sabíamos. Es hora de que resucite su elemental pero preciso
ideario, la única manera de recuperar el alcance y la legitimidad de la paz que
se viene discutiendo.