Renán Vega Cantor |
Renán
Vega Cantor
Jueves
11 de abril de 2013
El
viernes 9 de abril de 1948 a
las doce del día, en pleno centro de Bogotá fue asesinado el líder popular y
dirigente liberal Jorge Eliecer Gaitán. Apenas fue conocida la noticia, la
gente pobre se insurreccionó y destruyó todo lo que simbolizaba el poder
conservador y clerical. Algo similar sucedió en muchos lugares del país, donde
la población se sublevó de diversas maneras cuando se enteró del crimen. Para
aplacar los enardecidos ánimos de la muchedumbre urbana, los órganos represivos
del Estado y sectores de la iglesia católica la aniquilaron a sangre y fuego,
masacrando a centenas o quizás miles de personas. En pocas horas la ciudad
capital, llamada en forma demagógica por las elites dominantes como la “Atenas
Sudamericana”, había quedado reducida a cenizas y se rompía el mito de que
Colombia constituía la democracia más sólida y perdurable de América Latina.
Los sucesos de Bogotá constituyeron la protesta urbana más importante de la
primera mitad del siglo XX en todo el continente, y con ellos se cerró una
etapa de la historia de Colombia y se abrió otra, que todavía no termina, cuya
característica principal ha sido el terrorismo de Estado, entronizado en en la
vida cotidiana de nuestro país desde aquella fatídica fecha.
Ya
es un lugar común decir que el 9 de abril partió la historia contemporánea de
Colombia en dos. Sin duda alguna, esa fecha ha sido importante no sólo por lo
que pasó en aquel día y lo que significó en el proceso de generalización de la
violencia por todo el territorio nacional, sino además por la muerte política
del gaitanismo y por el tímido intento de reconciliación entre los partidos
cuando todavía estaba tibia la sangre del caudillo liberal. Para completar el
cuadro de los factores estructurales que gravitarán en los años venideros, en
el mismo día y lugar de los acontecimientos se reunía la Novena Conferencia
Panamericana que desde un comienzo había adoptado como su lema central el
anticomunismo y que inició oficialmente la Guerra Fría en territorio
latinoamericano y dio paso a la hegemonía indiscutible del imperialismo
estadounidense.
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Contrariamente a la denominación de “el bogotazo”, el 9 de abril alcanzó una
dimensión nacional a nivel urbano e incluso tuvo manifestaciones rurales y en
ese sentido se le puede denominar como “el colombianazo”. Luego de conocido el
asesinato de Gaitán se produjeron levantamientos espontáneos, protestas y
formación de Juntas Provisionales de Gobierno en diversos lugares del país.
No
obstante, se presentaron notables diferencias entre los eventos de la capital
del país y los de provincia. En las grandes capitales el liberalismo oficial
era la fuerza dominante, en razón de lo cual el movimiento no tuvo ninguna
cohesión interna, ni orden, ni organización y se manifestó en el desahogo de
las masas populares contra los símbolos del orden establecido y, al final, fue
capitaneado por los dirigentes tradicionales del liberalismo. En provincia, en
cambio, ante la existencia de tradiciones de lucha popular, se presentó una
relativa cohesión interna que posibilitó nuevas formas de organización popular
y dotó de cierta dirección a la protesta.
En
las ciudades grandes, y en primer lugar en Bogotá, no fue posible constituir un
poder alterno, y los dirigentes del bipartidismo lograron mantener su unidad,
en medio del dolor y de la ira incontenible de la población citadina. En
provincia, aunque los resultados no se hayan logrado consolidar durante
bastante tiempo se generó una especie de dualidad de poder, puesto que emergió
de las entrañas mismas de la población un tipo de organización interna
diferente a las de las clases dominantes. Mientras que en Bogotá el movimiento
estaba derrotado desde un comienzo por el comportamiento político de la
aristocracia liberal, en provincia se dieron gérmenes de nuevas formas de poder
popular en contra de las instituciones establecidas. Incluso, los resultados
del descontento popular fueron diversos, dado que mientras en Bogotá fue
evidente la destrucción de propiedades y edificios públicos y privados, en
provincia los daños causados fueron escasos. A la larga, el comportamiento de
la protesta en provincia estuvo condicionado por la evolución de loa
acontecimientos en Bogotá, ya que la derrota política en la capital contribuyó
a desmovilizar y desmoralizar la protesta organizada en las distintas regiones.
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Con el oportunismo que históricamente la ha caracterizado, la dirigencia del
Partido Liberal empleó el cadáver de Gaitán como arma de presión para negociar
su reingreso al gobierno de Mariano Ospina Pérez (1946-1950) y, al mismo tiempo,
calmar los ánimos de las enardecidas multitudes. El forcejeo con el gobierno
duró 17 horas, al cabo de las cuales se estableció un acuerdo entre la
oligarquía bipartidista a espaldas de la población que, como siempre, puso los
muertos, la sangre y las lágrimas.
Los
liberales, aterrorizados ante la insurgencia de las masas –por muy espontánea
que haya sido- no fueron al Palacio Presidencial a exigir la renuncia de
Ospina, sino que imploraron la paz por la vía constitucional. Se inició el
regateo y Mariano Ospina fue imponiendo su criterio y convenciendo a los
liberales de que no podían jugar a la subversión, ni a identificarse con esas
“fuerzas brutales” que habían salido a flote con ocasión de la muerte de
Gaitán. Dario Echandia, el principal jefe liberal tras la desaparición del
líder popular, reunió una convención liberal de bolsillo para plantear si
aceptaba o no el ofrecimiento presidencial de designarlo Ministro de Gobierno.
La “democrática” convención consideró que lo mejor para el liberalismo era
aceptar esa cartera y modificar el gabinete, como lo había propuesto el primer
mandatario, incluyendo la remoción del odiado Laureano Gómez, el “monstruo”
profalangista que irradiaba odio, violencia y muerte en todas sus actuaciones.
El
más encarnizado rival de Gaitán dentro del liberalismo, el financista Carlos
Lleras Restrepo, dando muestras de un gran cinismo, fue el encargado de
pronunciar el postrer discurso ante la tumba de aquél y pasó, además, a
presidir la Dirección Nacional del Partido Liberal. Días después los dos
partidos expidieron una declaración conjunta en la que le pedían al país
olvidar los sucesos anteriores y se declaraban partidarios de la paz, pero eso
sí, pedían el castigo de los culpables de los delitos contra la propiedad y los
bienes públicos. Manifestaban estar dispuestos a conducir al país por caminos
de concordia y democracia, introduciendo cambios sustanciales en la lucha
política y partidista. ¡Pamplinas, porque el último acto de la Unión Nacional
estaba pegado con babas, pues la tan anunciada unidad duró un año escaso, al
cabo del cual los liberales estaban otra vez pidiendo garantías al Ejecutivo y,
en la sombra, pensaban en organizar levantamientos armados o guerrillas
campesinas, con la intención de que sus peticiones fueran tenidas en cuenta y
nada más!
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Entre los efectos de mediana duración del 9 de abril debe señalarse que
condujo, luego de la virtual parálisis de los órganos del Estado, a la unidad
política entre los dos partidos y al acuerdo estratégico del conjunto de las
clases dominantes para enfrentar la crisis. Así, se produjo una recomposición y
luego un fortalecimiento de todos los aparatos estatales. Para facilitar esta
tarea se recurrió a un mecanismo tradicionalmente usado en el país: el excesivo
dramatismo puesto ante los acontecimientos de abril y la responsabilidad de
fuerzas externas, antes que en asumir sus propias responsabilidades. El primero
en señalar las alarmantes dimensiones de los sucesos fue el presidente Ospina,
quien no dudó en proclamar inmediatamente que el principal responsable de los
motines y desordenes era el comunismo internacional, como para servir de caja
de resonancia a las acusaciones provenientes de la Novena Conferencia
Panamericana. Todavía hoy el argumento es repetido por los sectores más
conservadores de este país cada vez que se cumple un aniversario de la trágica
fecha.
Como
un efecto significativo del 9 de abril se produjo la reorganización interna de
los cuerpos represivos del Estado colombiano. Para el gobierno de Ospina y para
el conservatismo esa era una medida urgente, si se recuerda que la Policía
Nacional estaba compuesta en su mayor parte por fervientes partidarios del
asesinado líder popular y durante los sucesos de aquel día había mostrado su
beligerancia al sumarse en forma masiva a las filas de los amotinados. Con los
primeros decretos se trasladó el control del orden público al Ejército. También
se ordenó el licenciamiento de personal uniformado de la Policía Nacional y
otras disposiciones entraron a considerarla como una institución “eminentemente
técnica”, lo cual preparó el camino para la conservatización de esa policía y
su conversión en una fuerza al servicio del partido gobernante, que la
utilizaría a diestra y siniestra para matar a los nueveabrileños en todo el
territorio colombiano.
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Entre las repercusiones del 9 de abril cabe destacar la adopción del
anticomunismo como doctrina oficial del Estado colombiano, en concordancia con
las conclusiones generales de la Conferencia Panamericana, lo que prácticamente
significó la entrada de esta parte del continente en la Guerra Fría. Como para
que no quedaran dudas de las intenciones del gobierno de Estados Unidos, en las
discusiones internas de la conferencia surgió la propuesta de traer marines
para acabar con los disturbios e imponer la tranquilidad en el país, así como
para asegurar la vida y las propiedades de los súbditos estadounidenses,
empezando por “arquitecto de la paz universal”, el propio George Marshall,
Secretario de Estado de los Estados Unidos.
El
espíritu anticomunista de la Novena Conferencia Panamericana se manifestó a lo
largo de sus sesiones, como lo atestiguan los documentos internos del gobierno
de Estados Unidos. La presión de la delegación estadounidense influyó
directamente para que fuese aprobada una declaración final, titulada Prevención
y defensa de la democracia en América, que en sus partes fundamentales de
condena al “comunismo internacional” decía:
“Las
repúblicas representadas en la Novena Conferencia Internacional Americana Considerando
Que para salvaguardar la paz y mantener el mutuo respeto entre los Estados, la
situación actual del mundo exige que se tomen medidas urgentes que proscriban
las tácticas de hegemonía totalitaria, inconcebibles con la tradición de los
países de América, y que eviten que agentes al servicio del comunismo
internacional o de cualquier totalitarismo pretendan desvirtuar la auténtica y
libre voluntad de los pueblos de este continente. Declaran: Que por su
naturaleza antidemocrática y por su tendencia intervencionista, la acción
política del comunismo internacional o de cualquier totalitarismo es
incompatible con la concepción de la libertad americana, la cual descansa en
los postulados incontestables: la dignidad del hombre como persona y la
soberanía de la nación como Estado”.
Tan
barata demagogia anticomunista se implementó para perseguir y aniquilar
cualquier proyecto democrático en el continente, como rápidamente se
demostraría en el caso de Guatemala, cuyo gobierno libre y democrático, fue
aplastado por una confluencia de intereses de la United Fruit Company, la CIA y
el Pentágono en 1954.
La
organización de Estados Americanos, OEA, el “ministerio de colonias de los
Estados Unidos” surgió de las cenizas de Bogotá y se institucionalizó como el
órgano predilecto del imperialismo yanqui para imponer sus políticas en el
continente latinoamericano, para lo cual contó con innumerables testaferros en
los diferentes países, empezando por Colombia.
Con
el auspicio de los Estados Unidos, el estado colombiano y sus clases dominantes
adoptaron el anticomunismo como doctrina oficial y en nombre de la defensa de
los “valores patrios”, del “mundo libre” y de la “civilización occidental y
cristiana” se dieron a la tarea de perseguir y aniquilar toda forma de
oposición política, social o reivindicativa. Eso explica en gran medida la
entronización del terrorismo de Estado y todos sus crímenes durante los últimos
65 años.
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Otro efecto importante de los acontecimientos señalados estaba vinculado con
los aspectos económicos, en lo relacionado con la reconstrucción de Bogotá y
con la implementación de nuevos instrumentos de inversión y de planificación
urbana. Sobre el impacto económico de los mencionados sucesos, el Ministro de
Hacienda y Crédito Público José María Bernal señalaba pocos días después de la
insurrección popular:
“Las
desventuradas ocurrencias del 9 de abril pasado […] implican una nueva fuente
de nuevas obligaciones que es inevitable llenar de alguna forma. El
sostenimiento de un ejército sensiblemente más numeroso que el ordinario; la
dotación de nuevos e inaplazables servicios de seguridad; la urgencia de tomar
medidas encaminadas a la pacificación del país y el robustecimeinto de su
economía; la indiscutible urgencia de atender a los servicios sociales que
procuren un sano equilibrio entre los distintos grupos de colombianos, son
necesidades que han surgido con más protuberancia que antes, y que representan
gastos inmediatos a los cuales es indispensable atender con recursos
ordinarios, ya que, en su mayor parte, no son gastos a los cuales, dentro de
una sana política, deba atenderse con recursos de crédito”.
Para
implementar la recuperación económica y ampliar el aparato de represión, el
gobierno creó dos organismos asesores de su política económica: la Junta de
Planeación de la Reconstrucción de Bogotá y el Comité de Crédito Público y
Asuntos Económicos. El primero tenía funciones de administrar recursos y
realizar operaciones comerciales, mientras el segundo se ocupaba de la política
económica del gobierno.
Entre
las medidas de recuperación se destacaban las concernientes al ordenamiento del
espacio urbano para la reconstrucción del centro de Bogotá, que posteriormente
contó con el asesoramiento directo del arquitecto francés Le Corbusier. En el
orden crediticio, el Banco de la República rebajó en un 25% el encaje bancario
con el fin de destinar créditos a los propietarios perjudicados por los sucesos
de abril; en el orden financiero se autorizó al gobierno para contratar un
préstamo externo de hasta 60 millones de dólares con el Banco Mundial; a nivel
tributario se estableció una impuesto a la renta que variaba del 5% sobre las
rentas líquidas superiores a 24 mil pesos y se impuso un gravamen a los
solteros y a los colombianos residentes en el exterior. Pero el impuesto que
más afectó a la población fue aquel destinado a restablecer el orden público.
Según esta disposición cada contribuyente tenía que pagar el 10% de lo pagado
por la liquidación del año gravable de 1946 por concepto de impuesto a la
renta, patrimonio y complementario.
Calculando
el probable monto de este impuesto, el Banco de la República autorizó un
préstamo al gobierno central por un valor de 10 millones de pesos. Por una suma
equivalente, el municipio de Bogotá emitió bonos de servicios urbanos. Así se
lograba una típica socialización de las pérdidas, para que no solamente los comerciantes
resultaran afectados por los destrozos del 9 de abril, sino para que además el
aumento del pie de fuerza fuera financiado directamente por la población.
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Desde el punto de vista de las clases dominantes el 9 de abril sirvió para que
se impulsara una completa reorganización del Estado, como resultado de lo cual
se fortaleció y cualificó para la represión de una forma más sofisticada y con
nuevos instrumentos de control social e ideológico. De esta manera, las clases
dominantes disponían de todos los recursos para controlar cualquier rebeldía o
síntoma de protesta por parte de las clases subalternas.
Esto
explica que, paradójicamente, el 9 de abril representara el golpe más fuerte
contra la movilización popular en las grandes ciudades, movilización que se
había ampliado desde 1943-1944. De esta forma, la unión sagrada de las clases
dominantes contra los sectores populares tuvo como primordial objetivo la
desorganización y desarticulación de los núcleos más combativos en las
ciudades, empezando por los obreros, que salieron sucesivamente mal librados en
1947-1948 -cuando se implementó el paralelismo sindical y se hostigó y reprimió
con saña a cualquier protesta sindical- y en forma paralela el movimiento
gaitanista, destrozado en sus pocos reductos, si se recuerda que en Bogotá
fueron asesinadas cientos de personas de origen popular.
Después
del 9 de abril, el habitante citadino humilde, que tanta actividad mostró en la
década de 1940, fue desterrado de las calles de las grandes urbes, cuyo control
pasó directamente al aparato represivo. Este control era necesario para las
fuerzas del bipartidismo y de las clases dominantes, dada la radicalidad que
había adquirido la protesta popular. Al ciudadano tampoco se le compensó su
“expulsión” de la calle ofreciéndole condiciones aceptables y humanas de vida
en el interior de los espacios residenciales, sino que se le proporcionaron
pésimas condiciones de existencia, y se le reprimió con la imposición del
Estado de Sitio permanente. Se “expulsó al ciudadano y por la fuerza se le
mantuvo encerrado en un espacio habitacional absolutamente insuficiente,
malsano, antihigiénico, individualizante y opresor”. Las clases dominantes
pudieron dedicarse entonces a diseñar ciudades de y para el capitalismo, sin
ningún tipo de participación de los sectores mayoritarios de la población. Esta
particularidad del desarrollo urbano en el país indica que lo acontecido en “la
década de 1950 a
1960, que tiene tan sombrias consecuencias en la vida nacional, fue
paradójicamente la época del apogeo de la arquitectura moderna en Colombia”.
Desde
el punto de vista de las clases subalternas, el 9 de abril también dejó su
impronta. Muchos de los “nueveabrileños” serían protagonistas centrales de
posteriores gestas de resistencia a la violencia oficial, tanto durante los
gobiernos conservadores (1948-1953) como bajo la dictadura militar de Gustavo
Rojas Pinilla (1953-1957) y fueron organizadores de importantes baluartes
guerrilleros en diversas zonas del país. Pero ellos se marcharon a pelear a las
zonas rurales, porque el 9 de abril desplazó la violencia de las ciudades al
campo, al que se trasladarían también los más importantes focos y centros de
resistencia popular, algunos de los cuales con el tiempo darían origen al
movimiento insurgente que heredó las banderas populares y nacionalistas del
gaitanismo.