Rodolfo Arango* |
Enterrada la posibilidad de prolongar el período
presidencial a seis años, y remota la reelección con promesa de retiro a la
mitad del segundo cuatrienio, surge la pregunta de cómo hacer para tornar la
paz de “política de gobierno” en “política de Estado”.
¿Cómo sacar la
decisión de paz o guerra del ámbito electoral? La fidelidad de los grupos que
compiten por el poder al mandato constitucional de la paz como derecho y deber
supone actitudes y decisiones altruistas que algunos protagonistas no parecen
dispuestos a asumir. En esto radica el reto del gobierno: blindar el proceso de
paz con independencia de quien ocupe la presidencia u obtenga las mayorías del
Congreso entre 2014 y 2018.
Una consulta
popular antes de terminar el año, cuyo resultado es de obligatorio
cumplimiento, podría elevar el acuerdo de paz a política de Estado. Luego
vendrían las reformas constitucionales y legales para desarrollar lo pactado.
Pero un acuerdo refrendado por el pueblo antes de las elecciones del próximo
año está todavía lejano. Mientras las partes negociadoras deliberan,
ultramontanos pasean los cuarteles. Para neutralizar las ansias de solución
total, Gobierno y Farc necesitarían de altas dosis de cordura y generosidad.
El desafío no
es fácil. Se trata de desincentivar la comprensión de “lo político” como la
distinción entre amigo y enemigo. Esta idea conflictiva de propios y ajenos, de
buenos y malos, no sólo es abrazada por el uribismo; es compartida por amplios
sectores de la insurgencia. Al fin y al cabo compartimos una misma cultura
hegemónica, blanca, machista y católica. Los partidarios de una solución
radical, que elimine —incluso físicamente— a los supuestos enemigos o
diferentes, se basan en una concepción de la naturaleza “caída” del ser humano.
Sólo la justicia divina o revolucionaria podría ahorrarnos el valle de lágrimas
o el sufrimiento causado por nuestra “falsa” conciencia. Resultado de esta
visión teológica es la búsqueda de un pueblo homogéneo, puro, presuntamente
democrático, por compartir una idea unitaria del bien común.
Contrapuesta a
la comprensión antagónica de lo político, invitando a la reflexión en momentos
neurálgicos, se encuentra la idea aristotélica de la política. Dice el
Estagirita en su Ética a Nicómaco que “la tarea de la política consiste, sobre
todo, según parece, en promover la amistad; y, por eso, se dice que la virtud
es útil, pues es imposible que sean amigos entre sí los que son recíprocamente
injustos. Además, todos decimos que la justicia y la injusticia se manifiestan
especialmente en relación con los amigos; y se reconoce que el ser humano mismo
es, a la vez, bueno y amigo, y la amistad una cierta propiedad moral; y si uno
desea hacer que los hombres no se traten injustamente, basta con hacerlos
amigos, pues los verdaderos amigos no cometen injusticias entre sí”.
Si bien es
mucho pedir que farcanos o elenos y uribistas se hagan amigos, aunque
metamorfosis de unos en otros se han visto en el pasado, la fuerza
civilizatoria de la discusión y del diálogo puede contribuir a convencer a unos
y otros de que no son tan diferentes. ¿Qué mínimos en el acuerdo permitirían
elevar la política de paz a política de Estado para un eventual presidente
uribista o un Congreso de mayorías afines al líder supremo?
Adenda: Es hora
de que el Congreso de la República avance en el camino civilizatorio y
reconozca la posibilidad de contraer matrimonio civil a las parejas del mismo
sexo.
* Columnista en El Espectador