La ilusión del metacontrol imperial del caos (*)
La mutación
del sistema de intervención militar de los Estados Unidos
Jorge Beinstein
“Las Ilusiones
desesperadas generan vida en tus venas”
St. Vulestry
“La gente cree que las
soluciones provienen de su capacidad de estudiar
sensatamente
la realidad discernible. En realidad, el mundo ya no
funciona
así. Ahora somos un imperio y, cuando actuamos, creamos
nuestra
propia realidad. Y mientras tú estás estudiando esa realidad,
actuaremos
de nuevo, creando otras realidades que también puedes
estudiar.
Somos los actores de la historia, y a vosotros, todos vosotros,
sólo os queda estudiar lo
que hacemos”.
Karl Rove, asesor de George W. Bush, verano de 2002 (1)
Guerra y economía
Jorge Beinstein |
Conceptos tales como “keynesianismo militar” o
“economía de la guerra permanente” constituyen buenos disparadores para
entender el largo ciclo de prosperidad imperial de los Estados Unidos: su
despegue hace algo más de siete décadas, su auge y el reciente ingreso a su
etapa de agotamiento abriendo un proceso
militarista-decadente actualmente en curso.
En 1942 Michal Kelecki exponía el esquema básico de
lo que posteriormente fue conocido como “keynesianismo militar”. Apoyándose en
la experiencia de la economía militarizada de la Alemania nazi, el autor
señalaba las resistencias de las burguesías de Europa y Estados Unidos a la
aplicación de políticas estatales de pleno empleo basadas en incentivos
directos al sector civil y su predisposición a favorecerlas cuando se
orientaban hacia las actividades militares (2). Más adelante Kalecki ya en
plena Guerra Fría describía las características decisivas de lo que calificaba
como triángulo hegemónico del capitalismo norteamericano que combinaba la
prosperidad interna con el militarismo descripto como convergencia entre gastos
militares, manipulación mediática de la población y altos niveles de empleo
(3).
Esta línea de reflexión, a la que adhirieron entre
otros Harry Magdoff, Paul Baran y Paul Sweezy, planteaba tanto el éxito a
corto-mediano plazo de la estrategia de “Manteca + Cañones” (“Guns and
Butter Economy”) que fortalecía al mismo tiempo la cohesión social interna
de los Estados Unidos y su presencia militar global, como sus límites e
inevitable agotamiento a largo plazo.
Sweezy y Baran pronosticaban (acertadamente) hacia
mediados de los años 1960 que uno de los límites decisivos de la reproducción
del sistema provenía de la propia dinámica tecnológica del keynesianismo
militar, pues la sofisticación técnica creciente del armamento tendía
inevitablemente a aumentar la productividad del trabajo reduciendo sus efectos
positivos sobre el empleo y finalmente la cada vez más costosa carrera
armamentista tendría efectos nulos o incluso negativos sobre el nivel general
de ocupación (4).
Es lo que se hizo evidente desde fines de los años 1990,
cuando se inició una nueva etapa de gastos militares ascendentes que continúa
en la actualidad, marcando el fin de la era del keynesianismo militar. Ahora,
el desarrollo en los Estados Unidos de la industria de armas y sus áreas
asociadas incrementa el gasto público causando déficit fiscal y endeudamiento,
sin contribuir a aumentar en términos netos el nivel general de empleo. En
realidad, su peso financiero y su radicalización tecnológica contribuyen de
manera decisiva a mantener altos niveles de desocupación y un crecimiento
económico nacional anémico o negativo transformándose así en un catalizador que
acelera, profundiza la crisis del Imperio (5).
Por otra parte los primeros textos referidos a la
llamada “economía de la guerra permanente” aparecieron en los Estados Unidos a
comienzos de los años 1940. Se trataba de una visión simplificadora que, por lo
general, subestimaba los ritmos y atajos concretos de la historia, pero que hoy
resulta sumamente útil para comprender el desarrollo del militarismo en el muy
largo plazo.
Hacia 1944 Walter Oakes definía una nueva fase del
capitalismo donde los gastos militares ocupaban una posición central; no se
trataba de un hecho coyuntural impuesto por la Segunda Guerra
Mundial en curso, sino de una transformación cualitativa integral del sistema
cuya reproducción ampliada universal durante más de un siglo, había terminado
por generar masas de excedentes de capital que no encontraban en las potencias
centrales espacios de aplicación en la economía civil productora de bienes y
servicios de consumo y producción.
La experiencia de los años 1930, como lo demostraba
Oakes, señalaba que ni las obras públicas del New Deal de Roosevelt en los
Estados Unidos, ni la construcción de autopistas en Alemania nazi, habían
conseguido una significativa recuperación de la economía y el empleo: solo la
puesta en marcha de la economía de guerra, en Alemania primero y desde 1940 en
los Estados Unidos, había logrado dichos objetivos (6).
En el caso alemán la carrera armamentista terminó con
una derrota catastrófica, en el caso norteamericano la victoria no llevó a la
reducción del sistema militar-industrial sino a su expansión.
Al reducirse los efectos de la guerra, la economía de
los Estados Unidos comenzó a enfriarse y el peligro de recesión asomó su
rostro, pero el inicio de la guerra fría y luego la guerra de Corea (1950)
alejaron al fantasma abriendo un nuevo ciclo de gastos militares.
En octubre de 1949 el profesor de la Universidad de Harvard
Summer Slichter, de gran prestigio en ese momento, señalaba ante una convención
de banqueros: “[La Guerra
Fría] incrementa la demanda de bienes, ayuda a mantener un
alto nivel de empleo, acelera el progreso tecnológico, todo lo cual mejora el
nivel de vida en nuestro país… en consecuencia nosotros deberíamos agradecer a
los rusos por su contribución para que el capitalismo funcione mejor que nunca
en los Estados Unidos” . Hacia 1954 aparecía la siguiente afirmación en la
revista U.S. News & World Report: “¿Qué significa para el mundo de los
negocios la Bomba H?:
un largo período de grandes ventas que se incrementarán en los próximos años.
Podríamos concluir con esta afirmación: la bomba H ha arrojado a la recesión
por la ventana” (7).
Como lo señalaba a comienzos de los años 1950 T. N.
Vance, uno los teóricos de la “economía de la guerra permanente”, los Estados
Unidos habían ingresado en una sucesión de guerras que definían de manera
irreversible las grandes orientaciones de la sociedad, después de la guerra de
Corea solo cabía esperar nuevas guerras (8).
En su texto fundacional de la teoría, Walter Oakes
realizaba dos pronósticos decisivos: la
inevitablidad de una tercera guerra mundial que
ubicaba hacia 1960 y el empobrecimiento de los trabajadores norteamericanos
desde fines de los años 1940, provocada por la dinámica de concentración de
ingresos motorizada por el complejo militar-industrial (9).
Podemos en principio considerar desacertados a dichos
pronósticos. No se produjo la tercera guerra mundial aunque se consolidó la Guerra Fría, que mantuvo
la ola militarista durante más de cuatro décadas, atravesada por dos grandes
guerras regionales (Corea y Vietnam) y una densa serie de pequeñas y medianas
intervenciones imperiales directas e indirectas. Cuando se esfumó la Guerra Fría, luego de
un breve intermedio en los años 1990 la guerra universal del Imperio prosiguió
contra nuevos “enemigos” que justificaban su desarrollo (“guerras
humanitarias”, “guerra global contra el terrorismo”, etcétera): la oferta
de servicios militares, el “aparato militarista” y las áreas asociadas al mismo
creaban, inventaban, su propia demanda.
Tampoco se precipitó el empobrecimiento de las clases
bajas de los Estados Unidos; por
el contrario, la redistribución keynesiana de ingresos se mantuvo hasta
los años 1970, el nivel de vida de los trabajadores y las clases medias mejoró
sustancialmente, funcionó la interacción positiva entre militarismo y
prosperidad general. A eso contribuyeron varios factores, entre ellos la
explotación de la periferia ampliada gracias a la emergencia de los Estados
Unidos como superpotencia mundial apuntalada por su aparato militar, el
restablecimiento de las potencias capitalistas afectadas por la guerra (Japón,
Europa Occidental) que en la nueva era se encontraban estrechamente asociadas a
los Estados Unidos y el enorme efecto multiplicador a nivel interno de los
gastos militares sobre el consumo, el empleo y la innovación tecnológica.
Algunos de estos factores, subestimados por Oakes, habían sido señalados a
mediados de los años 1960 por Sweezy y Baran (10).
Sin embargo la llegada de Ronald Reagan a la Casa Blanca (1980)
marcó una ruptura en la tendencia (aunque ya desde los años 1970 habían
aparecido los primeros síntomas de la enfermedad), y se inició un proceso de
concentración de ingresos que fue avanzando cada vez más rápido en las décadas
posteriores.
Entre 1950 y 1980 el 1 % más rico de la población de
los Estados Unidos absorbía cerca del 10 % del Ingreso Nacional (entre 1968 y
1978 se mantuvo por debajo de esa cifra) pero a partir de comienzos de los años
1980 esa participación fue ascendiendo, hacia 1990 llegaba al 15 % y cerca de
2009 se aproximaba al 25 %.
Por su parte el 10 % más rico absorbía el 33 % del
Ingreso Nacional en 1950, manteniéndose
siempre por debajo del 35 % hasta fines de los años 1970, pero en 1990 ya
llegaba al 40 % y en 2007 al 50 % (11).
El salario horario promedio fue ascendiendo en
términos reales desde los años 1940 hasta comienzos de los años 1970 en que
comenzó a descender y un cuarto de siglo más tarde había bajado en casi un 20 %
(12). A partir de la crisis de 2007-2008 con el rápido aumento de la
desocupación se aceleró la concentración de ingresos y la caída salarial:
algunos autores utilizan el término “implosión salarial” (13).
Una buena expresión del deterioro social es el
aumento de los estadounidenses que reciben bonos de ayuda alimentaria (“food
stamps”), dicha población indigente llegaba a casi 3 millones en 1969 (en
plena prosperidad keynesiana), subieron a 21millones en 1980, a 25 millones en 1995
y a 47 millones en 2012 (14).
Mientras tanto los gastos militares no dejaron de
crecer, impulsados por sucesivas olas belicistas incluidas en el primer gran
ciclo de la guerra fría (1946-1991) y en el segundo ciclo de la “guerra contra
el terrorismo” y las “guerras humanitarias” desde fines de los años 1990 hasta
el presente (Guerra de Corea, Guerra de Vietnam, “Guerra de las Galaxias” de la
era Reagan, Guerra de Kosovo, Guerras de Irak y Afganistán, etcétera).
Luego de la Segunda Guerra Mundial podemos establecer dos
períodos bien diferenciados en la
relación entre gastos públicos y crecimiento económico (y del empleo) en los
Estados Unidos. El primero abarca desde mediados de los años 1940 hasta fines de
los años 1960 donde los gastos públicos crecen y las tasas de crecimiento
económico se mantienen en un nivel elevado, son los años dorados del
keynesianismo militar.
El mismo es seguido por un período donde los gastos
públicos siguen subiendo tendencialmente
pero las tasas de crecimiento económico oscilan en torno de una línea
descendente, marcando la decadencia y fin del keynesianismo: el efecto
multiplicador positivo del gasto público declina inexorablemente hasta llegar
al dilema sin solución, evidente en estos últimos años de crecimientos
económicos anémicos donde una reducción del gasto estatal tendría fuertes
efectos recesivos mientras que su incremento posible (cada vez menos posible)
no mejora de manera significativa la situación.
Así como el “éxito” histórico del capitalismo liberal
en el siglo XIX produjo las condiciones de su crisis, su superador keynesiano
también generó los factores de su posterior decadencia.
La marcha exitosa del capitalismo liberal concluyó
con una gigantesca crisis de sobreproducción y sobreacumulación de capitales
que desató rivalidades interimperialistas, militarismo y estalló bajo la forma
de Primera Guerra Mundial (1914-1918). La “solución” consistió en la expansión
del Estado, en especial su estructura militar, Alemania y Japón fueron los
pioneros.
La transición turbulenta entre el viejo y el nuevo
sistema duró cerca de tres décadas (1914-1945) y de ella emergieron los Estados
Unidos como única superpotencia capitalista integrando estratégicamente a su
esfera de dominación a las otras grandes economías del sistema. El
keynesianismo militar norteamericano apareció entonces en el centro dominante
de los Estados Unidos: el centro del mundo capitalista. Vance señalaba que “con
el comienzo de la
Segunda Guerra Mundial los Estados Unidos y el capitalismo
mundial entraron en la nueva era de la Economía de la Guerra Permanente”
(15). Fue así si lo entendemos como victoria definitiva del nuevo sistema
precedida por una compleja etapa preparatoria iniciada en la segunda década del
siglo XX.
Su génesis está marcada por el nazismo, primer ensayo
exitoso-catastrófico de “keynesianismo militar”: su trama ideológica, que lleva
hasta el límite más extremo el delirio de la supremacía occidental, sigue
aportando ideas a las formas imperialistas más radicales de Occidente, como los
halcones de George W. Bush o los sionistas neonazis del siglo XXI. Por otra
parte, estudios rigurosos del fenómeno nazi descubren no solo sus raíces
europeas (fascismo italiano, nacionalismo francés, etcétera) sino también
norteamericanas (16). Aunque luego de la guerra el triunfo de la economía
militarizada en los Estados Unidos asumió un rostro “civil” y “democrático”,
ocultando sus fundamentos bélicos.
La decadencia del keynesianismo militar encuentra una
primera explicación en su hipertrofia e integración con un espacio parasitario
imperial más amplio donde la trama financiera ocupa un lugar decisivo. En una
primera etapa el aparato industrial-militar y su entorno se expandieron
convirtiendo al gasto estatal en empleos directos e indirectos, en transferencias
tecnológicas dinamizadoras del sector privado, en garantía blindada de los
negocios imperialistas externos, etcétera. Pero con el correr del tiempo, con
el ascenso de la prosperidad imperial, incentivó y fue incentivado por una
multiplicidad de formas sociales que parasitaban sobre el resto del mundo al
mismo tiempo que tomaban cada vez mayor peso interno.
Además el continuo crecimiento económico terminó
provocando saturaciones de mercados locales, acumulaciones crecientes de
capital, concentración empresaria y de ingresos. El capitalismo norteamericano
y global se encaminaba hacia fines de los años 1960 hacia una gran crisis de
sobreproducción que provocó las primeras perturbaciones importantes bajo la
forma de crisis monetarias (crisis de la libra esterlina, fin del patrón
dólar-oro en 1971), luego energéticas (shocks petroleros de 1973-74 y 1979)
atravesadas por desajustes inflacionarios y recesivos (“estanflación”).
En las décadas siguientes la crisis no fue superada
sino amortiguada, postergada través de la superexplotación y el saqueo de la
periferia, la financierización, los gastos militares, etcétera. Todo ello no
reinstaló el dinamismo de la postguerra pero impidió el derrumbe, suavizó la
enfermedad agravándola a largo plazo.
La tasa de crecimiento real de la economía
norteamericana fue recorriendo de manera irregular una línea descendente y en
consecuencia sus gastos improductivos crecientes fueron cada vez menos
respaldados por la recaudación tributaria. Y al déficit fiscal se le sumó el
déficit del comercio exterior perpetuado por la pérdida de competitividad
global de la industria.
El Imperio se fue convirtiendo en un mega parásito
mundial, acumuló deudas públicas y privadas ingresando en un círculo vicioso ya
visto en otros imperios decadentes; el parasitismo degrada al parásito, lo hace
más y más dependiente del resto del mundo, lo que exacerba su intervencionismo
global, su agresividad militar.
El mundo es demasiado grande desde el punto de vista
de sus recursos concretos (financieros, militares, etcétera) pero el logro del
objetivo históricamente imposible de dominación global es su única posibilidad
de salvación como Imperio. Los gastos militares y el parasitismo en general
aumentan, los déficits crecen, la economía se estanca, la estructura social
interna se deteriora… lo que Paul Kennedy definía como “excesiva extensión
imperial” (17) es un hecho objetivo determinado por las necesidades
imperiales que opera como una trampa histórica de la que el Imperio no puede
salir.
Gastos militares
Los gastos militares de los Estados Unidos aparecen
subestimados en las estadísticas oficiales. En 2012 los gastos del Departamento
de Defensa llegaron a unos 700 mil millones de dólares, si a los mismos se les
adicionan los gastos militares que aparecen integrados (diluidos) en otras
áreas del Presupuesto (Departamento de Estado, USAID, Departamento de Energía,
CIA y otras agencias de seguridad, pagos de intereses, etcétera) se llegaría a
una cifra cercana a los 1,3 billones (millones de millones) de dólares18. Esa
cifra equivale a casi el 9 % del producto Bruto Interno, al 50 % de los
ingresos fiscales previstos, al 100 % del déficit fiscal.
Esos gastos militares reales representaron casi el 60
% de los gastos militares globales aunque si les sumamos los de sus socios de la OTAN y de algunos países
vasallos extra-OTAN como Arabia Saudita, Israel o Australia se llegaría como
mínimo al 75 %19.
A partir del gran impulso inicial en la Segunda Guerra
Mundial y el descenso en la inmediata post guerra los gastos militares reales
norteamericanos oscilaron en torno de una tendencia ascendente atravesando
cuatro grandes olas belicistas: la guerra de Corea a comienzos de los años
1950, la guerra de Vietnam desde los años 1960 hasta mediados de los años 1970,
la “guerra de las galaxias” de la era Reagan en los años 1980 y las
guerras “humanitarias” y “contra el terrorismo” de la post guerra fría.
El keynesianismo militar del Imperio ha quedado en el
pasado, pero la idea de que guerra externa y prosperidad interna van de la mano
sigue dominando el imaginario de vastos sectores sociales en los Estados
Unidos, son restos ideológicos sin base real en el presente pero útiles para la
legitimación de las aventuras bélicas.
Néstor Kirchner, ex presidente de Argentina, reveló
en una entrevista con el director Oliver Stone para su documental “South of the
Border”, que el ex presidente de los Estados Unidos George W. Bush estaba
convencido de que la guerra era la manera de hacer crecer la economía de los
Estados Unidos. El encuentro entre ambos presidentes se produjo en una cumbre
en Monterrey, México, en enero de 2004, y la versión del presidente argentino
es la siguiente: “Yo dije que la solución a los problemas en este momento,
le dije a Bush, es un Plan Marshall. Y él se enojó. Dijo que el Plan Marshall
es una idea loca de los demócratas y que la mejor forma de revitalizar la
economía es la guerra. Y que los Estados Unidos se han fortalecido con la
guerra” (20).
Recientemente Peter Schiff, presidente de la
consultora financiera “Euro Pacific Capital” escribió un texto delirante
ampliamente difundido por las publicaciones especializadas cuyo título lo dice
todo.” ¿Porque no otra Guerra mundial?” (21). Comenzaba su artículo señalando
el consenso entre los economistas de que la Segunda Guerra
Mundial permitió a los Estados Unidos superar la Gran Depresión y
que si las guerras de Irak y Afganistán no consiguieron reactivar de manera
durable a la economía norteamericana se debe a que “dichos conflictos son
demasiado pequeños para ser económicamente importantes”.
Si enfocamos el análisis en la relación entre gastos
militares, PBI y empleo constataríamos lo siguiente: los gastos militares
pasaron de 2800 millones de dólares en 1940 a 91 mil millones en 1944 lo que impulsó
al Producto Bruto Interno nominal de 101 mil millones de dólares en 1940 a 214 mil millones en
1944 (se duplicó en solo cuatro años), la tasa de desocupación apenas bajó del
9 % en 1939 al 8 % en 1940 pero en 1944 había caído al 0,7 %, el primer salto
importante en los gastos militares se produjo entre 1940 y 1941 cuando pasaron
de 2800 millones de dólares a 12700 millones equivalentes al 10 % del PBI (22)
proporción bastante parecida a la de 2012 (u$s 1,3 billones, aproximadamente 9
% del PBI). Esto significa que el gasto militar de 1944 equivalía a unas siete
veces el de 1941. Si trasladamos ese salto a cifras actuales eso significa que
el gasto militar real de los Estados Unidos debería llegar en 2015 a unos 9 billones
(millones de millones) de dólares equivalentes por ejemplo a siete veces el
déficit fiscal de 2012.
La sucesión de saltos en el gasto público entre 2012
y 2015 acumularía una gigantesca masa de déficits que ni los ahorristas
norteamericanos ni los del resto del mundo estarían en condiciones de cubrir
comprando títulos de deuda de un imperio enloquecido.
Schift recuerda en su texto que los ahorristas
norteamericanos compraron durante la Segunda Guerra Mundial 186 mil millones de
dólares en bonos de deuda pública equivalentes al 75 % de la totalidad de
gastos del gobierno federal entre 1941 y 1945 concluyendo que esa “proeza” es
hoy imposible. Simplemente, nos explica Schift llevando al extremo su
razonamiento siniestro, no hay de donde obtener el dinero necesario para poner
en marcha una estrategia militar-reactivadora similar a la de 1940-45.
En realidad esa imposibilidad es mucho más fuerte. La
economía de los Estados Unidos de 1940 estaba dominada por componentes
productivas, principalmente industriales, actualmente el consumismo, toda clase
de servicios parasitarios (empezando por la maraña financiera), la decadencia
generalizada de la cultura de producción, etcétera, nos indican que ni aun
aplicando una inyección de gastos públicos equivalente a la de 1940-45 se
podría lograr una reactivación de esa envergadura. El parásito es demasiado
grande, su senilidad está muy avanzada, no hay ninguna medicina keynesiana que
lo pueda curar o que por lo menos sea capaz de restablecer una parte
significativa de su vigor juvenil.
Privatización, informalización y
elitización. Lumpen-imperialismo.
La guerra asiática, la más ambiciosa de la historia
de los Estados Unidos, fracasó tanto desde el ángulo político-militar como del
económico, la estrategia de dominación de la franja territorial que va desde
los Balcanes hasta Pakistán pasando por Turquía, Siria, Irak, Iran y las ex
repúblicas soviéticas de Asia central se encuentra hoy empantanada. Sin
embargo, su desarrollo permitió transformar el dispositivo militar del Imperio
convirtiendo su maquinaria de guerra tradicional en un sistema flexible a medio
camino entre las estructuras formales regidas por la disciplina militar
convencional y las informales agrupando una maraña confusa de núcleos
operativos oficiales y bandas de mercenarios.
El proceso de integración de mercenarios a las
operaciones militares tiene antecedentes en los tramos finales de la guerra
fría, la organización de los “contras” en Nicaragua y de los “muyahidines” en
Afganistán pueden ser consideradas como los primeros pasos en los años 1970 y 1980
de las nuevas estrategias de intervención. Decenas de miles de mercenarios
fueron en esos casos entrenados, armados y financiados con resultados exitosos
para el Imperio.
Según diversos estudios sobre el tema, los Estados
Unidos y Arabia Saudita gastaron unos 40 mil millones de dólares en las
operaciones afganas (donde comenzó su carrera internacional el por entonces
joven ingeniero Osama Bin Laden) asestando un golpe decisivo a la URSS (23). Otro paso
importante fueron las guerras étnicas en Yugoslavia durante los años 1990,
donde los Estados Unidos y sus aliados de la OTAN, principalmente Alemania, desarrollaron una
compleja tarea de desintegración de ese país cuyo éxito se apoyó en la
utilización de mercenarios, el caso más notorio fue el de guerra de Kosovo
donde se destacó el ELK (”Ejército de Liberación de Kosovo”) cuyos integrantes
eran principalmente reclutados desde redes mafiosas (tráfico de drogas,
etcétera) bajo el mando directo de la
CIA extendiendo sus lazos hasta el ISI (servicio de inteligencia
de Pakistán). Actualmente, el “estado” kosovar “independiente” aparece
vinculado con la intervención de la
OTAN en Siria, en Junio de 2012 el ministro de relaciones
exteriores de Rusia exigía el cese de las operaciones de desestabilización de
Siria realizadas desde Kosovo (24).
Estas nuevas prácticas de intervención fueron
acompañadas por un denso proceso de reflexión de los estrategas imperiales
disparado por la derrota en Vietnam. La “Guerra de Baja Intensidad” fue uno de
sus resultados y las teorizaciones en torno de la llamada “Guerra de Cuarta
Generación (4GW)” consolidaron la nueva doctrina en cuyo paper fundacional
(1989) redactado por William Lind y tres miembros de las fuerzas armadas de los
Estados Unidos y publicado en el “Marine Corps Gazete” (25) son borradas
las fronteras entre las áreas civil y militar: toda la sociedad enemiga en
especial su identidad cultural pasa a ser el objetivo de la guerra.
La nueva guerra es definida como descentralizada,
poniendo el énfasis en la utilización de fuerzas militares “no estatales” (es
decir paramilitares), empleando tácticas de desgaste propias de las guerrillas,
etc. A ello se agrega el empleo intenso del sistema mediático tanto focalizado
contra la sociedad enemiga como abarcando a la llamada “opinión pública global”
(el pueblo enemigo es al mismo tiempo atacado psicológicamente y aislado del
mundo) combinado con acciones de guerra de alto nivel tecnológico. En este
último caso se trata de aprovechar la gigantesca brecha tecnológica existente entre
el imperio y la periferia para golpearla sin peligro de respuesta, es lo que
los especialistas denominan confrontación asimétrica “high-tech/no-tech”.
Las estadísticas oficiales referidas a los
mercenarios son por lo general confusas y parciales, de todos modos algunos
datos provenientes de fuentes gubernamentales, civiles o militares, pueden
ilustrarnos acerca de la magnitud del fenómeno. En primer lugar el rol del
Departamento de Defensa, principal contratista de mercenarios, su presupuesto
destinado a esos gastos se incrementó en cerca de un 100 % entre el 2000 y el
2005 empleando modalidades propias de las grandes empresas transnacionales como
la tercerización y la relocalización de actividades, lo que ha producido un
gigantesco universo en expansión de negocios privados consagrados a la guerra…
financiados por el Estado y generadores de intrincados entramados de
corrupciones y corruptelas (26).
El llamado “Mando Central” militar de los Estados
Unidos (US CENTCOM) dio a conocer recientemente algunos datos significativos:
los mercenarios contratados reconocidos en el área de Medio Oriente-Asia
Central llegarían a unos 137 mil trabajando directamente para el Pentágono, de
ese total solo unos 40 mil serían ciudadanos norteamericanos. Aunque según
datos del Departamento de Defensa sumando los datos de Afganistán e Irak
estarían en el terreno unos 175 mil soldados regulares y 190 mil mercenarios:
el 52 % del total (27).
A estas cifras debemos agregar en primer lugar a los
mercenarios contratados por otras áreas del gobierno norteamericano, como el
Departamento de Estado y luego los contratos en zonas del mundo como África
donde el AFRICOM (mando militar norteamericano en ese continente) ha
incrementado exponencialmente sus actividades durante el último lustro y luego
debemos incorporar a los mercenarios actuando bajo el mando estratégico
norteamericano pero contratados por países vasallos como las petromonarquías
del Golfo Pérsico visible en los casos de Libia y Siria.
Deben ser también incluidos los mercenarios operando
en otras regiones de Asia y en América Latina. Pero la cuenta no termina allí,
ya que a ese universo es necesario agregar a las redes mafiosas y/o
paramilitares agrupando en todos los continentes a un “personal disponible” que
se autofinancia gracias a actividades ilegales (drogas, prostitución, etcétera)
protegidas por diversas agencias de seguridad norteamericanas como la DEA o bien que integra
“agencias de seguridad privada”, muy notorias por ejemplo en América Latina
legalmente establecidas en los países periféricos y estrechamente vinculadas a
agencias privadas norteamericanas y/a la
DEA, la CIA
u otras organismos de inteligencia del Imperio.
Y la lista sigue… recientemente apareció publicada en
el “Washington Post” una investigación referida a la “América ultra
secreta” (Top Secret America) de las agencias de seguridad que informa acerca
de la existencia actual de 3202 agencias de seguridad (1271 públicas y 1931
privadas) empleando a unas 854 mil personas trabajando en temas de “antiterrorismo”,
seguridad interior e inteligencia en general, instaladas en unos 10 mil
domicilios en el territorio de los Estados Unidos (28).
Sumando las distintas cifras mencionadas y evaluando
datos ocultos algunos expertos adelantan un total aproximado global (dentro y
fuera del territorio de los Estados Unidos) próximo al millón de personas
combatiendo en la periferia, haciendo espionaje, desarrollando manipulaciones
mediáticas, activando “redes sociales”, etcétera. Comparemos por ejemplo ese
dato con las aproximadamente 1 millón 400 mil personas que conforman el sistema
militar público del Imperio.
Por su parte las tropas regulares han sufrido un
rápido proceso de informalización, de ruptura respecto de las normas militares
convencionales, conformando comandos de intervención inscriptos en una dinámica
abiertamente criminal. Es el caso del llamado Comando Conjunto de
Operaciones Especiales o “JSOC” (Joint Special Operations Command). Comando
conjunto secreto en línea de mandos directa con el Presidente y el Secretario
de Defensa con autoridad para elaborar su lista de asesinatos, tiene su propia
división de inteligencia, su flota de drones y aviones de reconocimiento, sus
satélites e incluso sus grupos de ciber-gerreros capaces de atacar redes de
internet.
Dispone de numerosas unidades operativas. Creado en
1980 quedó sepultado por su estrepitoso fracaso en Irán cuando trató de
rescatar al personal de la embajada norteamericana en Teherán, fue resucitado
recientemente. En 2001 disponía de unos 1800 miembros, actualmente llegarían a
25 mil, en los últimos tiempos ha realizado operaciones letales en Irak,
Pakistán, Afganistán, Siria, Libia y muy probablemente en México y Colombia,
etcétera. Se trata de un agrupamiento de “escuadrones de la muerte” de alcance global,
autorizado para realizar toda clase de operaciones ilegales, desde asesinatos
individuales o masivos, hasta sabotajes, intervenciones propias de la guerra
psicológica, etcétera. En Septiembre de 2003 Donald Runsfeld había dictado una
resolución colocando al JSOC en el centro la estrategia “antiterrorista” global
y desde entonces su importancia ha ido en ascenso pasando hoy a ser, bajo la
presidencia del premio nobel de la paz Barak Obama, una suerte de ejercito
clandestino de claro perfil criminal bajo la órdenes directas del Presidente
(29).
Las fuerzas de intervención de los Estados Unidos
tienen ahora un sesgo claramente privado-clandestino, en plena “Guerra de
Cuarta Generación” funcionan cada vez más al margen de los códigos militares y
las convenciones internacionales. Un reciente artículo de Andrew Bacevich
describe las etapas de esa mutación durante la década pasada que culminan
actualmente en lo que el autor denomina “era Wickers” (actual subsecretario de
inteligencia del Departamento de Defensa) focalizada en la eliminación física
de “enemigos”, el uso dominante de mercenarios, de campañas mediáticas, redes
sociales, todo ello destinado a desestructurar organizaciones y sociedades
consideradas hostiles.
A comienzos del año pasado la entonces Secretaria de
Estado Hillary Clinton pronunció una frase que no requiere mayores
explicaciones: “Los Estados Unidos se reservan el derecho de atacar en
cualquier lugar del mundo a todo aquello que sea considerado como una amenaza
directa para su seguridad nacional” (30).
Si sumamos a esta orientación mercenaria-gangsteril
del Imperio, otros aspectos como la
financierización integral de su economía dominada por
el cortoplacismo, su desintegración social interna con acumulación acelerada de
marginales, con una población total que representa el 5 % de la mundial pero
con una masa de presos equivalentes al 25 % del total de personas encarceladas
en el planeta, etcétera, llegaríamos a la conclusión de que estamos en
presencia de una suerte de lumpen imperialismo completamente dominado por
intereses parasitarios embarcado en una lógica destructiva de su entorno que al
mismo tiempo va degradando sus bases de sustentación interna (31).
La ilusión del metacontrol del caos.
Podríamos establecer la convergencia entre la
hipótesis de la “economía de guerra permanente” y la del “keynesianismo
militar”, este último expresó la primera etapa del fenómeno
(aproximadamente entre 1940 y 1970). Fueron los años de la prosperidad imperial
cuyos últimos logros ya mezclados con claros síntomas de crisis se prologaron
hasta el final de la guerra fría. A esa etapa floreciente le sigue una segunda
post keynesiana caracterizada por la dominación financiera, la concentración de
ingresos, el desinfle salarial, la marginalización social y la degradación
cultural en general donde el aparato militar opera como un acelerador de la
decadencia provocando déficits fiscales, y
endeudamientos públicos.
La opción por la privatización de la guerra aparece
como una respuesta “eficaz” a la declinación del espíritu de combate de
la población (dificultades crecientes en el reclutamiento forzado de ciudadanos
a partir de la derrota de Vietnam). Sin embargo el remplazo del
ciudadano-soldado por el soldado-mercenario o la presencia decisiva de este
último termina tarde o temprano por provocar serios daños en el funcionamiento
de las estructuras militares: no es lo mismo administrar a ciudadanos normales
que a una masa de delincuentes.
Cuando el lumpen, los bandidos predominan en un
ejército, el mismo se convierte en un ejército de bandidos y un ejército de
bandidos ya no es un ejército. El potencial disociador de los mercenarios es a
largo plazo de casi imposible control y su falencias en el combate no pueden
ser compensadas sino muy parcialmente por despliegues tecnológicos sumamente
costosos y de resultado incierto.
La conformación de fuerzas clandestinas
no-mercenarias de elite, respaldadas por un aparato tecnológico sofisticado
capaz de descargar golpes puntuales demoledores contra el enemigo, como es el
caso del JSOC, son buenos instrumentos terroristas pero no remplazan las
funciones de un ejército de ocupación y a mediano plazo (muchas veces a corto
plazo) terminan por fortalecer el espíritu de resistencia del enemigo.
Podríamos sintetizar de manera caricatural a la nueva
estrategia militar del Imperio a partir del predominio de diversas formas de “guerra
informal” combinando mercenarios (muchos mercenarios) con escuadrones de la
muerte (tipo JSOC), bombardeos masivos, drones, control mediático
global, asesinatos tecnológicamente sofisticados de dirigentes periféricos. La
guerra se elitiza, se transforma en un conjunto de operaciones mafiosas, se
aleja físicamente de la población norteamericana y su cúpula dominante empieza
a percibirla como un juego virtual dirigido por gangsters.
Por otra parte la adopción de estructuras mercenarias
y clandestinas de intervención externa como forma dominante tiene efectos
contraproducentes para el sistema institucional del imperio tanto desde el
punto de vista del control administrativo de las operaciones como de las
modificaciones (y de la degradación) en las relaciones internas de poder. El
comportamiento gangsteril, la mentalidad mafiosa termina por apoderarse de los
altos mandos civiles y militares y se traduce al comienzo en acciones externas,
periféricas y más adelante (rápidamente) en ajustes de cuentas, en conductas
habituales al interior del sistema de poder.
El horizonte objetivo (más allá de los discursos y
convicciones oficiales) de la “nueva estrategia” no es el
establecimiento de sólidos regímenes vasallos, ni la instalación de ocupaciones
militares duraderas controlando territorios de manera directa sino más bien
desestabilizar, quebrar estructuras sociales, identidades culturales, degradar
o eliminar dirigentes, las experiencias de Irak y Afganistán (y México) y más
recientemente las de Libia y Siria confirman esta hipótesis.
Se trata de la estrategia del caos periférico,
de la transformación de naciones y regiones más amplias en áreas desintegradas,
balcanizadas, con estados-fantasmas, clases sociales (altas, medias y bajas)
profundamente degradadas sin capacidad de defensa, de resistencia ante los
poderes políticos y económicos de Occidente que podrían así depredar
impunemente sus recursos naturales, mercados y recursos humanos (residuales).
Este imperialismo tanático del siglo XXI, se
corresponde con tendencias desintegradoras en las sociedades capitalistas
dominantes, en primer lugar la de los Estados Unidos. Esas economías han
perdido su potencial de crecimiento, hacia finales de 2012 luego de un lustro
de crisis financiera oscilaban entre el crecimiento anémico (Estados Unidos),
el estancamiento girando hacia la recesión (la Unión Europea) y la
contracción productiva (Japón).
Los estados, las empresas y los consumidores están
aplastados por las deudas, la suma de deudas públicas y privadas representan
más del 500 % del Producto Bruto Interno en Japón e Inglaterra y más del 300 %
en Alemania, Francia y los Estados Unidos donde el gobierno federal estuvo en
2011 al borde del default. Y por encima de deudas y sistemas productivos
financierizados existe una masa financiera global equivalente a unas veinte
veces el Producto Bruto Mundial, motor dinamizador, droga indispensable del
sistema que ha dejado de crecer desde hace aproximadamente un lustro y cuyo
desinfle tratan de impedir los gobiernos de las potencias centrales.
Se presenta entonces la ilusión de una suerte de
metacontrol estratégico desde las grandes alturas, desde las cumbres de
Occidente sobre las tierras bajas, periféricas, donde pululan miles de millones
de seres humanos cuyas identidades culturales e instituciones son vistas como
obstáculos a la depredación. Las elites de Occidente, el imperio colectivo
hegemonizado por los Estados Unidos, están cada día más convencidas de que
dicha depredación prolongará su vejez, alejará el fantasma de la muerte.
El caos periférico aparece a la vez como el resultado
concreto de sus intervenciones militares y financieras (producto de la
reproducción decadente de sus sociedades) y como la base de feroces
depredaciones. El gigante imperial busca beneficiarse del caos pero termina por
introducir el caos entre sus propias filas, la destrucción deseada de la
periferia no es otra cosa que la autodestrucción del capitalismo como sistema
global, su pérdida veloz de racionalidad. La fantasía acerca del metacontrol
imperialista del caos periférico expresa una profunda crisis de percepción, la
creencia de que los deseos del poderoso se convierten fácilmente en hechos reales,
lo virtual y lo real se confunden conformando un enorme pantano psicológico.
En realidad la “estrategia” de metacontrol
imperial del caos, sus formas operativas concretas la convierten en una maraña
de tácticas que tienden a conformar una masa crecientemente incoherente,
prisionera del corto plazo. Lo que pretende convertirse en la nueva doctrina
militar, en un pensamiento estratégico innovador que responde a la realidad
global actual facilitando la dominación imperialista del mundo no es otra cosa que
una ilusión desesperada generada por la dinámica de la decadencia. Bajo la
apariencia de ofensiva estratégica, irrumpen los manotazos
históricamente defensivos de un sistema cuya cúpula imperial va perdiendo la
capacidad de aprehensión de la totalidad real, la razón de estado se va
convirtiendo en un delirio criminal extremadamente peligroso dado el gigantismo
tecnológico de los Estado Unidos y sus socios europeos.
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(*), Conferencia dictada en el
Seminario “Nuestra América y Estados Unidos: desafíos del Siglo XXI”. Facultad
de Ciencias Económicas de la Universidad Central del Ecuador, Quito, 30 y 31
de Enero de 2013.
(1), Ron Suskind, “Without a doubt:
faith, certainty and the presidency of George W. Bush”, The New York Times,
17-10-04.
(2), Su exposición desarrollada en la Marshall Society
(Cambridge) en la primavera de 1942 fue publicada el año siguiente. Michal
Kalecki, “Political Aspects of Full Unemployment”, Political Quaterly, V 14,
oct.-dec. 1943.
(3), Michal Kalecki, The Last Phase
in the transformation of Capitalism, Monthly Review Press, Nueva York, 1972.
(4), Paul Sweezy & Paul Baran,
Monopoly Capital, Monthly Review Press, Nueva York, 1966.
(5), Scoot B. MacDonald,
“Globalization and the End of the Guns and Butter Economy”, KWR Special Report,
2007.
(6), Oakes, Walter J., “Towards a
Permanent War Economy?”, Politics, February 1944.
(7), Ambas citas aparecen en el
texto de John Bellamy Foster, Hannah Holleman y Robert W. McChesney, “The U.S.
Imperial Triangle and Military Spending”, Monthly Review, October 2008.
(8), Vance, T. N. 1950, “After Korea
What? An Economic Interpretation of U.S. Perspectives”, New International,
November–December; Vance, T. N. 1951, “The Permanent Arms Economy”, New
International.
(9), Oakes, Walter J, artículo
citado.
(10), Paul Sweezy & Paul Baran,
libro citado.
(11), Thomas Piketty & Emmanuel
Saez, “Top Incomes and the Great Recession: Recent Evolutions and Policy
Implications”, 13th Jacques Polak Annual Research Conference, Washington,
DC─November 8–9, 2012.
(12), Fuente: U.S. Bureau of Labor
Statistics.
(13), Lawrence Mishel and Heidi,
“The Wage Implosion”, Economic Policy Institute, June 3, 2009.
(14), FRAC, Food Research and Action
Center- SNAP/SNAP/Food Stamp Participation ().
(15), Vance T. N, “The Permanent War
Economy”, New International, Vol 17, Nº 1, January-February 1951.
(16), Doménico Losurdo, “Las raices
norteamericanas del nazismo”, Enfoques Alternativos, nº 27, Octubre de 2006,
Buenos Aires.
(17), Paul Kennedy, “Auge y caída de las grandes potencias”,
Plaza & James, Barcelona, 1989.
(18), Chris Hellman, “$ 1,2 Trillon:
The Real U.S. National Security Budget No One Wants You to Know About”, Alert
Net, March 1, 2011.
(19), Fuentes: SIPRI, Banco Mundial
y cálculos propios.
(20), El video de la entrevista
Kirchner-Stone publicado por Informed Comment/Juan Cole está localizado en:
-angrily-said-war-would-grow-us-economy.html&ei=BYYCUYCnC4P88QSX3oGACA
(21), Peter D. Schiff, “Why Not
Another World War ?”, Financial Sense, 19 Jul 2010.
(22), Vance T. N, 1950, artículo
citado en (14).
(23), Dilip Hiro, “The Cost of an
Afghan 'Victory'”, The Nation, 1999 February 15.
(24), “Una delegación de la
oposición siria viajó a Kosovo, en abril de 2012, para la firma oficial de un
acuerdo de intercambio de experiencias en materia de guerrilla
antigubernamental”. Red Voltaire, “Protesta Rusia contra entrenamiento de
provocadores sirios en Kosovo”, 6 de Junio de 2012.
(25), William S. Lind, Colonel Keith
Nightengale (USA), Captain John F. Schmitt (USMC), Colonel Joseph W. Sutton
(USA), and Lieutenant Colonel Gary I. Wilson (USMCR), “The Changing Face of
War: Into the Fourth Generation”, Marine Corps Gazette, October 1989.
(26), David Isenberg, “Contractors
and the US Military Empire”, Rise of the Right, Aug 14th, 2012.
(27), David Isenberg, “Contractors in War Zones: Not Exactly
“Contracting”, TIME U. S., Oct. 09, 2012.
(28), Dana Priest and William M.
Arkin, “Top Secret America. A hidden world, growing beyond control”, Washington
Post, July 19, 2010.
(29), Dana Priest and William M.
Arkin, “Top Secret America, A look at the military's Joint Special Operations
Command”, The Washington Post,
September 2, 2011.
(30), Andrew Bacevich, “Uncle Sam,
Global Gangster”, TomDispatch.com, February 19, 2012.
(31), Narciso. Isa Conde, “Estados
neoliberales y delincuentes”, Aporrea, 20/01/2008, http://www.aporrea.org/tiburon/a49620.html.
Karen DeYoung and Karin Brulliard,
“As U.S.-Pakistani relations sink, nations try to figure out ‘a new normal’”,
The Washington Post /National Security, January 16, 2012.