Violencia, delincuencia juvenil y pandillas
Marcelo Colussi
El paso de la
niñez a la edad adulta, en ninguna cultura y en ningún momento histórico, es una
tarea fácil. Es, definitivamente, un pasaje duro que necesita de un cierto
esfuerzo. Pero en sí mismo, ese momento al que llamamos adolescencia no se liga
por fuerza a la violencia. ¿Por qué habría de ligarse? La violencia es una posibilidad
de la especie humana, en cualquier cultura, en cualquier posición social, en
cualquier edad. No es, en absoluto, patrimonio de los jóvenes.
Según la Organización Mundial de la Salud (OMS) la
violencia es un creciente problema de salud pública a nivel planetario que
asume formas de lo más variadas. De acuerdo a los datos de esa organización,
cada año más de dos millones de personas mueren violentamente y muchas más
quedan incapacitadas para el resto de sus vidas. La violencia interpersonal es
la tercera causa de muerte entre las personas de 15 a 44 años, el suicidio es
la cuarta, la guerra la sexta y los accidentes automovilísticos la novena. Por
el número de víctimas y las secuelas que produce, la violencia ha adquirido un
carácter endémico y además se ha convertido en un serio problema de salud en
numerosos países, dice la OMS. Además de heridas y muerte, la violencia trae
consigo un sinnúmero de problemas sanitarios conexos: profundos disturbios de
la salud psicológica, enfermedades sexualmente transmisibles, embarazos no
deseados, problemas de comportamiento como desórdenes del sueño o del apetito,
presiones insoportables sobre los servicios de emergencias hospitalarias de los
sistemas de salud. Ampliando la mira, podríamos decir que es un problema no
sólo de salud: es multifacético (educativo-cultural, político, social). Produce
disfunciones sociales, crea modelos de relacionamiento insostenibles, atrae
otras desgracias humanas. La violencia produce más violencia, y ese círculo
vicioso aleja de la convivencia armónica.
En ese marco se inscribe la violencia juvenil,
fenómeno que se expande en todo el mundo con cifras alarmantes. El aumento de
la drogadicción y de la delincuencia asociado a las pandillas juveniles son
síntomas que muestran la magnitud y profundidad de un problema de adaptación e
inserción de los jóvenes en el mundo de los adultos. Los indicadores de
violencia juvenil, además, se van expandiendo peligrosamente también al mundo
infantil, al punto de convertirse hoy en una de las principales causas de
muerte de la población entre los 5 y 14 años de edad. A nadie sorprende ya que
haya sicarios profesionales a una edad de 12 o 14 años.
La violencia no es nueva en la historia de los
seres humanos, ni tampoco la dificultad de atravesar el período de la
adolescencia. De todos modos, lo que resalta como altamente preocupante es la
ecuación que se va estableciendo –cada vez con fuerza más creciente– entre
juventud y violencia. Crece el desprecio por la vida, y las nuevas generaciones
absorben cada vez más violencia. ¿Por qué? Y más aún: ¿qué hacer?
El problema es especialmente complejo, siendo
imposible entenderlo –y menos aún aportarle alternativas de solución– a partir
de un prejuicio criminalizador donde los jóvenes son los culpables. En todo
caso debemos partir de la premisa que crece la violencia, y los jóvenes lo
expresan de un modo más trágico, más explosivo que otros sectores. Las armas
que utilizan o las drogas que consumen las producen adultos, no olvidarlo.
La sociedad capitalista moderna, hoy expandida
globalmente, ha representado enormes avances en la historia humana. Los
progresos técnicos de estos últimos siglos son fenomenales y contamos hoy con
una potencialidad para resolver problemas que no se había dado en millones de
años de evolución. También crece el avance social; hoy día existen
legislaciones racionales que favorecen como nunca las relaciones humanas: ya no
dependemos de los caprichos del emperador de turno, existen sistemas de
previsión y seguros, hemos avanzado en el campo de los derechos humanos, se
legisla cada vez más sobre la vida y la muerte. Pero el malestar y la violencia
continúan.
Si bien existen cada vez más comodidades
materiales, asistimos también a un creciente vacío de valores solidarios, de
desprecio de la vida (si no, no serían causa de muerte tantos hechos violentos
como se mencionaba más arriba, a lo que habría que sumar el crecimiento
imparable del consumo de drogas y de armas). En las complejísimas sociedades
urbanas de hoy, moldeadas cada vez más por los medios masivos de comunicación
–que ya avanzaron en la escala y no son más el "cuarto poder",
constituyendo hoy el corazón de lo que se ha dado en llamar "guerra de
cuarta generación"–, crecientes cantidades de jóvenes se enfrentan a un
malestar difuso, ausencia de perspectivas, a un inmediatismo hedonista. Sin
caer en visiones apocalípticas ni en moralismos ramplones, y sin generalizar,
vemos que una parte significativa de la juventud –no toda, por supuesto, pero
el fenómeno aumenta– se encuentra a gusto en formas violentas de
relacionamiento.
Hay un estereotipo prejuicioso que liga jóvenes con
infractores. Obviamente eso es prejuicio, puro y descarado prejuicio. Pero lo
que efectivamente sí sucede es que cantidades cada vez más numerosas de
adolescentes encuentran normal la violencia. En ese horizonte no es tan
quimérico ver la delincuencia –y si se quiere: la integración de pandillas
juveniles– como una consecuencia posible, como una tentación incluso, siempre a
la mano.
Las pandillas son algo muy típico de la
adolescencia: son los grupos de semejantes que le brindan identidad y
autoafirmación a los seres humanos en un momento en que se están definiendo las
identidades. Siempre han existido; son, en definitiva, un mecanismo necesario
en la construcción psicológica de la adultez. Quizá el término hoy por hoy goza
de mala fama; casi invariablemente se lo asocia a banda delictiva. De grupo
juvenil a pandilla delincuencial hay una gran diferencia. Pero no hay ninguna
duda –ahí están los datos hablando por sí solos– que las pandillas con
conductas delincuenciales crecen. Es un fenómeno nuevo, de unas décadas para
acá, que va de la mano de un aumento de ciertas formas de violencia que inundan
el mundo.
El fenómeno se da más en los estratos sociales
pobres, pero también puede verse en capas acomodadas. En su génesis se
encuentra una sumatoria de elementos: necesidad de pertenencia a un grupo de
sostén, dificultad/fracaso en su acceso a los códigos del mundo adulto; la
pobreza sin dudas, sin que sea eso lo determinante. Pero en muy buena medida
–quizá lo definitorio– se encuentra como causa la falta de proyecto vital; y
por supuesto eso es más fácil encontrarlo en los sectores pobres, siempre
expuestos a la sobrevivencia en las peores condiciones. Jóvenes que no
encuentran su inserción en el mundo adulto, que no ven perspectivas, que se
sienten sin posibilidades a largo plazo, pueden entrar muy fácilmente en la lógica
de la violencia pandilleril. Una vez establecidos en ella, por distintos
motivos, se va tornando cada vez más difícil salir. La sub-cultura atrae
(cualquiera que sea, y con más razón aún durante la adolescencia cuando se está
en la búsqueda de definir identidades).
Constituidas las pandillas juveniles –que son
justamente eso: poderosas sub-culturas– es difícil trabajar en su modificación;
la "mano dura" policial no sirve. Por eso, con una visión amplia de
la problemática juvenil, o humana en su conjunto, es inconducente plantearse
acciones represivas contra esos grupos. De lo que se trata, por el contrario,
es ver cómo integrar cada vez más a los jóvenes en un mundo que no le facilita
las cosas, que se les hace hostil, los rechaza. Es decir: crear un mundo para
todos y todas.
La violencia es algo siempre posible en la dinámica
humana; en los jóvenes –por su misma situación vital– ello se potencia. Las
sociedades capitalistas modernas, las urbanas en especial, con su
invitación/exigencia al consumo disparatado (¿para qué hay que consumir
tanto?), son una bomba de tiempo respecto a la violencia si no democratizan las
posibilidades reales para todos sus miembros. La violencia estructural del sistema
genera violencia interhumana igualmente loca, sin sentido. Si, como dice
Eduardo Galeano, "la televisión te
hace agua la boca y la policía te corre a bastonazos"; es decir: si
los modelos de desarrollo social crean esta locamente injusta realidad que es
el mundo que vivimos, entonces uno de los síntomas posibles de esa exclusión de
base es la violencia por la violencia misma tan fácilmente constatable en esos
peculiares clubes que son las pandillas juveniles.
Un rubio "cabeza rapada" con su ropa
negra, cadenas y estandartes nazis en Europa, o un tatuado consumiendo crack en
cualquier ciudad estadounidense o latinoamericana –negro, rubio o latino, es lo
mismo– hablan de la inviabilidad de los modelos de desarrollo que el
capitalismo ha forjado. ¿Por qué hay que demostrar la valentía en peleas
callejeras? ¿Por qué hay que consumir cada vez más drogas y más fuertes? ¿Por
qué se llega a un tal alto desprecio por la vida? ("La naranja mecánica" de Kubrick hace más de 30 años
adelantaba lo que hoy puede verse cada vez más comúnmente en Los Ángeles, San
Salvador o Río de Janeiro).
Dato curioso: en las experiencias socialistas
–quizá, hay que reconocerlo, muchas de ellas monstruos para olvidar y no
repetir nunca jamás– no se da el fenómeno. ¿Son más felices ahí los jóvenes? No
necesariamente; pero dentro de la humildad de medios hay más posibilidades. Lo
que queda claro es que cuanta más exclusión se genera –violencia, sin dudas–
más violentos son, para decirlo en términos psicoanalíticos, los síntomas del
retorno de lo reprimido.