Alfredo Molano |
Gran parte de los conflictos
sociales que enfrentan a comunidades con el establecimiento han tenido origen
en la imposición de los intereses de éste sobre los de aquellos.
No solo de enfrentamientos y
polémicas civilizadas, sino también de acciones armadas. Ha sucedido así con
dos asuntos históricos: la tierra y el poder. La exclusión económica política
de campesinos, indígenas y negros ha sido la causa de muchos de los males que
sufrimos. Una de las medidas que se han inventado para debilitar esa
contradicción es la consulta previa —Convenio 169 de OIT, vinculante— que,
léase bien, debe ser libre, previa e informada. La razón es simple, las
comunidades étnicas no son respetadas en su integridad —territorio, cultura y
autoridades— por las leyes convencionales y requieren una protección especial.
Al país se le consulta cada cuatro años sobre políticas públicas y
orientaciones ideológicas, lo que implica de por sí una consulta sobre grandes
proyectos económicos y políticos. Es una práctica que hace parte de la cultura
de Occidente, aceptada formalmente por casi todo el mundo. Son dos formas
complementarias de consulta y por tanto de participación política. El problema
consiste en que la consulta previa es administrada por el establecimiento, el
cual tiene sus propios intereses. Legítimos, claro, pero no idénticos a los de
las comunidades étnicas. Y ahí está el problema, porque se trata en general de
dos modos distintos de mirar el mundo y de vivir. En la sociedad mayor prima lo
que la economía política llama la reproducción ampliada de capital y en las
comunidades la reproducción simple. Por eso, entre paréntesis, los campesinos
deberían gozar de la consulta previa.
En las últimas semanas tres
casos se han puesto sobre la mesa de discusión pública: el del Parque Tayrona,
el de Fazenda y el de Tumaco. Tres casos diferentes pero que tienen un origen
común. Se trata del enfrentamiento de dos derechos, el de la integridad étnica y
el de hacer plata. En el caso del Tayrona y de Tumaco los jueces han fallado a
favor de las comunidades, es decir, de las consultas; en el caso de Fazenda, un
gran criadero de cerdos en los Llanos Orientales que afecta a los indígenas
sicuanis, está por fallar. El Gobierno está asustado y busca reglamentar la
consulta para que no impida las grandes inversiones o las leyes que las
garanticen, así tenga y deba restringir los derechos de las comunidades. Ese es
el pleito. La plata manda y el Gobierno se dará mañas de torcerle el pescuezo a
la gallina de los huevos de oro —la paz— para quedarse con el oro. En el
Tayrona, tres empresas y dos familias quieren quedarse con una región entera
que pertenece por naturaleza a los indígenas de la Sierra Nevada y por
belleza a todos los colombianos. El fallo obliga a la consulta y la consulta
les será adversa a los empresarios. En Tumaco, el Tribunal de Pasto concluyó
que el uso del veneno —arsénico— que los empresarios emplean para disminuir los
costos de la lucha contra una plaga en sus cultivos palma africana debe ser
consultado con las comunidades negras que están sufriendo las consecuencias.
Vuelve y juega, plata —o inversiones— de unos pocos contra la salud de la
mayoría. El caso de Fazenda es también simple: siete niños y 10 adultos de la
comunidad indígena sicuani han muerto por contaminación de aguas con la caca de
los 20.000 marranos de la empresa. Como quien dice: consuma más carne de cerdo
afuera de la región, porque aquí lo que se come es su caca.
El Gobierno alega que la
consulta paraliza las inversiones. Que el código de minas, la ley de desarrollo
rural, la reforma a las corporaciones autónomas o los grandes proyectos de
infraestructura: hidroeléctricas, carreteras, todo “lo que nos sacará de la
pobreza”, está detenido por el capricho de unos cuantos indios y unos pocos
negros. No lo dirán tan fuerte, pero así lo dicen en los cocteles, que es el
sitio donde se cocinan esos proyectos y leyes. El argumento es que esas
inversiones generan —palabra típica— empleo. ¡Fariseísmo puro! Si así fuera se
debía excluir, por ejemplo, de la explotación de oro a las multinacionales para
que ese trabajo lo hagan los barequeros. En cada caso se podría decir lo mismo.
En Fazenda, los cerdos valen más que los indios. En el Tayrona, los Dávila o
los Bessudo valen más que los koguis, arhuacos, wiwas, kankuamos y que el
derecho que tenemos todos los colombianos de bañarnos en las playas del Tayrona.
Tomado de El
Espectador