Maria Alejandra Villamizar |
Cómo es de
fácil no creer en el proceso de paz. Resulta sencillo repetir conceptos ya
trillados que apuntan a que la guerrilla no quiere y a que el Gobierno no
puede. Las miradas simplistas no captan las señales que cada día son más claras.
Unas llegan desde La Habana, otras a la vez se cocinan en los salones del
poder, en los campamentos del monte y poco a poco dentro de la opinión. Hay
motivos para creer.
Sin
apasionamientos, y menos con miradas complacientes a ninguna de las partes, se
evidencia que este proceso está encaminado a afectar el rutinario devenir del
conflicto y a dar el siguiente paso.
Una primera
razón de peso es el papel del Ministro de Defensa y la cúpula militar. Sin
lugar a dudas es el estamento castrense a quien siempre se le señala de
torpedear la salida negociada. Existen claras pruebas, y hasta libros escritos
por ellos mismos, que comprueban que fue así en el pasado. Pero este momento es
distinto. Hace unos meses, tuve contacto con los oficiales que hacían su curso
de ascenso a generales y almirantes. Nada más grato que encontrar en todos
ellos el entendimiento fundamental de que con las Farc se debe y se puede
llegar a un acuerdo político. Los militares de hoy, son distintos. Y los
retirados, con rabo de paja, cada día son más marginales.
Una segunda
razón, es que la mesa de La Habana trabaja en serio. La dinámica de las
jornadas de diálogos ha llevado a que las conversaciones tomen su ritmo y se
construya de lado y lado el propósito de concretar puntos en común. Más allá de
las portadas de escándalo que hablan de crisis en el proceso, lo cierto es que
lo que no se habla en público es más valioso que lo que se evidencia en las
declaraciones. La mesa de diálogos debe ser soberana y tener un carácter
solemne, a la que se le debe respeto. Es la misión de las partes, salvaguardar
ese escenario de manipulaciones y manoseos que la pongan a dudar de sí misma y
de su misión. La mesa es la apuesta por la audacia, la astucia y la creatividad
de quienes la integran. No esperamos menos de ellos.
Una tercera
razón es que en entre el círculo duro de la opinión, donde avanza otro
‘proceso’, igual o más importante que el de la mesa de la Habana, las aguas
mesuradas riegan cada vez más tierra fértil. Es decir, en los sectores sensibles,
interesados, preocupados y enterados del tema, que saben leer los escenarios,
hay interés genuino en multiplicar pedagógicamente el sentido de este empeño
sin que me medien los intereses electorales.
Es innegable
que a esas aguas les falta corriente para impulsar argumentos que lleguen a la
ciudadanía de las regiones y para sumar aliados de futuro. Estudiantes,
campesinos, trabajadores, víctimas. Todos los colombianos quieren empezar a
sentir que está en construcción un proceso que involucra sus vidas.
A su vez,
claro, las aguas amargas empiezan a recorrer sus propios caminos que
desembocarán en su propio mar. Es parte de un proceso político así. Imposible
ser homogéneos cuando se han vivido tantas divisiones. Entiendo que haya
quienes quieren ser como Santo Tomás, “hasta no ver no creer”. Respetable
postura. No hay actos de fe cuando se han sufrido en carne propia los efectos
del conflicto. A quienes se sienten así, los envidio. El que no espera nada,
gana siempre y no tiene la ansiedad de los que esperamos resultados positivos.
Ahora, sobre
los que quieren prender más leña y le apuestan al fracaso para ganar votos,
esos vivirán siempre para apagar su propio fuego. A la paz de hoy hay que
quitarle el nombre de presidente y ponerle el nombre del país, eso sí tiene
sentido y debería gustarnos a todos.
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