Presidente Santos celebrando los carnavales |
Horacio Duque.
La última encuesta sobre
el gobierno del señor Santos, realizada por Gallup, es fatal. Casi el 50% de
los colombianos tiene una imagen negativa sobre su gestión.
El jefe de la Casa de
Nariño se raja en temas álgidos como la corrupción, el costo de vida y la
violencia sociopolítica. Arrastra de tiempo atrás problemas vinculados con la
impunidad de los "falsos positivos", la fracasada reforma a la
justicia, el problema de San Andrés, la crisis de la salud, los males de la
educación y la parálisis de la administración. Por supuesto, la quiebra de la
industria y de la agricultura inciden en la inconformidad cívica que crece.
Santos, como expresión de
la autoridad y encarnación del régimen político imperante, vive una aguda
crisis de legitimidad que lo tiene colapsado; no tiene consenso social y los
apoyos se le esfuman con el paso de los días.
La perdida de legitimidad
quiere decir que cada vez son menos las actitudes positivas hacia el gobierno y
el régimen político de la Prosperidad democrática, que es como se nombra el
actual. No hay una legitimidad específica como conjunto de actitudes de
adhesión al sistema de poder y a sus autoridades centrales, debido a la insatisfacción
de determinadas demandas por determinados actos del gobierno. En tales
circunstancias, el descontento -cuando se articula y expresa como parece ser lo
que ocurre- repercute de forma inexorable en las autoridades y en las
estructuras del propio régimen, que es lo que estamos registrando con las
encuestas publicadas hoy martes 26 de febrero de 2013.
Hay dos indicadores
centrales en la pérdida de legitimidad que no se pueden ocultar. El primero se
refiere al estado del orden civil entendido como la ausencia del recurso no
regulado y colectivo a la violencia, o a actos que amenacen con la violencia, o
en que haya una alta probabilidad de violencia directa contra objetivos
públicos o privados. Y el segundo, son las manifestaciones generalizadas de oposición/obstrucción
al régimen y/o a las autoridades, cuyo origen se localiza, en nuestro caso, en
grupos de ultraderecha fuertemente anclados en amplios grupos de la población.
Siendo así, la relación
entre legitimidad y persistencia institucional se torna critica. Menos
legitimidad quiere decir fragilidad en la sostenibilidad política de las
instituciones. Es lo que lleva a pensar en términos de una potencial crisis de
hegemonía como manifestación de que las actuales clases dominantes o el bloque
dominante oligárquico va dejando de tener la dirección de las clases
subordinadas de la sociedad, de los centros operativos de decisión y de
operación del poder político (Estado), de los aparatos de intervención
económica estatal, de los aparatos ideológicos (Iglesia, medios de comunicación
de masas, aparato cultural y escolar) y de los aparatos represivos por
antonomasia (Ejercito, politica, justicia). En suma, en una crisis orgánica que
se traduce en una profunda crisis de legitimación que afecta a la dominación en
la formación social comprometiendo a todo el orden social.
Resulta valido
preguntarse entonces los siguiente ¿será una Asamblea Constituyente la
alternativa adecuada para sentar las bases de una nueva institucionalidad que
recoja el consenso social y el apoyo popular como base de una nueva legitimidad
política?