Por: Rodolfo Arango, El Espectador
Rodolfo Arango |
Esta semana el presidente Santos, luego de la reunión
en Hatogrande con sus ministros y consejeros, ha pedido unidad en crucial
momento de construcción colectiva de la paz.
Como jefe de
Estado acierta el presidente en su llamado a unir esfuerzos para salir de la
marea de odio, dolor y muerte que ha embargado a la población durante décadas.
Pero mucho de autocrítica le falta al Gobierno en su manejo del disenso y en su
trato a la oposición. Esto se pone de manifiesto en los pronunciamientos del
jefe de gobierno a raíz del paro cafetero. Santos, en campaña electoral,
fustiga a los organizadores del paro por oportunistas; oculta que quien maneja
la chequera del Estado para apagar los incendios iniciados por decisiones
económicas anteriores es, en realidad, el propio presidente. Recordemos.
En el gobierno
de Uribe, del cual Santos formó parte y de cuyas decisiones es corresponsable,
cuando se negociaba el TLC con Estados Unidos, se afirmó lapidariamente que con
el acuerdo de libre comercio habría ganadores y perdedores. Se dijo que los
sectores en riesgo tendrían que ser más eficientes, reinventar sus negocios o
desaparecer del mercado. ¿Lo pensaban para la totalidad del agro? ¿Acaso la
decisión era que Colombia dejase de ser un país exportador de café? No midió el
Gobierno de entonces sus palabras. Ahora, cuando se topa con la indignación de
millones de agricultores que se resisten a ver sepultadas las economías
cafetera, cacaotera, lechera, algodonera, arrocera, sale el Gobierno a
descalificar a los líderes de las protestas (entre ellos el camaleónico Uribe)
y a cubrir de subsidios a los afectados por una política internacional mal
concebida y peor ejecutada. Las cosas deben quedar bien claras: los
responsables de la debacle en campos y ciudades son Uribe y Santos. Ellos
fueron quienes promovieron la idea en la población de que sería más feliz y
próspera sin producción nacional pero inundada de productos baratos, con
petrodólares y con subsidios minero-energéticos, para ruina del aparato
productivo nacional. No han faltado agallas a los economistas del Gobierno para
ocultar el desastre: antes neoliberales de cartilla, ahora se han vuelto
expertos populistas y hábiles ejecutores de políticas asistencialistas en época
electoral.
La unidad del
país podría construirse en torno a los verdaderos males que nos aquejan: una
nación dependiente del exterior, profundamente desigual e injusta, con un
aparato industrial incipiente y desmantelado, desorientada en lo económico y lo
social. Un país cuya cultura política, desde Santo Tomás como lo recordara
recientemente Marco Palacios, vive del regalo, del favor, práctica de sumisión
que yace en la base del clientelismo y de la corrupción. Se apresta el jefe de
campaña a recorrer el territorio nacional repartiendo tablets a diestra y
siniestra, claro está a condición de que los educandos lleven a sus padres,
potenciales votantes, al acto de entrega del regalo.
No habrá unidad
posible, ni aun luego de sellar un acuerdo de paz, si no construimos reglas
para el proceso electoral que independicen la sustitución en el poder del
reparto de bienes, cargos y contratos. Tampoco habrá concordia y estabilidad
mientras el país no base su dignidad en el trabajo digno y la producción
nacional. Pero menos habrá unidad si el disenso necesario para corregir y
progresar, para revisar y replantear, es visto como expresión de deslealtad o
acto de traición a la patria, en lugar de legítimo ejercicio de los derechos a
la libre expresión y a la protesta.