¿Casos aislados?
Alfredo Molano
Sin la colaboración de militares habría sido imposible la organización
de 10.000 hombres armados al servicio de una guerra —sucia— que beneficiaba, de
una u otra manera, a las fuerzas institucionales. Y a eso, querámoslo o no,
doctor De la Calle, hace referencia la “doctrina”
Por Alfredo Molano Bravo / Domingo 28 de octubre de 2012
Fueron capturados el miércoles en Bogotá los policías vinculados al
asesinato de Diego Felipe Becerra, el muchacho grafitero. Hay que recordar que
el comandante de la Policía de Bogotá hizo todo tipo de movidas para cubrir
—como se dice en el argot militar— a sus unidades. No se salieron con la suya,
sin duda por la vigilancia constante de la opinión pública.
?Tampoco le fue bien al otro comandante de la Policía que se puso del
lado del senador Eduardo Merlano cuando sus subalternos lo encontraron
manejando borracho. Aparentemente distintos son los casos, pero hay que saber
leerlos. A mí me parece que tienen algo en común: la solidaridad de los mandos
con los delincuentes. Podría añadir otro: el del muchacho —gente “divinamente”—
que mató borracho a tres motociclistas en La Calera y al que la Policía no
detuvo por ser quien era. No hay día en que no se publique un desafuero de la
misma especie. Como el último que destacó El Espectador en primera página con
una foto donde se ve a un policía energúmeno, literalmente montado sobre una
periodista de El Tiempo que había osado tomar fotos de un accidente de
tránsito. Los jefes de la Policía dirán, por supuesto, que son casos
excepcionales. Sin duda, pero dicientes. Lo mismo podrían decir del teniente
que violó y asesinó a una niña de 13 años y mató a los hermanitos de ella por
ser testigos del crimen. Los casos de militares judicializados por delitos
contra la población civil y contra otros militares son miles. Todas manzanas
podridas, alegan los generales; de un árbol, agrego yo, que creció torcido.
El monopolio de las armas es no sólo un fundamento constitucional
inmodificable sino un principio sano y explicable. Las armas son una de las
bases de todo Estado. (Hay que aceptar ciertas desgracias como virtudes). Y ese
principio es indiscutible. La negociación con las guerrillas versa, como dirían
los juristas —más si son caldenses—, sobre ese tópico. El monopolio de la
fuerza es para nuestro Estado, si busca ser de verdad democrático, un gran
reto. Es la condición válida para que las guerrillas se conviertan en un
partido político. La otra condición, igualmente válida, es que el Estado
garantice ese derecho. Y de eso también trata la negociación. No podrá haber
una matazón como la de la UP, como no podrá haber otro Caguán.
Hay que ponerse en el caso de un guerrillero raso que va a entregar su
fierro: lo mínimo que puede exigirle al que lo recibe es que no lo vaya a matar
con él. Ni que se lo dé a otro para hacerlo. El monopolio de las armas implica
que sea general. El Gobierno debe desarmar a los paramilitares sin reserva.
Pero debe ir más adentro, debe cortar las ramas del palo que permitió su
existencia. Sin la colaboración de militares habría sido imposible la
organización de 10.000 hombres armados al servicio de una guerra —sucia— que
beneficiaba, de una u otra manera, a las fuerzas institucionales. Y a eso,
querámoslo o no, doctor De la Calle, hace referencia la “doctrina”. A un árbol
sembrado, abonado y defendido por la Guerra Fría hay que reformarlo hoy, cuando
no hay soviéticos por ningún lado. Los ejércitos de tierra, mar y aire
terminaron, a la luz de esa siniestra doctrina, luchando contra un enemigo
interno sin respetar el DIH ni los DD.HH., que la alta oficialidad considera un
perendengue que hay que saber eludir.
Las garantías para el ejercicio de la política —que no son sólo una
cuestión de cuidar las filas de los votantes el día de elecciones— son la
esencia misma del trato con los insurrectos y no se pueden confundir con la
reforma —muy discutible, por lo demás— del fuero militar que está por
aprobarse. La doctrina en que se ha formado, y ha hecho la guerra, nuestra
Fuerza Pública debe ser enterrada, quizá por el Congreso de la República, pero
atendiendo a una justa exigencia de la guerrilla —y de la lógica— para que la
entrega de armas no se convierta en una nueva tragedia.