Por: María Elvira Bonilla
El discurso de Iván Márquez en Oslo, quien habló en nombre del
Secretariado de las Farc, cayó como un vaso de agua. Enfrió el entusiasmo
prematuro frente al naciente proceso de paz. Y la verdad, no hay razones para
ello.
No hay mejor aliado que la claridad a la hora de iniciar un pulso de
poder como el que subyace en toda negociación. Es inútil pensar con el deseo y
caer en engaños: las Farc son una organización alzada en armas contra el
sistema y su organización política, social y económica, y buscan lograr cambios
de fondo en el país. Escuchar lo que piensan, lo que rechazan con una rabia
visceral, en lo estructural y coyuntural del gobierno Santos es útil y necesario.
La visión de Márquez no solo la comparte el Secretariado en pleno, la pluma de
Timochenko se siente en más de un párrafo, sino las bases guerrilleras y
habitantes de esa Colombia aislada y marginal, sufrida, que no están de acuerdo
con la lucha armada pero tampoco con el statu quo que no les brinda ninguna
alternativa.
El arranque de las Farc no podía ser con mansedumbre. Márquez
transmitió en palabras la hosquedad y la desconfianza que dan 30 años de vida
armada, de haber dejado cualquier mediano confort urbano por el fusil y la
selva. Una situación común a la actual dirigencia de las Farc, compuesta por
universitarios de clase media y no campesinos, que ingresaron a la guerrilla
con convicciones ideológicas formadas en la militancia política de izquierda en
y las movilizaciones sociales en la década de los sesenta y setenta. Por esto
fue un discurso alusivo a la realidad actual del país y a las dinámicas de
globalización, distante del que leyó Joaquín Gómez en nombre de Manuel
Marulanda en la iniciación de los diálogos en el gobierno Pastrana, en la plaza
de San Vicente del Caguán, donde las reivindicaciones estaban ligadas al
nostálgico universo rural de pequeñas fincas y gallinas sueltas, ese mundo
campesino cuya destrucción vivió Marulanda y que fue el único que conoció.
De allí el drástico discurso de Iván Márquez, que comenzó con la
crudeza de unos datos que describen un país sin equilibrios sociales, con unos
bolsones de atraso que lo colocan lejos de la posibilidad de despegar hacia la modernidad.
Recordó que somos el tercer país como mayor desigualdad del mundo, con 20
millones de colombianos aún en la pobreza, con 6 millones de campesinos que
deambulan desplazados por las ciudades. Márquez habló que de las 114 millones
de hectáreas que tiene el país, 38 están asignadas a la exploración petrolera,
11 millones a la minería; que la ganadería extensiva ocupa 39,2 millones; el
área cultivable es de 21,5 millones de hectáreas, pero solamente 4,7 millones
de ellas están dedicadas a la agricultura; un país que importa 10 millones de
toneladas de alimentos al año.
Ojalá las Farc entiendan, con convencimiento, que la transformación de
esta realidad, propósito que comparten muchos colombianos, es posible pero sin
la amenaza de las armas. Con ellos actuando pero como fuerza política —Partido
Bolivariano de la nueva Colombia—, jugando en los distintos espacios de la
democracia, sin que nadie mate a nadie por pensar distinto. En buena hora
Márquez no se mostró como lobo con piel de oveja, y de entrada mostró los
dientes.
Tomado de El Espectador, Opinión |
Dom, 10/21/2012 - 23:00