martes, 18 de diciembre de 2012

El fin de los discursos






Alejandro González

Un movimiento estudiantil en Paris en 1968 tenía la siguiente consigna -seamos realistas, pidamos lo imposible- en ocasiones sabemos que al escribir algo no lograremos cambiar al mundo, sin embargo, pedir lo imposible me parece necesario en este caso.
La discriminación puede ser un discurso que vaya en dos sentidos; uno que hable demasiado bien de una clase relegada y otro que hable demasiado mal de la misma, se puede dar un buen ejemplo de esto hablando del mal manejo, intencional o no, que se hace cuando se habla de las personas con discapacidad.

Por un lado, si decimos que las personas con algún problema físico o mental son superhéroes, extraordinarios y casi extraterrestres que a todos nos enseñan grandes lecciones sobre cómo vivir, cosa que puede ser cierta en el mejor de los casos y no tan real en muchos otros, podemos estar cayendo en una equivocación que tiene como nefasta consecuencia la comodidad.
La primera manifestación de este mal se puede ver en las personas discapacitadas que al acostumbrarse a que se les exalte en demasía, dejan de luchar por superar sus limitaciones y aprenden a manipular a quien está a su alrededor para que les resuelvan la menor complicación, el segundo perjuicio de la comodidad viene por parte del Estado, quien al convertir al necesitado en un ícono de heroísmo se lava las manos de su obligación de atender al grupo relegado y se excusa con palabras bonitas, paliativos insuficientes y discursos largos -donde se utilizan muchos eufemismos como por ejemplo capacidades especiales- para dejar esta responsabilidad en manos de empresarios quienes emprenden campañas de un altruismo cuestionable.

Cuando se habla demasiado mal de una persona discapacitada, la discriminación es mucho menos sofisticada e inteligente, incluso más franca, pero de consecuencias más directas sobre la confianza que dichas personas pueden desarrollar. No hace falta decir que quien funda su propia imagen rebajando a los demás no merece formar parte de una sociedad con un mínimo de madurez.
Por lo antes expuesto pido aquí algo imposible, el final de los discursos, es mi petición que cuando dejemos de hablar de las personas con discapacidad y de cualquier otra minoría en desventaja, sea porque ya no tengamos necesidad; ni de reclamar su inclusión -la inclusión no se reclama cuando todos están incluidos- en las oportunidades de trabajo, derechos de salud, educación esparcimiento etc. ni necesidad de utilizar los problemas ajenos como estandartes políticos por medio de una demagogia que convierta la discriminación en folclor o la carencia en un canto de super-capacidades que eximan a cada cual de cumplir con su tarea. En este contexto, el silencio seria una demostración de dignidad en una sociedad que ya no sacara provecho de la palabrería.