Alejandro González
Un movimiento estudiantil en Paris en 1968 tenía la siguiente
consigna -seamos realistas, pidamos lo imposible- en ocasiones sabemos que al
escribir algo no lograremos cambiar al mundo, sin embargo, pedir lo imposible
me parece necesario en este caso.
La discriminación puede ser un discurso que vaya en dos sentidos;
uno que hable demasiado bien de una clase relegada y otro que hable demasiado
mal de la misma, se puede dar un buen ejemplo de esto hablando del mal manejo,
intencional o no, que se hace cuando se habla de las personas con discapacidad.
Por un lado, si decimos que las personas con algún problema físico o
mental son superhéroes, extraordinarios y casi extraterrestres que a todos nos
enseñan grandes lecciones sobre cómo vivir, cosa que puede ser cierta en el
mejor de los casos y no tan real en muchos otros, podemos estar cayendo en una
equivocación que tiene como nefasta consecuencia la comodidad.
La primera manifestación de este mal se puede ver en las personas
discapacitadas que al acostumbrarse a que se les exalte en demasía, dejan de
luchar por superar sus limitaciones y aprenden a manipular a quien está a su
alrededor para que les resuelvan la menor complicación, el segundo perjuicio de
la comodidad viene por parte del Estado, quien al convertir al necesitado en un
ícono de heroísmo se lava las manos de su obligación de atender al grupo
relegado y se excusa con palabras bonitas, paliativos insuficientes y discursos
largos -donde se utilizan muchos eufemismos como por ejemplo capacidades
especiales- para dejar esta responsabilidad en manos de empresarios quienes
emprenden campañas de un altruismo cuestionable.
Cuando se habla demasiado mal de una persona discapacitada, la
discriminación es mucho menos sofisticada e inteligente, incluso más franca,
pero de consecuencias más directas sobre la confianza que dichas personas
pueden desarrollar. No hace falta decir que quien funda su propia imagen
rebajando a los demás no merece formar parte de una sociedad con un mínimo de
madurez.
Por lo antes expuesto pido aquí algo imposible, el final de los
discursos, es mi petición que cuando dejemos de hablar de las personas con
discapacidad y de cualquier otra minoría en desventaja, sea porque ya no
tengamos necesidad; ni de reclamar su inclusión -la inclusión no se reclama
cuando todos están incluidos- en las oportunidades de trabajo, derechos de
salud, educación esparcimiento etc. ni necesidad de utilizar los problemas
ajenos como estandartes políticos por medio de una demagogia que convierta la
discriminación en folclor o la carencia en un canto de super-capacidades que
eximan a cada cual de cumplir con su tarea. En este contexto, el silencio seria
una demostración de dignidad en una sociedad que ya no sacara provecho de la
palabrería.