“Bloque 3: Agenda temática. i) Política de desarrollo agrario
integral. El desarrollo agrario integral es determinante para impulsar la
integración de las regiones, y el desarrollo social, económico y equitativo del
país. Acceso y uso de la tierra: a) Tierras improductivas. Formalización de la
propiedad. Frontera agrícola. Protección de zonas de reserva; b) Programa de
desarrollo con enfoque territorial; c) Infraestructura y adecuación de tierras;
d) Desarrollo social; salud, educación, erradicación de la pobreza; e) Estímulo
a la producción agropecuaria y la economía solidaria y cooperativa. Asistencia
técnica. Subsidios. Créditos. Generación de ingresos. Mercadeo. Formalización
laboral; y f) Sistema de seguridad alimentaria” (1).
El próximo 15 de noviembre, el Gobierno y las farc retoman en La
Habana los diálogos, de cara a un posible acuerdo de paz. El primer tema de la
agenda es el agrario.
Hay que rememorar. Desde el comienzo de la vida republicana, las
políticas agrarias y de territorio dominantes en el país les negaron la tierra
a quienes la siembran, o los presionaron sobre la frontera agrícola,
arrinconando a campesinos, afrocolombianos e indígenas sobre las tierras menos
aptas para la explotación intensiva. Pero, además, las políticas dominantes
desconocieron por entonces la existencia misma de estos sectores sociales, y
hasta por muchas décadas ignoraron –como miembros activos de la sociedad– a los
indígenas y los afrodescendientes.
En efecto, con avaricia, contrabandos y sombras para las ilegalidades
comerciales –caucho, tabaco, quina, ayer, y hoy coca y heroína–, se
consolidaron soportes para grandes propiedades privadas y comerciales Las
consecuencias de estas políticas negativas, excluyentes y racistas, han sido
causa de inmensos males para el país. La memoria nacional lo registra. Por tal
negativa, se desataron guerras civiles. La frontera agrícola no marca hoy
límites precisos, adentrándose más y más los colonos en la selva, con lo cual
miles de especies nativas han perdido su hábitat; los ríos padecen incontrolada
contaminación; y decenas de comunidades indígenas y pueblos afrodescendientes
se han visto enfrentadas a los campesinos desposeídos, que con sed de tierra no
ahorran esfuerzo para hacerse a un terreno, etcétera.
Era aquel un inmenso y evitable desastre, incluso en su prolongación.
Sin embargo, la sed de poder político y económico, concentrado y reconcentrado,
y el carácter mismo del Estado, producto de los intereses que lo controlan, lo
ha impedido. Un informe presentado en la primera mitad del siglo XX dibuja
claramente el problema: “La Misión Stewart ha clasificado la tierra colombiana
en tres grandes categorías: las de primera, que en un 85 por ciento están
dedicadas a la ganadería extensiva; las de segunda (tierras fértiles pero poco
aptas para la mecanización), que de un total de siete millones de hectáreas se
han destinado cinco millones a la ganadería; y las de tercera –el grupo de los
suelos poco fértiles, erosionables y mal localizados– que están destinadas a la
agricultura. O sea que esta economía de la tierra se caracteriza por el dominio
hegemónico que sobre las nueve décimas partes de la superficie vital del país
mantiene una aristocracia latifundista, por medio de las praderas naturales”
(2).
Pasados los años, tal realidad no mejora; contra todo aquello que se
pudiera entender como una política sensata, se agrava: “En Colombia, de
14.362.867 hectáreas aptas para la agricultura, sólo se utilizan 5.317.862, un
37 por ciento. En contraste, la ganadería absorbe (el doble de la superficie
apta), pues, además de las 19.251.400 de hectáreas aptas para esa actividad,
hay un exceso con la utilización de 40.083.171” (3).
Parece de ficción, pero los datos confirman que estamos ante nuestra
cruda realidad. Como en la Colonia, la tierra se conserva como bien de
ostentación y 'nobleza'. Hay que amasarla, no importa que a su alrededor miles
de familias sueñen con un pedazo de ella para garantizar su vida en dignidad.
Esta constante es lo que permite concluir que el pastoreo no es más que una
forma de 'marcaje' de la tierra, para legitimar su ocupación, por la cual se
sueltan algunas pocas cabezas de ganado como la mejor forma de legitimar la
ocupación. Que la capacidad de carga sea tan solo de 0,6 cabezas por hectárea
es una buena prueba de esto, y de que todavía no salimos de las lógicas de la
acumulación originaria. La propiedad inmobiliaria sigue siendo, entonces, más
que una condición de la producción, un activo de reserva y un instrumento de
dominación política.
'Constante histórica. La tensión desatada por la eterna y creciente
concentración de la tierra en Colombia, entre campesinos sin tierra y terratenientes,
nunca se ha podido ocultar, pero para la tercera década del siglo XX fue
inocultable. Pese a la presión campesina, el poder real lograba, una y otra
vez, que el Congreso legislara a su favor, y los campesinos eran una y otra vez
arrinconados, obligándoselos a tumbar más monte. Con el paso de los años, se
hizo evidente que la única manera de resolver esta contradicción –y garantizar
por su conducto justicia, democracia, etcétera– era dándole paso a una reforma
agraria. Pero esta no era la conclusión del poder real. La tierra permanecía
concentrada en las pocas manos de quienes sometían, a su favor, el poder
político.
De parte de los campesinos, ni pasividad ni silencio. Con
persistencia, presionaron (presionan) para que esta realidad llegue a su fin.
En los años 30 del siglo XX se movilizaron por el reconocimiento de la función
social de la tierra y la legalización de su propiedad sobre miles de hectáreas
ganadas a la selva. La respuesta oficial fue la Ley 200 de 1936, el primer
intento de reforma agraria que vale la pena registrar, acompañada de una ley
contra la vagancia que facilitó el traslado de los colonos expulsados de sus
predios. Por entonces “[...] los terratenientes arrebataban su propiedad a los
campesinos con el poder del papel sellado”. Pero el intento reformista no
trascendió. La furia de los poderes regionales contra este frágil intento
oficial no tardó en desatarse. Lo que se conoció luego como violencia
bipartidista, que para entonces ya contaba con amplios antecedentes, se reanimó
con mucha fuerza. Con las armas, los terratenientes hicieron valer su derecho.
Vendría luego la Ley 100 de 1944, que trataba de apaciguar los ánimos
violentos de los terratenientes. Esta Ley calificó a los contratos de
arrendamiento y de aparcería como de utilidad pública y decretó la ampliación
de 10 a 15 años como causal de restitución al Estado de los predios no
explotados. La revalidación de formas precapitalistas de tenencia mostraba una
vez más que el sector agropecuario colombiano está anudado por unas relaciones
sociales premodernas y un 'empresariado' sujeto a prejuicios e imaginarios del
pasado, en el cual el patrocinio de la violencia como mecanismo de sujeción de
la fuerza de trabajo no ha sido la menor de las manifestaciones de arcaísmo. El
asunto es de tal naturaleza –de seguro ameritaría una investigación de la
psicología social–, que en 2009 Jorge Enrique Vélez, congresista antioqueño de
Cambio Radical, presentaba un proyecto de ley para restablecer en Colombia el
régimen de aparcerías.
Transcurría –en medio de la guerra contra los pobres– una década y
media para aprobar otra medida 'reformista', la Ley 135 de 1961, respuesta ante
los ecos de las Revoluciones Cubana y China, y las amplias simpatías que
despertaban por doquier. Apoyada por los Estados Unidos y su Alianza para el
Progreso, lo único que propició esta Ley –además de un accionar oficial
contrainsurgente– fue el crimen ecológico, ya que la misma establecía como
prerrequisito, para acceder al título de propiedad del predio colonizado,
demostrar la explotación efectiva de las dos terceras parte del mismo, y lo
único que podían hacer los pobres para justificar tal exigencia era desmostar.
Menos de un millón de hectáreas tituladas, tras 10 años de aplicación,
evidencia su fracaso para los campesinos, lo que no fue óbice para que los
terratenientes amasaran más tierra, al legalizar las miles de hectáreas
usurpadas a los campesinos en los años de terror terrateniente.
En estos años, miles de miles son los campesinos despojados, desterrados,
humillados. Unos cientos se mantuvieron con las armas con que protegieron sus
vidas en los azarosos años 50, para darles cuerpo en 1964 a las farc, y en
1965, en alianza con intelectuales urbanos, al eln. Transcurridas varias
décadas, quienes están en armas son en lo fundamental campesinos que demandan
lo mismo que sus hermanos de sangre exigían seis, siete y más décadas atrás.
Pese a todas las ofensivas que les han lanzado, no han podido arrasarlos. Una
parte de ellos está ahora representado en las negociaciones en curso en Cuba.
Pero mientras se intentaban estas reformas, los terratenientes, el
poder real en el país por muchas décadas, y sus aliados en el poder, el sector
financiero y comercial, arropados todos por su control efectivo del Estado,
llevaron a cabo certeras contrarreformas agrarias: las más notorias, la
concretada entre los años 1948-1953, y la realizada en el lapso 1985-2010.
Miles de campesinos fueron asesinados en esas sangrías, millones llegaron a los
cascos urbanos y otro tanto emigró a los países vecinos, disminuyendo con ello
la presión por el acceso a la tierra. El Pacto de Chicoral (1973) y la
aplicación de las recomendaciones de Lauchlin Currie por parte del gobierno de
Misael Pastrana Borrero, para restarle presión a la cuestión agraria, lograron
en parte su propósito, trasladando el problema de la tierra a las urbes, en
forma de presión por acceso a vivienda.
Tras estas decisiones oficiales, la contradicción se encona de nuevo.
En los meses de octubre y noviembre de 1971, el país presencia la ocupación de
miles de hectáreas por parte de campesinos pobres. En enero de 1972 se propicia
una reunión entre los partidos políticos tradicionales y los gremios del sector
agropecuario, que dará lugar a la regresión total del intento de entregarles la
propiedad de sus parcelas a los campesinos. La división política del
campesinado es una de las estrategias del gobierno, y la Asociación Nacional de
Usuarios Campesinos (Anuc) vio surgir la fractura entre la “línea Armenia”
(oficialista) y la “línea Sincelejo”, que era la organización autonomista. La
promulgación de la Ley 4ª de 1973 se constituye en el puntillazo final a los
intentos de darle una estructura moderna al campo y traza líneas que hacen
prácticamente imposible la expropiación, y como alternativa propone estimular
la colonización como mecanismo de ubicar al campesinado propietario en los
márgenes geográficos, y crea, como disimulada compensación, un impuesto a la
propiedad sobre una “renta presuntiva” que muy pronto será desmontado.
Este arrinconamiento de los campesinos no parará. En los años finales
de la década de los 70 y comienzos de los 80, prosigue mediante la legalización
de capitales por parte de los narcotraficantes, para entonces favorecidos por
las amnistías patrimoniales del Banco de la República, la última de ellas en el
gobierno de César Gaviria. Luego sería el arrinconamiento (producto de la
alianza Estado-narcotraficantes-terratenientes), por efecto de los fusiles. Un
nuevo factor que encona la cuestión agraria entraba en escena: el narcotráfico,
apoyado en el cual viejos y nuevos terratenientes impusieron sus intereses por
todo el país. Sin encararlo y resolverlo de manera adecuada, difícilmente se
podrá resolver en nuestro país el tema de la tierra. Su capacidad de
acaparamiento de tierra no se hizo esperar: “En 1984, las fincas menores de
tres hectáreas correspondían al 55 por ciento de los propietarios, que
controlaban el 2,9 del área. En el año 2000, las fincas de este tamaño,
pertenecientes al 57,3 por ciento de los propietarios, controlaban apenas el
1,8 de la superficie. En 1984, el rango de propietarios de más de 500 hectáreas
(0,5%) controlaba el 32,6 del área, y en el 2000 el 60,8”.
Pero el ritmo ascendente de esta concentración de la propiedad rural
en Colombia no se detiene: si en el 2000 el 75,7 por ciento de la tierra estaba
en poder del 13,6 de los propietarios, para 2010 estas cifras aumentaron a 77,6
y 13,7 por ciento, respectivamente. La concentración de la propiedad y
desigualdad social se refleja en un valor Gini de 0,86, uno de los más altos
del mundo (4).
Pese a estas políticas, que siempre han favorecido a los
terratenientes, son los campesinos con dominio sobre pequeñas áreas de tierra
quienes garantizan la alimentación de las crecientes masas de población que se
concentran en los centros urbanos. Gracias a su trabajo, llegan a las plazas de
mercado, en especial, “ajonjolí, cacao, caña panelera, cebada, fique, fríjol,
frutales, hortalizas, maíz, ñame, papa, plátano, tabaco, trigo, yuca”. Por su
parte, en las tierras destinadas a la economía agraria capitalista se cultiva
con preferencia “algodón, arroz, banano de exportación, maní, palma africana,
sorgo, soya” (5).
La certeza sobre la capacidad de los campesinos pobres y de los
pequeños y medianos propietarios es clara, dándole más fuerza a la necesidad de
redistribuir la tierra. Pero el país político y el país académico jamás
entendieron que la modernidad de Colombia pasaba por la modernización de las
relaciones agrarias, y que el desarrollo material equilibrado de la sociedad
tenía como precondición una ruralidad funcional que suministrara en forma
flexible alimentos y materias primas a una sociedad en vías de
industrialización. Hoy, cuando el capital internacional ve con angustia que las
tierras explotables en los tradicionales centros agrícolas comienzan a ser
insuficientes y la inseguridad alimentaria aumenta peligrosamente, tanto por la
concentración en muy pocos países de un número creciente de productos básicos,
como por la inestabilidad del clima, que la mayoría ya no duda en relacionarlo
con el calentamiento global, la tierra se convierte en un 'activo' escaso, y
países como el nuestro comienzan a ser mirados con notable ambición por el
grupo de los acaparadores mundiales de tierra, que recientemente se ha
constituido. Ya no se trata tan solo de la sujeción y el control a través de
los productos sino del control directo del territorio a través de la propiedad.
Y para hacerse a estas tierras, las fuerzas dominantes no se pararan
en escrúpulos. La Unidad Nacional Anticorrupción vinculó a 36 personas por la
entrega ilegal de 38 mil hectáreas en el Vichada, en un hecho que se remonta a
2006. Tal como se dio la feria de entrega de títulos para las concesiones
mineras, cuando la inversión extranjera volvió la mirada hacia estos países, ya
se vislumbran el entreguismo y la corrupción en la apropiación de zonas que se
consideran aptas para los cultivos de gran escala. De tal suerte que a los
problemas de la tenencia del pasado se suman las novísimas condiciones del
presente. Así que ya no basta con mirar el problema de la redistribución de la
propiedad y su legalización sino que además se debe discutir el modelo que de
modo subrepticio asoma las orejas y que pasa por la enajenación de nuestro
suelo. Cualquier alarma sobre el futuro de la propiedad de la tierra en
Colombia es poca cosa.
Esta es parte de la historia y del panorama actual que deberán valorar
los negociadores que se encuentren en La Habana en próximos días. Las nuevas
tendencias del capitalismo indican que la presión es hacia la mayor
concentración de la tierra, amasada en este caso por grandes grupos
empresariales, en su mayoría extranjeros, enfocados a la especulación con
alimentos. Supuestas alianzas con campesinos pobres son ofertadas, para lo cual
es indispensable la legalización de sus predios, en muchas ocasiones
abandonados por la presión de los fusiles. La política oficial en marcha apunta
en esta dirección, lo que no resolvería el problema aquí abordado sino que en
algunos casos lo postergaría, y en otros –aquellos que no tienen tierra–
continuaría negándoles su acceso a la misma.
Pero recorrer otro camino, uno que asuma el país en perspectivas de
justicia y paz, demandaría retomar con sapiencia la historia, el presente y el
futuro, no sólo del país sino además de la región, abordados con visión social,
colectiva, y perspectiva cultural y ambiental.
Por ello, y para ello, sería necesario establecer con toda precisión
la ubicación de la población afectada por la problemática de la tierra, además
de los campesinos, los indígenas y los afrodescendientes. Determinar con qué
zonas y con qué suelos cuenta el país. Pero también, tomar medidas en campos
tan variados pero interdependientes, como el ordenamiento territorial, la
legislación sobre la tierra y sus posibles usos, la economía y las políticas
financieras de pequeños y medianos productores; el acceso al agua, los regadíos
y los acueductos comunitarios; el estímulo y el acceso al comercio exterior.
Amén de educación, protección del medio ambiente, organización social,
etcétera, todo esto enmarcado dentro de la construcción de una clara política
de Estado.
Igualmente, no limitar el tema a las regiones rurales. Resultaría
indispensable abordar, con sentido realista, el tema urbano, en el cual la
concentración de la tierra tiene a miles de miles viviendo en inquilinatos,
pagando alquiler o exponiendo sus vidas en casas mal construidas.
Este es el inmenso reto que se aborda en La Habana. Si los ojos con
los que se mira el problema no utilizan el cristal de una sociedad que ve
estrecharse las condiciones naturales de la producción, el desencanto y una
subordinación aún mayor a los poderes de siempre serán el resultado final del
nuevo intento de solucionar el eterno contencioso de la tierra en Colombia.
Esta vez no se tratará de una simple contrarreforma sino de un viaje a la
enajenación de nuestro futuro y de la posibilidad de alcanzar una real
soberanía.
Sin duda, la reforma agraria se mantiene como una de las puertas para
una paz seria y duradera. ¿Estarán dispuestos los poderes de siempre a
reconocer y ceder en al senda señalada por la historia?
NOTAS:
1 “Acuerdo general para la terminación del
conflicto y la construcción de una paz estable y duradera”. La Habana, Cuba, 26
de agosto de 2012. www.presidencia.gov.co.
2 “Proceso y crisis de la economía señorial de la
tierra”, ponencia presentada por Carlos Martínez al foro “Bicentenario y
movimientos sociales”, Medellín, Adida, mimeo, 2010.
3 González Posso, Darío, “Vigencia de una reforma
agraria democrática”, en revista Semillas, febrero de 2007.
Al calcular la concentración no sólo por el aumento
en el tamaño de cada predio particular sino también por la adquisición de
varios predios por parte de un solo propietario, el Gini aumenta de manera
significativa, y en 2000 pasa de ser un poco más del 0,853 a un 0,877, y en
2010 de 0,86 a 0,891. La brecha entre el Gini de tierras y de propietarios se
amplía de manera significativa a partir de 2005.
4 Suescún, Carlos Alberto, “Microfundización y
desarrollo rural: Cuando el remedio es peor que la enfermedad”, revista Punto
de Encuentro número 57, Indepaz, 2012.
5 Salgado Araméndiz, Carlos, Economías campesinas,
tomo I, “La academia y el sector rural. Machado, Abasalón (coord.), 2004, pp.
105, 150.