La
desafortunada Reforma Tributaria y su sospechosa tramitación revelan los dos
paradigmas que definen a nuestro Estado fallido.
Por un lado acentúa las profundas inequidades
sociales que dividen a nuestro país, alimentadas por estructuras fiscales y
jurídicas encaminadas a hacer a los ricos más ricos y a los pobres cada vez más
pobres; por el otro, deja claro que el Estado Social de Derecho plasmado en la
Carta del 91, como modelo institucional para lograr un país más justo, ha sido
desmontado en su totalidad a raíz de instituciones que no cumplen sus
funciones, porque han sido cooptadas por la deteriorada clase política
colombiana.
El
debate legislativo de esta siniestra iniciativa se constituye como un perfecto
ejemplo de un Estado descompuesto y de un poder legislativo cuyo nivel
dialéctico deja mucho que desear. Fue deplorable ver a la mayoría de senadores
desinformados, fletados y dispuestos a votar sin dar oportunidad a la
discusión, moviéndose al vaivén de lo que plantearan suntuosamente el director
de la DIAN o el ministro de Hacienda. Proposición tras proposición fue
aplastada por una mayoría ciega, que se rehusó de manera sistemática a
responder a los colombianos por los daños causados con esta reforma.
Si
su tramitación dejó muchas sombras, su contenido, como bien lo dijo el enhiesto
senador Jorge Enrique Robledo, es “la peor reforma tributaria” en la historia
reciente. Basta nombrar solo uno de los males que la aquejan, el desmonte de
los parafiscales. Esta institución se creó bajo el concepto de economía
solidaria; es decir, un sistema en el que a los empresarios y empleadores se
les exige solidaridad con las comunidades que alimentan sus negocios, en el
que, por tanto, deben existir instituciones como el Sena, que ha permitido a
tantos colombianos y colombianas una vida digna. Pero no, desconociendo el
valor que desde 1957 ha representado esta entidad para millones de compatriotas,
la reforma tributaria la dejó sin piso financiero y pronto la veremos
agonizando.
En
esta ocasión el neoliberal ministro Mauricio Cárdenas —consentido de la fortuna
y de los heliotropos, a quien en cada cargo le va peor que en el anterior pero
siempre asciende y llega más lejos— ha utilizado su inmenso poder para sacudir
a los más desvalidos y, lo que es peor, para garantizar a los más adinerados
que sus riquezas se alimenten de las miserias de quienes nada tienen.
Ante
esta perversa reforma tributaria las instituciones democráticas permanecen
impávidas. La Defensoría del Pueblo, cuya labor constitucional está encaminada
a propender por la materialización de los derechos fundamentales, no se ha
pronunciado sobre los males que traerá esta reforma para el goce efectivo de
los derechos del ciudadano. La Procuraduría, liderada por el corrupto Ordóñez,
acompaña la reforma con su séquito de senadores sumisos, a cuya cabeza, quién
lo creyera, están todos los liberales. Por supuesto, los medios han silenciado
las voces que intentaron llamar la atención de la ciudadanía sobre lo que
estaba sucediendo y, por el contrario, aplaudieron a los gestores del
esperpento. Y, por último, el caos de las basuras, generado por una poderosa
mezcla de improvisación y arbitrariedad de Petro y un gran boicot liderado por
unos empresarios avivatos, indolentes y voraces, aliados con la ultraderecha y
la clase alta bogotana, ha servido como la perfecta cortina de humo del golazo
que le metieron a la ciudadanía con esta reforma odiosa y dañina.
Afortunadamente,
el senador Jorge Enrique Robledo con su brillante y demoledora intervención en
el debate donde el Gobierno arrodilló a un Congreso indigno, todo para
favorecer los intereses plutocráticos que lo sostienen, a muchos nos ha hecho
mantener viva la esperanza de que algún día sea posible superar esta vergüenza.
Adenda.
Los de Fedegán, que nunca repudiaron la ley de justicia y paz que
favoreció a los paramilitares, hoy confirman su vocación guerrerista negándose
a hacerse presentes en el foro agrario. Los mismos con las mismas.