Por: Alfredo Molano Bravo
Opinión | Sab, 12/08/2012 - 23:00
/ Hace pocos días fui invitado a dictar una
conferencia en la Universidad de Nueva York. Ya lo había sido el año pasado,
pero no pude llegar a EE.UU. porque en El Dorado, la línea aérea en que
viajaría muy cortésmente me comunicó que debía presentarme en la Embajada —con
E mayúscula—. Me indigné, no con la empresa por supuesto, sino porque para mí
no era difícil saber por dónde iba —y va— el agua al molino.
Dos años atrás la Universidad de Virginia me había invitado a
inaugurar el XVI Congreso de Colombianistas, conferencia que tampoco pude hacer
porque, pese a los esfuerzos míos y de un grupo de académicos norteamericanos,
la renovación de mi visa fue dilatada hasta dos o tres días después de la fecha
prevista para mi pArticipación. Tampoco me fue extraña la maniobra. Durante dos
años que duré como becario y profesor de la Universidad de Stanford, cada vez
que entraba a EE.UU., en el retén de inmigración, en vez del convencional
wellcome, el policía me aplicaba un frío follow me. Y en una sala esperaba
varias horas.
No fue siempre así. Antes de 2001 entré muchas veces a ese atormentado
país sin ningún problema, pero desde que les tumbaron las Torres Gemelas debí
adquirir el estatus de terrorista o de colaborador de los terroristas o de
amigo de un amigo del que se dice puede ser terrorista. En Chicago, ya con visa
de trabajo como becario de Stanford, me detuvieron seis horas en otra sala
similar a la que estuve la semana pasada al entrar a Nueva York.
Desde que el policía de inmigración me miró dos veces —una
distraídamente y la otra con inquina— supe que el wellcome me había sido
negado. Era la 1 de la madrugada del pasado 29 de noviembre. Sin remedio seguí
al officer hasta un lugar similar al que las Sagradas Escrituras llaman el
limbo. Al entrar me señaló, con el índice y sin mirarme, una de las 116 sillas
del lugar donde había mexicanos, dominicanos, serbios, chicanos, negros
norteamericanos, un español extraviado y varios colombianos. El silencio de los
detenidos —¿qué otra palabra se podría utilizar?— contrastaba, calculadamente
sin duda, con la bullaranga provocadora de los officers que miraban sus
computadores y se hacían bromas pesadas entre sí. Hombres grandes, gordos, con
cuellos como gibas y cogotes colgantes, brazos tatuados, anillos de oro y pelo
al rape. De tanto en tanto alguno gritaba un Mike, o un John, o un Igor, y el
paciente se paraba como si hubiera recibido un corrientazo eléctrico, se
arreglaba el abrigo y agradecido se acercaba a la tarima de donde lo habían
llamado. Al rato otro y después otro; todos con el mismo terror sobre los
hombros y la misma rabia encaletada.
Los guardias no miran a los detenidos, pero sin duda los estudian
desde algún agujero que no se ve. Uno siente las miradas y casi oye los
comentarios de los escudriñadores. ¿Qué crimen —crimen es la traducción
colombiana de delito— me estarán endilgando? Un Estado tan grande algo malo debe
haber hecho para que lo habite tanto miedo. Uno hace el repaso de cada cosa que
lleva en la maleta; de cada cosa que ha hecho en su vida y que pudiera ser
sospechosa para la Policía; uno hace cábalas pero la cuenta no sale. Siempre
puede haber un homónimo que buscan porque metió unos gramos de cocaína o porque
violó una niña o porque habló con un delincuente. O porque sí. ¿Y entonces? Le
sucedió a un amigo, Anthony Henman, autor del más completo ensayo sobre la
planta de coca en Colombia: estuvo detenido tres días sin ningún cargo. Y un
día le dijeron, como me dijeron a mí tres horas después de mi estadía en el
pasadizo del limbo y largándome el pasaporte sin mirarme a los ojos: ¡Go ahead!
Gracias, debí decir por fuera, y por dentro: ¡Cabrones!
Punto aparte: En la época en que César Rincón estuvo enfermo de
hepatitis C, yo adquirí el mismo virus a raíz de una operación en una
prestigiosa clínica de Bogotá. Me trató Rafael Claudino Botero, el “padre de la
hepatología” en el país, como lo califica el doctor Roberto Esguerra, director
por muchos años de la Fundación Santa Fe. Botero es un gran científico y un
eminente cirujano a quien hoy la Secretaría de Salud del Distrito le impide
ejercer su profesión en Colombia arguyendo formalismos burocráticos. O celos de
algún médico de esa entidad, la misma que nada hace para impedir que la gente
se muera esperando un turno en los hospitales.