¿La paz en
Colombia?
por Nestor Kohan
Miércoles,
12 de Diciembre de 2012
En
Colombia hay guerra social. Este es el punto de partida. Una guerra de larga
data, no sólo coyuntural sino estructural.
Nos
piden una opinión sobre el proceso de paz en Colombia. Resulta difícil desde
tan lejos. Siempre recordamos aquella lúcida advertencia del viejo historiador
argentino Rodolfo Puiggrós, quien se reía de la petulancia porteña afirmando
que como los revolucionarios argentinos no hemos podido tomar el poder ni hacer
nuestra propia revolución socialista andamos por el mundo inspeccionando
revoluciones ajenas. Hecha esta salvedad, creemos que como integrantes de la
Patria Grande latinoamericana, aunque no seamos colombianos, podemos al menos
opinar o dar nuestro punto de vista.
En
Colombia hay guerra social. Este es el punto de partida. Una guerra de larga
data, no sólo coyuntural sino estructural.
- No hay
un grupito de delincuentes que alguna vez fueron rebeldes idealistas y hoy
están sedientos de sangre y enloquecidos por la cocaína, como han querido
pintar a la insurgencia desde el poder.
- Tampoco
existe un elenco de políticos prolijos y honestos y empresarios emprendedores
que tienen dificultades para desarrollar un capitalismo serio porque los
terroristas no quieren vivir en paz y armonía, como han querido dibujar los
grandes monopolios de comunicación a la clase dominante colombiana, tanto en el
plano político como en la esfera económica.
- De igual
modo, los militares oficiales de Colombia (al menos sus cuadros dirigentes y
altos oficiales) no son gente patriota, apegados a la ley, defensores del mundo
libre, la libertad del pensamiento y las tradiciones altruistas y pluralistas
de occidente.
-
Finalmente, los asesores norteamericanos e israelíes, el personal yanqui en las
bases militares, los aviadores que bombardean población civil, los espías que
hablan inglés (o hebreo) y los señores del Pentágono que diseñan los planes de
guerra contrainsurgente no son gente buena, dulce y pacífica, excelentes padres
de familia, como aparecen en las películas de Hollywood de un sábado a la
tarde.
No. Las
cosas por su nombre. Al pan, pan; al vino, vino.
En
Colombia hay guerra social. Comenzó en 1948 con el asesinato de Jorge Eliécer
Gaitán por parte de la clase dominante local y con intervención de la
inteligencia yanqui, aunque las matanzas y genocidios contra el pueblo son muy
anteriores (basta recordar la masacre de las bananeras en 1928 a manos de la empresa
tristemente célebre United Fruit). Esa guerra enfrenta desde hace más de
60 años al campo popular en sus diferentes expresiones (civiles y
político-militares) contra la clase dominante nativa y extranjera. Las Fuerzas
Armadas oficiales, las más belicosas y sangrientas de Nuestra América, están
dirigidas directamente por el Pentágono y el Comando Sur de las Fuerzas Armadas
norteamericanas. Sus jefes hablan inglés, no español. En ese conflicto social
de más de seis décadas, ha habido una cantidad enorme de desaparecidos
(muchísimo mayor que en las dictaduras militares genocidas del cono sur), de
torturados, de mutilados con la motosierra. No los asesinó la insurgencia sino
los militares y paramilitares al servicio del empresariado (como sus propios
jefes han declarado públicamente cuando la desagradecida clase dominante
colombiana pretendió desembarazarse de sus sicarios y matones). No hay
equidistancia posible entre opresores y oprimidos, entre bases militares
yanquis e insurgencia, entre el terrorismo de estado y la respuesta popular de
la rebeldía insurgente.
La
“seguridad democrática” no es más que la vieja y podrida doctrina
(norteamericana) de la Seguridad Nacional, reciclada ahora con parlamento y
títeres civiles.
Eso existe
en Colombia. Puede parecer obvio, pero no lo es. Insistimos: las cosas por su
nombre.
En ese
contexto histórico y en una correlación de fuerzas internacionales donde el
gobierno colombiano se encuentra aislado dentro de Unasur y en toda América
Latina aparecen estos diálogos de paz. ¿Son los primeros? No. Hubo muchos
antes. ¿Cómo terminaron todos? Con el bombardeo sistemático por parte del
terrorismo de estado. Porque el mantenimiento de la guerra permite a la
burguesía lúmpen que gobierna Colombia mantener y reproducir sus negocios
lúmpenes. La guerra es un buen negocio para los millonarios. En la guerra
mueren los indígenas, los morenos, la gente pobre de piel oscura, los hijos del
pueblo. Los ricos hacen dinero en nombre de “la libertad” y de la “seguridad”.
El
complejo militar-industrial de Estados Unidos (y sus serviles peones
colombianos) necesita recrear la guerra periódicamente. El capitalismo
parasitario de nuestra época ha transformado las actividades anteriormente
marginales y nocturnas en su quehacer central y en su modus vivendi a
plena luz del día. Guerra, drogas y prostitución constituyen fuentes
estructurales y centrales de acumulación capitalista en el mundo contemporáneo.
Por eso no van a desaparecer con un tímido e inoperante afiche de la UNESCO o
una propaganda televisiva de la UNICEF.
¿Tendrá
futuro la paz en Colombia a partir de estos diálogos? Por parte del gobierno y
el estado colombiano… definitivamente NO. Sería tonto y hasta perverso
depositar esperanzas en gente que tiene no sólo las manos manchadas de sangre
sino también sus abultadas cuentas bancarias, sus fincas, sus firmas y
empresas. La insurgencia sólo podrá imponer la paz (sí, porque la paz con
justicia social nunca llegará alegremente y solita, se la debe imponer, como
antaño hicieron los vietnamitas o los argelinos) si el conjunto del campo
popular se moviliza, descoloca y hace tambalear las estructuras de dominación
político-mediáticas del estado terrorista colombiano.
Imponer la
paz a la burguesía colombiana, obligarla a aceptar que a largo plazo es inviable
el mantenimiento de la guerra es una tarea dura, un desafío casi imposible,
dificilísimo. Pero la insurgencia colombiana tiene un apoyo popular indudable.
El sólo hecho de haber obligado al gobierno a aceptar las mesas de diálogo —con
lo cual el estado reconoce que la insurgencia no constituye “un grupo de
facinerosos, bandoleros y narcotraficantes sin ideología”, sino una fuerza
beligerante, político-militar— ya es un avance notable.
Las dos
violencias (estatal e insurgente) no son equiparables, no son homologables. En
la medida en que los movimientos sociales logren eludir y superar esas falsas
dicotomías que responden a la cooptación de las tramposas y envenenadas ONGs
(que reciben cuantiosas sumas de euros y dólares a condición de que condenen por
igual “ambas violencias, vengan de donde vengan”, igualando falsamente
al terrorismo del estado con la rebeldía popular organizada) podrán sumarse al
proceso de paz.
El futuro
de este proceso de paz no se resolverá en la televisión, ya de por sí a favor
del régimen terrorista como columna vertebral de la guerra psicológica
contrainsurgente. La posibilidad de imponer el fin de la guerra y la conquista
de la paz dependerá de la capacidad de los movimientos sociales para desafiar
la “seguridad democrática”, para enfrentar la represión estatal (disfrazada de
“democracia”) y las manipulaciones del gobierno de Santos. El futuro de una
nueva Colombia plenamente integrada a América Latina y ya sin burguesía
dominante vendrá, no hay duda, de la unidad de la insurgencia y los movimientos
sociales.
República
Socialista y Multicultural de Miserere, 11 de diciembre de 2012
Tomado de Kaos en la Red