Por Jean Bricmont
Publicado en Red Voltaire | Bruselas (Bélgica) | 29 de diciembre de 2012
Publicado en Red Voltaire | Bruselas (Bélgica) | 29 de diciembre de 2012
Incapaz de concretar su necesaria reconstrucción ideológica después de
la desaparición del «hermano mayor» soviético, la izquierda europea se pierde
hoy en día en luchas sobre los valores e instituciones de la sociedad ya
existente, en el plano interno, y a favor del intervencionismo humanitario, en
materia de política exterior. Hundida de lleno en la incoherencia, esa
izquierda está llamando al imperialismo estadounidense a «garantizar» la
protección de los pueblos. Pero, ¿cómo se puede pretender proteger a los demás
cuando uno mismo ha renunciado a su propia libertad?
Desde los años 1990, y sobre todo después d la guerra de Kosovo, en
1999, los adversarios de las intervenciones occidentales y de la OTAN han
tenido que enfrentar lo que pudiéramos llamar una izquierda (y una extrema
izquierda) anti-antiguerra, en la que se inscriben la socialdemocracia, los
Verdes y la mayor parte de la izquierda «radical» (como el Nuevo Partido
Anticapitalista [1], diferentes grupos antifascistas, etc.) [2]. Es
una izquierda que no se declara abiertamente favorable a las intervenciones
militares y que a veces llega a criticarlas (aunque en general, critica
únicamente las tácticas aplicadas y las intenciones, vinculadas al petróleo o
de orden geoestratégico, atribuidas a las potencias occidentales), pero que
dedica la mayor parte de sus energías a «advertir» contra las supuestas derivas
del sector de la izquierda que se mantiene firmemente opuesto a esas
intervenciones.
Esa izquierda anti-antiguerra nos llama a apoyar a las «víctimas» en
contra de los «verdugos», a ser «solidarios con los pueblos en contra de los
tiranos», a no ceder ante un «antiimperialismo», un «antiamericanismo» o
«antisionismo» simplificadores y, sobre todo, a no convertirnos en aliados de
la extrema derecha. Después de los albaneses de Kosovo –en 1990–, nos ha dicho
que «tenemos que proteger» sucesivamente a las mujeres afganas, a los kurdos
iraquíes y, más recientemente, a los pueblos de Libia y de Siria.
No se puede negar que esa izquierda anti-antiguerra ha resultado
extremadamente eficaz. La guerra contra Irak, presentada como la lucha contra
una amenaza imaginaria, suscitó una oposición pasajera, pero sólo ha habido una
débil oposición en las filas de la izquierda ante las intervenciones
presentadas como «humanitarias», como la de Kosovo, los bombardeos contra Libia
o la actual injerencia en Siria. Toda reflexión sobre la paz o el imperialismo
ha sido simplemente barrida por la invocación del «derecho de injerencia», de
la «responsabilidad de proteger» o del «deber de ayuda a un pueblo en peligro».
Una extrema izquierda nostálgica de las revoluciones y las luchas de
liberación nacional tiende a analizar cualquier conflicto interno en
determinado país como una agresión de un dictador contra su pueblo oprimido que
aspira a la democracia. La interpretación, compartida por la izquierda y la
derecha, sobre la victoria de Occidente en la lucha contra el comunismo ha
tenido un efecto similar.
¿Quién es ese «nosotros» al que se llama a «proteger e intervenir»?
La ambigüedad fundamental del discurso de la izquierda anti-antiguerra
reside en saber quién es ese «nosotros» que debe proteger, intervenir, etc. Si
se trata de la izquierda occidental, de los movimientos sociales o las
organizaciones de defensa de los derechos humanos, habría que hacerles la misma
pregunta que hizo Stalin al referirse al Vaticano: «¿Con cuántas divisiones
cuentan ustedes?» Efectivamente, todos los conflictos en los que se supone que
«nosotros» debemos intervenir son conflictos armados. Intervenir significa
entonces intervenir militarmente. Y para intervenir militarmente, hay que
disponer de medios militares.
Medios que, evidentemente, la izquierda europea no tiene a su
disposición. Podría recurrir cuando más a los ejércitos europeos, en vez de
recurrir a las fuerzas armadas de Estados Unidos. Pero los ejércitos europeos
nunca intervienen sin un apoyo masivo de Estados Unidos, lo cual implica que el
verdadero mensaje de la izquierda anti-antiguerra es el siguiente: «Señores
americanos, ¡hagan la guerra, no el amor!» Peor aún, dado que después de su
debacle en Afganistán e Irak los estadounidenses no van a arriesgarse a mandar
fuerzas terrestres, lo que se le pide a la US Air Force, y únicamente a ella,
es que bombardee a los países violadores de los derechos humanos.
Se puede argumentar, por supuesto, que el porvenir de los derechos
humanos debe ponerse en manos del gobierno de Estados Unidos y depender de su
buena voluntad, de sus bombarderos y de sus drones. Pero lo importante es
entender que ese es el verdadero significado de los llamados a la «solidaridad»
y las exhortaciones de «apoyo» a los movimientos secesionistas o rebeldes
implicados en las luchas armadas. Esos movimientos, en efecto, no tienen
ninguna necesidad de eslóganes coreados en «manifestaciones de solidaridad» en
Bruselas o en París y no es eso lo que piden. Lo que quieren es armamento
pesado y bombardeos contra sus enemigos y eso sólo puede proporcionarlo Estados
Unidos.
Si fuese honesta, la izquierda anti-antiguerra tendría que asumir esa
opción y llamar abiertamente a Estados Unidos a bombardear allí donde se violen
los derechos humanos. Pero tendría que asumir esa opción hasta sus últimas
consecuencias. O sea, reconocer que la clase política y militar que
supuestamente debe salvar a los pueblos «victimas de sus tiranos» es
precisamente la misma que desató la guerra contra Vietnam, que impuso el
embargo y las guerras contra Irak, la misma que impone sanciones arbitrarias
contra Cuba, contra Irán y contra todos los países que le desagradan mientras
que sostiene a toda costa a Israel, la misma que se opone por todos los medios
–incluyendo los golpes de Estado– a todos los reformadores surgidos en América
Latina –desde Arbenz hasta Chávez, pasando por Allende, Goulart y tantos otros–
y que explota desvergonzadamente los recursos y trabajadores en todas partes
del mundo. Hace falta una enorme cantidad de buena voluntad para ver en esa
clase política y militar el instrumento de la salvación de las «víctimas». Sin
embargo, eso es, en la práctica, lo que predica la izquierda anti-antiguerra ya
que, debido a la correlación mundial de fuerzas, no existe ninguna otra
instancia capaz de imponer su voluntad por medios militares.
Por supuesto, el gobierno de Estados Unidos apenas sabe de la
existencia la izquierda anti-antiguerra. Cuando Washington decide si se mete o
no en una guerra lo hace únicamente en función de sus propias posibilidades de
éxito, de sus propios intereses, de la oposición interna y externa a la guerra,
etc. Y cuando desencadena una guerra, Washington quiere ganarla cueste lo que
cueste. Así que no tiene ningún sentido pedirle a Washington que solamente
emprenda intervenciones buenas, únicamente contra los malos de verdad y con
medios amables que garanticen las vidas de civiles e inocentes.
Quienes llamaron a la OTAN a «mantener los progresos de las mujeres
afganas», como hizo Amnesty International USA en la reunión de la OTAN en
Chicago [3], de hecho están llamando a Estados Unidos a intervenir
militarmente y, entre otras cosas, a bombardear a los civiles afganos y a
enviar drones a violar el espacio aéreo de Pakistán. Y no tiene ningún sentido
pedir a Estados Unidos que proteja y que no bombardee, porque eso va en contra
del modo de funcionamiento de los ejércitos.
Uno de los temas favoritos de la izquierda anti-antiguerra es llamar a
quienes se oponen a las guerras a no «apoyar a los tiranos», en todo caso a no
apoyar al tirano del país atacado. El problema es que toda guerra exige un
masivo esfuerzo de propaganda, y que esta última se basa en la demonización del
enemigo, sobre todo de su dirigente. Para oponerse eficazmente a esa
propaganda, no se puede hacer otra cosa que denunciar las mentiras de la
propaganda, contextualizar los crímenes del enemigo y compararlos a los de
nuestro propio bando. Tarea necesaria pero ingrata y arriesgada para quien la
realiza ya que el menor error le valdrá eternos reproches, mientras que las
mentiras de la propaganda de guerra siempre se olvidan al término de las
operaciones.
Ya en tiempos de la Primera Guerra Mundial, Bertrand Russel y los
pacifistas británicos eran acusados de «apoyar al enemigo», sin tener en cuenta
que si se dedicaban a desmontar la propaganda de los Aliados no era porque les
gustara el Káiser si no porque defendían la paz. La izquierda anti-antiguerra
adora denunciar «el doble rasero» de los pacifistas coherentes que denuncian
los crímenes de su propio bando pero que contextualizan o refutan los crímenes
atribuidos al enemigo del momento (Milosevic, Kadhafi, Assad, etc.). Pero ese
«doble rasero» no es otra cosa que el resultado de una opción deliberada y
legítima: la de luchar contra la propaganda de guerra allí donde nos
encontramos, o sea en Occidente, propaganda que a su vez se basa en una
demonización constante del enemigo atacado y en la idealización de quienes lo
atacan.
La izquierda anti-antiguerra no goza de la menor influencia sobre la
política estadounidense, lo cual no quiere decir que carezca de efectos. Por un
lado, su retórica insidiosa ha permitido neutralizar todo movimiento pacifista
o antiguerra, pero también ha hecho imposible toda posición independiente de
parte de un país europeo, como la de la Francia de De Gaulle, o al menos como
la de la Francia de Jacques Chirac o la Suecia de Olof Palme. Hoy en día ese
tipo de posición se vería inmediatamente bajo el fuego de la izquierda
anti-antiguerra, que dispone de una resonancia mediática considerable y que
tildaría esa actitud de «apoyo al tirano», de política digna de la época del
Pacto de Múnich y de «crimen de indiferencia».
Lo que ha logrado la izquierda anti-antiguerra es destruir la
soberanía de los europeos ante Estados Unidos y liquidar toda posición de
izquierda independiente ante las guerras y el imperialismo. También ha llevado
a la mayoría de la izquierda europea a adoptar posiciones que contradicen por
completo las de la izquierda latinoamericana y a erigirse en adversaria de
países que, como China y Rusia, están tratando –de forma totalmente
justificada– de defender el derecho internacional.
Una extraña característica de la izquierda anti-antiguerra es que
siempre es ella la primera en denunciar las revoluciones del pasado como
acontecimientos que condujeron al totalitarismo (Stalin, Mao, Pol Pot, etc.) y
que constantemente nos advierte contra la repetición de los «errores» cometidos
por la izquierda de aquellos tiempos al respaldar a los dictadores. Sin
embargo, ahora que la revolución es cosa de los islamistas se supone que
tenemos que aplaudir y creer que todo va a ir bien. ¿Y si la «enseñanza que
tenemos que sacar del pasado» fuese más bien que las revoluciones violentas, la
militarización y la injerencia extranjera no eran la única ni la mejor manera
de realizar cambios sociales?
En vez de reclamar intervenciones, exijamos el estricto respeto del derecho internacional
A veces se nos responde que hay actuar «con urgencia» (para salvar a
las víctimas). Aún admitiendo ese punto de vista, lo cierto es que después de
cada crisis la izquierda no ha emprendido ninguna reflexión sobre cómo llegar a
una política diferente, que no consista en el respaldo a la intervención
militar. Una política de ese tipo exigiría un viraje de 180 grados en relación
con la política que predica la izquierda anti-antiguerra. En vez de reclamar
más intervenciones, tendríamos que exigir a nuestros gobiernos el estricto
respeto del derecho internacional, de la no injerencia en los asuntos internos
de los Estados y la sustitución de la confrontación por la cooperación. La no
injerencia es mucho más que la simple no intervención en el plano militar.
Incluye también la no injerencia en el plano diplomático y en el plano
económico: cero sanciones unilaterales, cero amenazas durante las negociaciones
y aplicación estricta del principio de igualdad de tratamiento para todos los
Estados.
En vez de «denunciar» constantemente a los pérfidos dirigentes de
países como Rusia, China, Irán o Cuba invocando los derechos humanos –como le
encanta hacer a la izquierda anti-antiguerra– más bien tendríamos que oírlos,
dialogar con ellos y poner sus puntos de vista políticos al alcance de la
comprensión de nuestros conciudadanos.
Por supuesto, esa política no resolvería los problemas de los derechos
humanos en Siria ni en Libia ni en ninguna parte. Pero, ¿acaso se han resuelto
hasta ahora? La política de injerencia está agravando las tensiones y la
militarización mundial. Los países que se sienten amenazados por esa política,
que son muchos, tratan de defenderse como pueden. Las campañas de demonización
impiden las relaciones pacíficas entre los Estados, así como los intercambios
culturales entre sus ciudadanos y también, de forma indirecta, el desarrollo de
las ideas liberales que los partidarios de la injerencia dicen querer promover.
A partir del momento en que la izquierda anti-antiguerra renunció a toda
política alternativa a esa política, de hecho renunció a ejercer cualquier
influencia sobre los problemas del mundo. Contrariamente a lo que afirma, no es
cierto que con eso esté «ayudando a las víctimas». En realidad, no hace más que
destruir aquí toda resistencia al imperialismo abriendo así el camino a los únicos
que realmente actúan, que son a fin de cuentas los gobiernos estadounidenses.
Confiarles el bienestar de los pueblos es una actitud absolutamente
desesperada.
Esa actitud es un aspecto de la reacción de la mayoría de la izquierda
ante la «caída del comunismo», y esa reacción consiste en apoyar precisamente
lo contrario de las políticas que siguieron los comunistas, sobre todo en
materia de cuestiones internacionales, en las que toda oposición al
imperialismo y toda forma de defensa de la soberanía internacional es
considerada por la izquierda como una forma de arqueo-stalinismo.
La política de injerencia es una política de derecha, al igual por
cierto que la construcción de la Unión Europea, otro importante ataque contra
la soberanía nacional. La primera respalda los intentos hegemónicos de Estados
Unidos. La segunda apoya el neoliberalismo y la destrucción de los derechos
sociales. Ambas se justifican en gran parte con discursos «de izquierda» que
invocan los derechos humanos, el internacionalismo, el antirracismo y el
antinacionalismo. En ambos casos, una izquierda desorientada por la
desaparición del comunismo se ha refugiado en un discurso «humanitario» y
«generoso», totalmente carente de análisis realista de la correlación mundial
de fuerzas. Con esa izquierda, la derecha prácticamente no necesita ideología,
le basta con invocar los derechos humanos.
Sin embargo, esas dos políticas –la injerencia y la construcción
europea– están hoy en un callejón sin salida: el imperialismo estadounidense
enfrenta enormes dificultades, tanto en el plano económico como en el
diplomático, y la política de injerencia encuentra la oposición de una gran
parte del mundo. Ya casi nadie cree en otra Europa, en una Europa social, y la
Europa que realmente existe, neoliberal (porque es la única posible), no
entusiasma a los trabajadores.
Por supuesto, esos fracasos benefician a la derecha y a la extrema
derecha, pero es únicamente porque la mayor parte de la izquierda ha creído que
el camino hacia la democracia pasa por el abandono de la defensa de la paz, del
derecho internacional y de la soberanía nacional.
Fuente:
www.michelcollon.info
Jean
Bricmont
[1] A propósito de esa
organización, ver “Colonialiste d’«extrême gauche»?”, de Ahmed Halfaoui,
[2] Por ejemplo, en febrero
de 2011, en un volante distribuido en Toulouse (Francia) el tema de Libia y las
amenazas de «genocidio» atribuidas a Kadhafi se abordaba en los siguientes
términos: «¿Dónde está Europa? ¿Dónde está Francia? ¿Dónde está América
[Estados Unidos]? ¿Dónde están las ONGs?» y «¿Es más importante el valor del
petróleo y del uranio que el pueblo libio?» O sea, los autores del volante,
firmado entre otras organizaciones por Alternativa Libertaria, Europa
Ecología-Los Verdes, Izquierda Unitaria, Liga de Derechos Humanos, Lucha
Obrera, Movimiento por la Paz (Comité 31), MRAP, NPA31, OCML-Vía Proletaria
Toulouse, la organización local del Partido Comunista Francés, el Partido
Comunista Tunecino, Partido de Izquierda 31, acusaban a los occidentales de no
intervenir por razones de interés económico. ¿Qué habrán pensado los autores de
ese volante cuando el Consejo Nacional de Transición libio prometió vender a
Francia el 35% del petróleo libio? Independientemente de que se haya respetado
o no esa promesa o de que el petróleo haya sido o no la verdadera causa de la
guerra contra Libia.
[3] Ver, por ejemplo, Why I Had to Challenge Amnesty International-USA’s
Claim That NATO’s Presence Benefits Afghan Women, de Jodie Evans.
JEAN
BRICMONT / Figura destacada del
movimiento antiimperialista, Jean Bricmont es profesor de física teórica en la
Universidad de Lovaina (Bélgica). Acaba de publicar Impérialisme humanitaire.
Droits de l’homme, droit d’ingérence, droit du plus fort ? (Monthly Review
Press, 2007).